Día/Noche 1. Vivérridos

En Andújar me encuentro con Gerardo. Dejamos uno de los coches y continuamos hacia Madrid. Allí tomamos la M50, que nos sirve para conectar la A4 con la A6. Cuando cruzo la periferia del noroeste se me van agolpando recuerdos. Los caminos que corrí con ‘Eljose’, el campo que cribé con Matías, las rutas en bici con Pasape –casi todas ellas sepultadas por cemento y asfalto- los partidos de fútbol. Allí, en ese pedacito de mundo, vive gente que quiero.

La nostalgia da paso a Castilla. Campos se cereal recién segados. Villorrios centenarios y desgastados. Territorio áspero que empieza a ondularse. En León aparecen las montañas. Manchas verdes. Nubes. Por fin en Bembibre dejamos la autovía y seguimos el curso del río Sil. Discurre entre monte cerrado. Bosques húmedos y sombreados.

Aun quedan un par de horas de luz. Nos decidimos por aprovecharlas paseando por el puerto de Leitariegos. La niebla se ha apoderado de las partes más altas y el plan nocturno de andar corre peligro.

Para buscar carnívoros -hablamos de mamíferos- lo mejor es utilizar el tiempo que va entre el atardecer y el amanecer. Es ahí cuando son más activos. Ello condiciona el diseño del viaje. Se trata de sestear durante el día y estar situado en el lugar oportuno en las horas nocturnas. De día también puede haber opciones. Se pueden ver osos, por ejemplo.

Pero de noche la colección completa está presente. Entre otros el lobo. El tejón, el zorro. Los vivérridos –que palabra tan literaria- como la marta, la gineta y la garduña. También podemos ver el gato montés y la nutria.

Encontramos un apartadero de la carretera que nos va a servir para pasar la noche. Junto al coche extendemos los sacos metidos en sus fundas de vivac. El vehículo nos viene bien si se pone a diluviar; además es una barrera que ofrece cierta protección. La noche parece que quiere abrir. Divisamos un valle que lo recorre un camino. Se hunde en una masa boscosa de aspecto desconcertante. Parece un buen sitio, alejado de los pueblos, donde a lo mejor se dejan ver los animales.

Los últimos rayos de luz los utilizamos para ir del puerto al pueblo del que parte la pista detectada. Por fin de noche foqueamos. A ver qué se cruza. Llegamos a la aldea. Junto a una ermita aparcamos y sacamos las bolsas de comida. Bocatas de morcilla, paté. Calorías para caminar de noche. Algunos vecinos nos miran con recelo. Dos tipos vestidos de negro. Mallas ceñidas. Frontales en la cabeza. Tragando en silencio. De vez en cuando bebiendo de una botella de agua. Botas. Prismáticos. ¿Quiénes serán estos? Nos ladran los perros cuando atravesamos las calles que conducen a la pista forestal.

Prohibido el paso.

Como no. Las cosas cuestan. No hay más remedio que colarse. Más perros ladran. Nos  han detectado. Apagamos las linternas y nos pegamos al borde del bosque. Hay una casa que vigila el paso. Andamos de puntillas. Caminando rápido. Dejando atrás las últimas ventanas iluminadas. Si nos pillan que no nos hemos dado cuenta. Susurra Gerardo. Es emocionante. Colarse. Caminamos rápido. Los ladridos se apagan. Estamos en la pista. Cuando salgamos habrá que volver a pasar el mal trago.

Me cuenta Gerardo la tensión que pasó una vez al colarse en un Parque en Senegal. Guardado por soldados armados que tenían la orden de tirar a dar. No había piedad contra los furtivos. Cruzó como hoy. Sigilosamente. Sin quitar ojo a las ventanas iluminadas. Dentro veía uniformes y fusiles. Soldadesca jugando a las cartas. Y se coló. Dentro había leones.

Hace frío pero al paso que vamos no se siente. Estamos dentro del oscuro bosque que veíamos desde arriba. No es tan misterioso. Vemos varias brañas –casas de piedra sencillas- en las que se guarda el ganado. Alguna valla que hay que cruzar.

En cualquier momento podría aparecer un oso. O un lobo. A medida que dejamos atrás el pueblo y nos acercamos al collado –no sabemos si el camino llegará hasta arriba- aumentan las probabilidades. Escuchamos cárabos.

Por fin unos ojillos en la oscuridad. Los detecta Gerardo, que no para de mover la cabeza de un lado a otro para escrudiñar toda la negrura con su frontal. Yo, por mi parte, no dejo de apuntar al frente, no sea que salga algo grande.

Es un zorro. El carnívoro más habitual. Se queda mirando un rato. Tienen curiosidad estos animales. Por fin huye y vemos su esponjosa cola desaparecer entre unos matorrales.

La noche no es más productiva. Caminamos unos veinte kilómetros. Al acercarnos a la casa que guarda el camino ladran los perros. Son más de las dos de la mañana. Como se despierten y nos vean va a ser difícil justificar qué coño hacemos caminando por ahí a las tantas.

Quizás nos tomen por GEOS. O soldados de un grupo de élite. O asaltantes.

Más perracos de ladrido rasgado se despiertan. Y estos despiertan a otros. El valle entero nos ladra.

Nos metemos en el coche y tiramos para nuestro improvisado campamento.

La jornada ha sido larga. Dormiremos una hora. En breve amanecerá y Gerardo volverá a estar alerta. Yo veré lo que puedo hacer.

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