Día/Noche 3. Las Fuentes del Narcea

Como si fuésemos garduñas nos dedicamos a vaciar de moras los racimos que, combados por el peso de la cosecha, se apoyan en el firme de la carretera. Gerardo anda obsesionado con la lista top ten de los alimentos anticancerígenos, que incluyen las bayas. Cerca de la cargada morera se ven los excrementos de los animales que previamente se inflaron de antioxidantes. ‘Este es un buen sitio para esta noche. Aquí vienen los vivérridos a comer. Y puede que también el oso’. Es cierto, aunque los osos van ahora a por los arándanos, y según nos ha contado un guarda y nosotros hemos observado, no hay muchos este año.

Nuestros planes han variado ya demasiadas veces. La meteorología obliga a ello. Como hoy parece que el día está abierto decidimos subir al nacimiento del Narcea, uno de los lugares que queríamos visitar. Quiero ver cómo es el río antes de llenarse de barro. Antes de cruzar ciudades. Antes de ser maltratado. Quiero conocer cómo se forja el torrente antes de hacerse mayor.

El plan es seguir el cauce y superar el nacimiento, para establecerse en torno a los collados que marcan el cambio de cuenca hidrográfica. Por allí seguro que pasan los lobos. Con idea de trepar a alguna peña que controle los pasos de montaña partimos con mochilas que llevan lo necesario para no pasar hambre y dormir a la intemperie. En poco tiempo abandonamos la amplia pista en la que hace un rato se convirtió la carretera. Tomamos el estrecho sendero, que lleva a una cascada y una pequeña cabaña. Ese es el Narcea, haciendo piruetas.

La vegetación ha cerrado el camino, que ya no es camino. Sin embargo a ras de suelo las hierbas no han crecido. Los animales que andan a cuatro patas deben transitarlo con frecuencia. Pero por encima del metro de altura la cosa se pone complicada. Bregamos con las ramas que se cruzan, los tiernos tallos de zarzas que buscan luz, los escobones de retama que tienden a incrustarse en los ojos.

La lluvia ha dejado las plantas llenas de agua. Así que cada vez que sacudimos la vegetación para abrirnos paso nos cae un jarro de agua fría. La cosa es desagradable. Sobre todo cuando el agua se cuela por el cuello y recorre la espalda. En poco tiempo estamos empapados.

La marcha es incómoda. La pendiente que hay que superar lo hace más complicado. A veces resbalamos por la humedad. Otras las zarzas, las ramas, se enganchan a las correas de las mochilas, a las ropas que sobresalen colgadas. Al principio me entretengo en desenredar los pinchos, a remeter el jersey y el chaquetón. Pero a medida que me entra agua, que recibo bofetones vegetales en la jeta me voy calentando. ‘¡Me cago en la hostia!’ grito, como si fuese a resolver algo. Y me encabrono de manera irrefutable, irracional.

Es entonces cuando uno avanza en plan jabalí. Tirando para adelante sin pensar en las consecuencias, tumbando vegetación, calándose ya sin remedio. Sin considerar el efecto devastador de los enganchones en la ropa, la mochila y las cosas que van colgando de las correas.

A veces el camino, que ya no es camino, da una tregua. Llegamos a algún claro que ha sobrevivido a la invasión del matorral. La alegría dura poco. Para salir de allí hay que hacer el bestia un poco más.

Los calcetines húmedos chapotean dentro de las botas de goretex que aun lucen su publicidad: waterproof. Los cojones waterproof.

Al cabo de una hora el terreno se abre, la pendiente disminuye y topamos con una vereda amplia. Ese era el camino. La cagamos. Para la vuelta lo tendremos en cuenta.

Las Fuentes del Narcea son este terreno esponjoso en el que pasta el ganado. Unos perrazos advierten nuestra llegada. Con sus feroces ladridos nos dan a entender que mejor nos alejemos. Las Fuentes del Narcea son algo decepcionantes. No es un lugar virgen. El agua no escurre cristalina para formar un cauce cristalino y definido. Por el contrario las fuentes del Narcea son este conjunto de arroyos, torrentes, charcos y tierra empapada que solo más abajo se concreta en una corriente nítida. Pero así nacen los ríos, del acopio de agua en una cuenca. Es difícil elegir cuál de las precarias corrientes se corresponde con el Narcea. Es como decidir a partir de qué momento un grupo de granos de arena se convierte en un montón de arena. Es algo subjetivo. Y además una parida. Que solo sirve para romper con el romanticismo de la situación. La ciencia, que trata de medir y explicar todo lo que ocurre, no es compatible con la magia.

Caminamos por terreno llano. Por eso el agua se estanca y las botas se hunden en turba. Poco importa. Total, ya estamos empapados. Nuestra esperanza es que salga el sol durante un tiempo suficiente como para que se sequen las botas y los calcetines. Nuestra esperanza también es que esos perrazos que se han decidido a bajar por la ladera ladrando a todo meter, no nos coman.

Gerardo no apresura el paso. Y yo estoy cansado de tener que huir de los perros que dejan los pastores. Y además sigo cabreado por la pelea que ha supuesto llegar hasta aquí arriba. Yo también puedo ladrar y meter ruido. Venga, venir para acá. Somos dos contra dos.

Pero se detienen. Solo están advirtiendo. Que esas vacas son suyas. Que no nos las comamos. Que si no nos comen ellos.

La niebla se obstina en cubrir las campas. En empapar las hierbas que dan de comer al Narcea. Va a ser complicado secarse.

Seguimos hasta el collado y de allí divisamos unas peñas que pueden ser un buen otero. Con gran penuria subimos por el escarpado terreno. Poniendo los pies entre las peñas que asoman. Para evitar las plantas leñosas, colmadas de pinchos. No estamos muy altos pero la vegetación blanda ha desaparecido. Aquí debe de hacer un frío del carajo.

Por fin encontramos un lugar más o menos plano en el que echar el resto de la mañana y quizás pasar la noche. De repente las cosas mejoran. La niebla se disipa. Encontramos arándanos y un reguero en el que llenar la botella. Tendría guasa que después de tanta calamidad húmeda pasásemos sed. Pero este terreno final es bastante permeable y en el anterior, el de las campas, el agua no corría mucho y las boñigas de vaca abundaban.

La vida es un continuo de momentos vacíos. Como la materia, que analizada en profundidad por los científicos ha resultado no ser nada. Así que es mejor no prestar mucha atención al vacío de todos los momentos de la vida. Solo desde lejos parece un continuo con algo de sentido. Pienso esto mientras pasamos horas escrutando el tapiz verde que tenemos ante nosotros. Esperando ver un oso. O un águila. O un rebeco. Me empiezo a conformar con las hormigas que se pasean por las esterillas, buscando restos de comida. Después del atracón de arándanos, en plan oso, comemos fritos, fuet, pan duro y los mohosos restos de una morcilla.

Afrontamos la tarde con un chicle de menta. Que además nos sirve para lavarnos los dientes. Las cosas se han ido secando. Me duermo una siesta. Después otra. Miro con los prismáticos. Las lentillas se me quedan pegadas a los ojos. El sol, que al final brilló de lo lindo, me quema la cara y las manos. Siguen pasando momentos vacíos. De los que quiero distanciarme para que esto, ésta mañana, ésta tarde, ésta vida, parezca algo.

La niebla sigue retenida al fondo. Los jirones se van recortando contra el cielo azul. Pasan el collado y el sol los deshace. Cuando pierdan fuerza los rayos la niebla volverá a establecerse. De algo tiene que vivir el Narcea.

Esto de buscar osos es una afición tediosa. Un ratonero nos pasa cerca. Se posa. Lo observamos. Con el telescopio le vemos en detalle. Las hormigas siguen haciendo acopio de migas. Para cuando llegue el invierno. Es decir, en tres o cuatro horas.

Empieza a refrescar. Las nubes tapan el sol. Nos abrigamos. Afortunadamente la ropa está casi seca. Me pongo los calcetines aun húmedos en sus puntas. Me calzo las botas waterproof que también están algo mojadas. En breve el calor humano calienta los tejidos. Decidimos regresar. Pasaremos la noche en unas casas de piedra que vimos esta mañana, justo antes de enredarnos en la selva. Tienen un buen tejado. Son casas de pastores, cerradas, pero el porche que tienen es amplio, y si le da por llover ahí estaremos bien.

Esperamos a que se haga de noche. Se trata de caminar a oscuras y tratar de sorprender a los carnívoros, que empiezan a activarse a estas horas. Bajamos del roquedo. Llenamos agua en una corriente de agua bastante propicia. Volvemos a las turberas esponjosas. Ahora sería grave volverse a mojar. Así que ilumino con el frontal el terreno por donde piso. Gerardo a lo suyo. Buscando con sus linternas ojillos en la oscuridad. Los primeros que refulgen son los de las vacas. Luego los de los mastines. Que ya ladran. Cada vez más cerca. Viene uno bastante animado pero en cuanto recibe un focazo del superlinternón de Gerardo sale despavorido. Menos mal.

Pasamos la noche dando bandazos. De una pista a otra. Otra vez las condiciones son idóneas para encontrarse con un ‘pack of wolves’, una manada de lobos. Que apareciese entre la niebla, tratando de acorralar a un ternero. A falta de realidad buena es la imaginación. Pero no aparece. Casi que me alegro. No sé yo si serían tan precavidos como los mastines. Aunque la verdad, ir dos da bastante seguridad.

Gerardo si anda por estos sitios solo. Está hecho a ello. A mí, francamente, me impone. En otras palabras: me acojona.

En las casas cenamos de pie. Hablamos en susurros. No sea que se espanten los vivérridos. O los osos. No sea que algún cazador furtivo nos pegue un tiro. Llevamos viendo luces sospechosas en medio del bosque. Quien andará por ahí. Claro que los de las luces –al menos hay dos linternas- pensarán de nosotros: quién andará por ahí, lo mismo son furtivos. Saco un paquete de jamón, un currusco de pan y esa es la cena. Seguimos caminando otras tres horas. Pista va, pista viene. Una vaca se nos encara. A ver cómo la quitamos del camino. Por fin decide irse. A la vuelta la volvemos a topar. Y esta vez no se va. Pasamos a su lado. Nos mira con una cara poco afable. Al pasar a su lado tengo la misma sensación de vértigo, la misma descarga de adrenalina que cuando nos colamos en la pista hace dos noches. Son cosas que ayudan a espantar el sueño. Lo mantienen a uno vivo. No hay tiempo para fijarse en la vacuidad de los momentos.

A eso de las dos llegamos de nuevo a la casa. Hemos ido hasta el cementerio y comprobado que el coche sigue allí aparcado. Poca cosa hemos visto. Un par de corzos a última hora, además de los consabidos sapos con los que casi vamos tropezando.

Me duermo con la cara pegada al suelo. Me da todo lo mismo.

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