El Alhorí y la laguna Juntillas

Ya iba siendo hora de ir a la montaña. De sobreponerse a la depresión, al apalancamiento. Días de tedio que se van encadenando y camuflan las ganas de vivir. El calor, que lleva instalado varios meses, ha levantado con manto de calima que desdibuja la silueta de la Sierra. Se adivina como un lugar lejano, polvoriento y cruel.

Me costó madrugar. Desayunar apresuradamente y sin café. Tragando copos de avena y pasas para enfrentarse a las pendientes.

No había terminado de desperezarme  y ya estábamos por las carreteras secundarias del Marquesado. Nadie quiso saber nada de tomarse la jornada tranquilamente y parar a desayunar otra vez. Un colacao. Algo. Mientras se desperezaba el día. Íbamos directos al refugio del Postero. La sensación era ir a resolver un asunto urgente. Y cuanto antes mejor.

Mis compañeros estaban rematando su acondicionamiento para el viaje que se disponían a hacer: Nepal. Himalaya. Campo Base del Everest. No era un ochomil. Pero era altura. Era ponerse por encima de los cinco mil. Así que esta serie de tres miles que iban haciendo por Sierra Nevada no les venía nada mal.

A mí el plan me convenía. Necesitaba alejarme de la costa. Del aplastamiento veraniego. Necesitaba pasar frío y ahogarme subiendo cuestas. Necesidades básicas.

Así que la opción de unirme a un grupo que tenía un plan tan interesante y definido me venía muy bien.

El campo estaba seco. Al recorrer la pista que sale de Jérez  hacía el refugio nos vimos envueltos en la nube de polvo milenario que provocaban las ruedas del coche. Sólo se asentó unos minutos después de haber aparcado.

Desde junio apenas había llovido. Dos o tres tormentas. La temporada de setas se adivinaba complicada.

Fue ponerme las mallas, las botas, el gorro –sí, parezco un bufón- la mochila y el gepese y revitalizarme. Estaba en mi medio. Lejos del asfalto y las comodidades. Lo que había que hacer estaba muy claro: caminar hacia la cumbre.

Para ello mis amigos eligieron una ruta que no conocía. Al Picón se puede ir por una pedrera monótona que lleva hasta la cuerda, lo cual supone un gran rodeo, o bien por el barranco del Alhorí, más quebrado y entretenido. El agua todavía corre por aquí. Parece mentira. Tanto tiempo sin llover y la montaña aún guarda sus reservas. Reservas de tres años tremebundos. Con unas nevadas del carajo que han dejado, este último invierno, más de tres metros de espesor por esta zona.

 

El torrente se despeña ladera abajo, fomentando el pasto verde a su alrededor. Lo remontamos lentamente. Nos deleitamos con la vista. Rita, que es el nombre de una perra, se entretiene brincando de un lado a otro, bebiendo de los remansos que forma la corriente entre las piedras.

Isaac me va explicando donde se forman los corredores ‘más guapos’. Y donde están las cascadas de hielo. Este, asegura, es uno de los lugares más fríos de Sierra Nevada. Así lo atestiguan los parches de nieve con los que topamos en el circo del Alhorí. Un reducto ridículo del glaciar de debió alguna vez recorrer estos parajes.

Todas estas explicaciones no hacen sino convencerme de que hay que volver en invierno.

A medida que ganamos altura el Alhorí se va dividiendo en barrancos. Empiezo a sentir la necesidad de recorrerlos todos. De acceder al Picón por las distintas variantes que ofrece la topografía.

Hoy no. Hoy toca ir a la laguna Juntillas. Otro sitio que no conozco. Así que accedemos a la cuerda saliendo de la cabecera del Alhorí por el oeste.

Las cumbres de Sierra Nevada son lugares desolados que aplastan el alma. Pizarra triturada por el tiempo. Polvo. Matas de pasto duras. Aire que silba al colarse entre los resquicios que encuentra. Veranos breves. El sol quema la piel. Pero no calienta.

Al salir sudorosos del resguardo que ofrecía el valle las camisetas húmedas se adhieren a la piel como cuchillos afilados. Lo peor es parar, quitarse la mochila y volvérsela a poner. Pero yo lo hago. Para beber agua de una botella que llevo en un lateral. Gritó: ¡Hostia Puta! O alguna barbaridad parecida. Parece que así se amortigua la desagradable sensación.

Las cumbres de Sierra Nevada, en esta parte, no son muy conspicuas. Los picos no son picos. Son parábolas alomadas. Cerca del Picón, más o menos donde hemos llegado, la sierra pierde la continuidad que trae desde Almería. En un mapa se ven varios brazos definidos. El cordal que va hacia la Alcazaba. Y el que va hacia Peña Partida, por los Lavaderos de la Reina. Eso en un mapa. Porque sobre el terreno es fácil desorientarse.

Pero mis amigos conocen bien el terreno y escogen la travesía adecuada para finalmente quedar justo por encima de la laguna Juntillas. Excavada por el hielo hace miles de años –o millones- cuando los glaciares escurrían lentamente, moviendo toneladas de rocas con las que dieron forma a esto que vemos hoy.

Nos dejamos caer y las lajas de pizarra crujen y se deslizan bajo nuestro peso. Nadie las volverá a subir. Así que las piedras poco a poco se acercan al mar. En un proceso lentísimo pero inexorable.

Tropezamos con un senderillo de grava fina. Unos de los miles de senderos milenarios que entreveran la sierra. Dejamos un reguero de polvo. Las piedrecillas se cuelan en las botas. Las partículas se adhieren a la mezcla de sudor y crema de protección. Se forma una pátina que nos bruñe.

Hay algunos rebaños de cabras. Nos miran con curiosidad. El número de individuos supera a lo que sugiere la cantidad de pasto. Son animales duros éstos. Les basta que haya agua para aguantar. Y lo que les viene después son celliscas terribles. Vendavales que superarán los cien kilómetros por hora. Temperaturas por debajo de los diez bajo cero. Y de los quince. Son animales duros éstos.

Nos miran con curiosidad. Pero a una distancia prudente. Los chotos, inexpertos, se ahuyentan con más facilidad.

Deshacemos los trescientos metros de desnivel que hay hasta la laguna. Está hermosa. Solitaria. El aire gélido apenas perturba su superficie. Unas plantas acuáticas se mecen suavemente. Dos hilillos de agua la alimentan. El sol, según avanza en su recorrido, le va sacando matices, componiendo algunos cuadros que entusiasman.

Buscamos un vivac en el que pasar la noche. Elegimos dos que nos parecen bien y nos dedicamos a levantar un poco más sus muros y tapar huecos. Por la noche hará frío. En la montaña, como en un barco, nunca faltan cosas que hacer. Hay que ir a buscar agua. Hay que montar el campamento y preparar la comida. Hay que deshacer y hacer la mochila varias veces.

Aunque el paisaje parece vacío hay alguna que otra cosa. Además de las cabras hay baéticas, unos insectos que, debido a la falta de depredadores, su fase adulta es igual a la larvaria. Es la bifurcación de otra especie. Hay chovas y zorros, que visitan de noche a los montañeros, por ver que se pueden robar. Incluso, esta vez, hay un cadáver de buitre leonado.

En el mapa desgastado de tantas veces abrirlo y doblarlo tratamos de identificar las cumbres que alcanzamos a ver. Algunas ignotas, que sólo pueden llamar la atención de los que han  transitado mucho la sierra. Otras de renombre, como la Alcazaba o el Mulhacén.

Para rematar el día nos decantamos por una cercana y anónima, el Puntal de los Cuartos. Más pedrera. Nos volvemos a elevar sobre la laguna y las nuevas vistas nos dejan ver la Loma del Calvario, la Cuesta de los Presidarios y la Vereda de la Estrella. Nombres que evocan guerras y tiempos mineros.

Las leves molestias se han convertido en un dolor de cabeza en condiciones. Son síntomas de falta de oxígeno. Vivir al nivel del mar tiene ese coste. Falta hemoglobina. De cara al Teide y al Parinacota tengo que repetir éstas estancias en la altura.

A tres mil metros, incluso con buen tiempo, cuando se va el sol el frío hace acto de presencia. Andando se mantiene el cuerpo caliente. La otra alternativa es abrigarse bien, tomar algo caliente y meterse en el saco de plumas hasta la mañana siguiente. Cuando debería salir el sol y empezar a caldear las desmenuzadas pizarras.

Así hacemos. Gracias a Ramón tengo una taza. Isa remata la sopa de fideos e Isaac me surte de té. Así da gusto.

Yo ando medio con nauseas. Como poco, pero tengo que hidratarme. La sopa de sobre es reconfortante. Es la mejor sopa. Sabe de maravilla en el vivac. La taza humea a la luz de los frontales. El viento nos roba el calor.

Paso la noche lo mejor que puedo. Con más frío de lo esperado. Probablemente por la destemplanza que me dio el dolor de cabeza.

Me despierto antes de que amanezca y aunque el viento ha amainado aun hace frío. Lo noto al asomar la cara a la intemperie. Se cuela aire. Se escapa el calorcillo que ha guardado el saco de plumas. Yo aun no salgo. Nadie se mueve. Todos estamos a la espera. De que el sol empiece a barrer la laguna. Incluso aunque haga frío ver la luz del sol reconforta. Todos estamos quietos. Aguantando. Soportando la presión de las vejigas.

Dormité un poco más y por fin decidí darme un paseo. Cada uno hizo su pis mañanero donde mejor le cuadró. Las cabras miraban caprinas mientras buscaban las partes más tiernas del piornal.

Se adivinaba un día espléndido. Había llegado la luz y se me había ido el dolor de cabeza. El trabajo duro estaba hecho. Ahora era una cuesta debajo de placeres. Excepto los trescientos metros que había que deshacer para volver a la cuerda. De ahí al Postero. De ahí a la tapita en Jérez. Y de ahí al sofá de casa, con uncafé caliente y una buena película (El hombre de al lado).

Así, saboreando el fresco de la montaña, desgajando lajas y bebiendo agua de los torrentes deshicimos los más de mil metros de desnivel que había hasta el refugio. Levantamos polvo. Tuvimos cuidado de no pisar a las baéticas. Nos acordamos de Gerald Brenan, que cruzaba por el paso de Trevélez o por el puerto del Lobo cuando iba de Mecina Bombaron a Granada. Admiramos la Piedra de los Ladrones, refugio de bandoleros; el único lugar en el que esconderse a la espera de viajeros intrépidos, incautos.

Y así, echamos un rato, como dice Isaac.

Un comentario sobre “El Alhorí y la laguna Juntillas”

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