Sáhara Occidental. 3/4·1·2012. Zona de confort

El tren de alta velocidad va a trescientos kilómetros por hora. Voy en el último vagón, en el último asiento. Con el mapa de Marruecos desplegado.

El calor excesivo que inyecta el climatizador me está poniendo nervioso. Voy a pasar más calor ahora que en el Sáhara. Es un aire seco. Me empieza a doler la cabeza. Todo el mundo a mi alrededor tiene auriculares, o un ordenador, o un teléfono móvil o un ipad, o una videoconsola. O varias cosas simultáneamente. Escucho quejas incongruentes: jo tía es que no tienen cocacola cero, sólo cocacola light, dice una anoréxica al borde del delirio. Qué mierda, esa peli ya la han puesto –berrea un adolescente miope que apenas deja de mirar con furia a una pantallita en la que mata marcianos[1]. Percibo comportamientos displicentes, de gente acomodada. Acostumbrada a tener todo en cuanto lo piden. Gente que parece triste.

Definitivamente soy un inadaptado al mundo del siglo XXI. A mí me va más el siglo XIX, con trazas del XVII.

Cosecha de pedruscos y chatarra

Como no puedo soportar la corrosiva atmósfera a la que he ido a parar, me sumerjo en el mapa. Un mapa de papel, de esos que se despliegan y al cabo de varios usos empieza a desgastarse y, eventualmente, se hace un agujero. En las esquinas, donde confluyen varias dobleces. Un mapa de esos con sabor, que no se tienen que recargar. Y que si se mojan probablemente se echen a perder. Y que en el fuego arden. Vamos, una cosa real, tangible.

Localizo los lugares por los que hemos pasado. Se me desenfoca la mirada. Veo siluetas reverberantes. La tapicería del AVE es como una extensión de los colores ocres y amarillentos del Sáhara. Me entra sed. Confundo lo que ha pasado durante las últimas horas. Mil no sé cuantos kilómetros de coche. Algunas paradas.

Me resuena ese ‘¡Levantaos perros infieles!’ del Indio. ‘¡Que hay que llegar a la Mamora!’ El frío que hacía en la tienda. Como recogíamos las cosas aturulladamente. Nos fuimos sin desayunar. Antes de llegar al asfalto apareció un chacal. Como íbamos medio dormidos sólo el que iba en el techo lo pudo ver. Cruzó por delante. Paramos los coches y salimos corriendo hacia un alto. Si alguien nos hubiese visto no sé que hubiese pensado. Dos todoterrenos que van volaos. Frenan en medio del desierto. Salen sus ocupantes y empiezan a correr como demonios para ver quien llega el primero a lo alto del montículo. Y luego se vuelven. Se meten en los coches y continúan.

Absurdo. Porque además no vimos al chacal.

La carrera nos hizo entrar en calor. Tiramos la ropa de abrigo de cualquier forma. En la parte de atrás siempre cabía algo más.

Llegamos al asfalto. Era la carretera que va de Tan-Tan a Smara. Todos estábamos de acuerdo en que lo que más nos apetecía era ir hacia el sur. Y ver qué quedaba del sultán azul. Sonaba a cuento de las mil y una noches.

También me da tiempo a recordar, en este tren que va devorando kilómetros, las deliciosas tortitas que nos comimos acompañadas de té verde y zumo de naranja. Hay cosas que se agradecen de la civilización. Sin embargo entrar en la zona de confort iba ofreciendo algunas limitaciones. Ya no se podía mear en cualquier sitio.

Al norte, siempre hacia el norte. Seguíamos utilizando los walkie talkies para avisarnos de los desvíos. De los controles de policía. De las paradas de avituallamiento.

La sincronización del equipo era, a estas alturas, perfecta. Detectamos halcones. Paramos los coches, y en un periquete teníamos enfocadas a las criaturas. Halcón borní, especie nueva. A la lista.

La noche en el alcornocal fue fría. De madrugada deshicimos el campamento por última vez. Gerardo y yo terminamos de enrollar la tienda con los guantes mojados. Llenos de barro. De arena. Una amalgama pegajosa que finalmente conseguimos embutir en la funda. Espero que la ventile a la vuelta.

Conseguimos colocar los coches en el ferry. Vimos delfines. Y tortugas. Estos tipos no desconectan ni un momento.

En Algeciras se empezó a desmembrar el equipo. Nos íbamos separando. Los conductores estaban cansados. Todos estábamos deseando tomar un bocadillo de jamón y una cerveza. Algunas cosas buenas tenían los rumis[2].

Cada vez que vengo de uno de estos viajes me dan unas irrefrenables ganas de culturizarme. De empaparme de zoología, de geología. De empollarme la enciclopedia Fauna. Me gustaría saber de aves. De huellas. Me gustaría saber organizar la logística. Pero me doy cuenta de que lo que realmente me apetece es contarlo. Y eso es lo que hago.

El tren me deja en Atocha. La gente lo abandona a toda prisa. Como si hubiese un incendio. Queda la última parte de las Navidades. El Roscón de Reyes. Lo que más me gusta. A ver qué sorpresa me encuentro.

Lo que está asegurado es el carbón y la ducha que me voy a dar.

¡¡¡Equipoooooo!!!


[1] Mi desconocimiento es tal que más tarde averiguo que eso de matar marcianos es algo bastante noble y caduco. Ahora los chavales juegan a cosas en las que representan a un violador cuya misión es sacarle las tripas a cualquier ciudadano que vea por el juego. Todos, potencialmente, son unos cabrones con patas que hay que eliminar. Una ligera extrapolación del comportamiento adoptado en el juego a la realidad podría deshacer una sociedad.

[2] De romí, del árabe hispánico rúm, y éste del árabe clásico rūm: “bizantinos”, “cristianos”.

3 comentarios sobre “Sáhara Occidental. 3/4·1·2012. Zona de confort”

  1. Pues si lo que te gusta es contar… cuenta. Que aquí los que nos hemos quedado empachándonos con el turrón y no tenemos arena pegada en el pelo (de esa que tarda siete lavados y dos botes de suavizante en salir) agradecemos los dulces aires que llegan del sur.

  2. Esto igual valdría de fondo sonoro al ¡equipo! Aunque la antiírica que presumo en todos ellos hace difícil imaginarse al Indio dejandose llevar por música, por ejemplo 😉

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