Corrigiendo la novela

Me gusta escribir en la cafetería del hospital. Es otro de los lugares que he encontrado para estar a mi aire. Es un espacio generalmente vacío, un poco de plástico todo. Mobiliario barato de un hospital con pretensiones (es de alta resolución según pone en el cartel de la entrada) y pocos fondos. Pero es tranquilo, funcional, discreto. Me gusta.

He llegado aquí después de agotar otros escenarios. Otras cafeterías que ya dieron de sí. Como la de la Universidad, que estaba bien hasta que en octubre llego la manada de estudiantes. No van mucho a clase. Se dedican a flirtear, a dejarse ver, a anunciar a viva voz sus gustos. Es una reafirmación de la personalidad muy propia de la adolescencia. Es curioso verlos disfrazados con gorritos y gafas de sol, reunidos en la misma mesa y cada uno prestando atención a su móvil de última generación. Escribiendo mensajes para quedar con otros y volver a no prestarle atención. Es algo raro. Pero que voy a decir yo de rarezas.

El caso es que la cafetería de la Universidad ya no me satisfacía. Y necesitaba otro lugar. Encontré por casualidad la cafetería del hospital. Fui al oftalmólogo, a que me dijese qué me pasaba en el ojo. Obviamente el médico me dijo que no me pasaba nada. Aunque sigo sin ver. Pero qué esperaba. Los médicos actúan cuando la cosa ya está muy avanzada. Mientras tanto te mandan pastillas, o reposo. Eso de la prevención no está muy desarrollado.

Con las pupilas dilatadas me fui siguiendo la línea que separa las baldosas y preguntando topé con la cafetería. Llevaba un libro, de todo punto inútil en aquellas circunstancias. Me pedí un café y un cruasán (ando obsesionado con los cruasanes últimamente) y me dediqué a ‘licenciar’ las conversaciones que manaban de los grupos de médicos, residentes, celadores y público en general. Siempre he creído que en los hospitales hay argumentos muy interesantes para desarrollar.

Estuve allí un rato, por ver si las pupilas volvían a su sitio. Me gustó la calma del lugar. Había poco trasiego. El paro también ha afectado al sector pacientes. Así que me prometí volver y terminar de hacer la primera corrección a la novela de Bolivia y Paraguay.

Y aquí estoy. Al principio pasaba bastante desapercibido. Es mi especialidad, aclaro. Ayudaban los parches que llevo todavía en los brazos, tapando los mordiscos que me dio la negra aquella en California. Un esparadrapo de blanco inmaculado, aséptico. Cualquiera podía pensar que efectivamente había ido al hospital para una cura y que estaba en la cafetería de paso, estudiando (si dices que estas estudiando te suelen mirar con buena cara, si dices que estás escribiendo te toman por descarriado, lo he comprobado).

Pero al cabo de unas cuantas veces me voy ‘haciendo de notar’. Por más que me coloque en las mesas esquineras y no haga aspavientos. Un tipo escribiendo, puntualmente, cada día, acaba por llamar la atención. Creo que además inquieta. A ver si va a ser un bloguero de esos que pone bombas. Porque un tío que escribe tanto muy bien de la cabeza no puede estar.

Dentro de poco alguien preguntará. Lo sé por experiencia. Tardan unos días en perderte el miedo. Te empiezan a saludar. Y quizás al cabo de unas semanas (a veces ha tardado meses) el más curioso (suele ser la más curiosa, por cierto) no se puede aguantar y dice: ¿cómo es que escribes tanto? La respuesta puede ser disuasoria o amable. Si digo ¡uh!, puede salir corriendo, confirmando que el tipo está loco de remate, que probablemente escriba que odia a la sociedad y sandeces por el estilo. Así que procuro ser amable. Cuesta poco y te tratan mejor.

Pero basta de distracciones, que yo había venido aquí a corregir mi libro, que diría Umbral.

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