Tres puntos de apoyo para un nómada

En Barcelona encuentra cafeterías sofisticadas. Tanto, que el término “cafetería” resulta vulgar. Son espacios con sofás, amplias mesas en las que rebota el sol; diverso mobiliario de estilo desenfadado para albergar una fauna variada y exquisita. Hay una alta carga de tecnología y afectación en sus clientes.

Está rodeado de hípsters y chicas monas. De diseñadores de interior gays. De extranjeras que zampan panqueques sin piedad. Hay mujeres hiperindependientes que no sonríen lo más mínimo. Conversan con su ordenador. Rostros angulosos. Un cuerpo magro que habla de la severidad con la que se tratan. Con la que tratan a los demás. Hay desarrolladores informáticos ideando la aplicación que les hará ricos.

A veces piensa que quiere ser un hípster. Pero no le salen esas desaforadas barbas “ni pá dios”. Lo máximo a lo que llegó fue a una despeluchada barba tipo guerrillero sudamericano. Además odia los putos cupcakes y esas tartas que parecen hechas de plastilina.

Su estampa resulta un poco anacrónica. No muy juvenil. Escribiendo a mano. Sin portátil. Pero es lo que hay. Total, qué más da, está de paso.

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En Madrid se siente más cómodo que nunca. Los años que vivió en la capital fueron de desasosiego y prisas. Tormentosos, iniciáticos. Ahora lo ve de otra manera. Como un espectador de excepción contempla desde el fondo de su quietud cómo corren los madrileños para cruzar calles, coger el metro o subirse al tren. Es una competición eterna, frustrante, en la que, aunque todo vaya bien, como mucho puedes empatar.

 Y en este nuevo estatus de turista surgen ocurrencias que antes desdeñaba.

A la FNAC va a buscar libros pero compra dos discos de jazz. Selecciones de clásicos a un precio más que razonable. Está deseando ponerlos en el coche, que es donde escucha música. Cuando pasa por caja repara en que van a presentar un libro. Siempre ha pasado de estas cosas. Un poco por el virus de la prisa, que consiste en tener prisa aunque no haya motivo. Y otro poco por el rechazo que le produce lo gregario.

Esta vez cambia el guión.

Hay varios autores hablando de novela negra. Y una rubia preciosa, con desparpajo, que es la que parece manejar el cotarro. Para salirse de las presentaciones convencionales propone abrir una botella de Cutty Sark y repartirla entre los asistentes.

Y así, sin proponérselo, tiene unos discos de jazz, una rubia y un güisqui. Eso te pasa por salirte de la rutina, se dice.

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En Almería lo primero que hace, en cuanto tiene ocasión, es poner el coche mirando al mar y enchufar los discos de jazz. Como ha visto que las novedades le sientan tan bien añade un elemento a la composición anterior. Saca de la guantera una caja rectangular, metálica. Extrae un purito Montecristo. Palpa su textura. Tiene un buen punto de humedad. Lo huele. Lo prende.

El oleaje furibundo. Las gotitas de espray marino punteando el parabrisas. El humo acaricia los rincones más profundos. Y el Time Out del Dave Brubeck Quartet a todo gas. Mola.

Le viene la imagen de una alfombra puesta al sol a la que se la golpea para sacarle el polvo que se ha ido acumulando después de tantas pisadas y tanta penumbra.

La tarde se consume y el disco se acaba. Le queda un sabor acre en la boca. El mar sigue a lo suyo. Al amanecer allí estará. Más calmado. Lamiendo las orillas. Hasta que el poniente lo vuelva a activar.

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En Barcelona se dedica a pasear la cuadrícula de calles. Cada vez le son más familiares ciertos rincones. Reconoce dónde para el Aerobus. Tiene unas cuantas referencias bien aprendidas. Urquinaona. La torre Agbar. La cafetería de los hípsters, a la que vuelve.

Localiza la FNAC y se consigue otro discazo de jazz. El Cannonball Adderley Quintet. Se lo reserva para disfrutarlo junto al mar.

Sigue a su amigo el inglés en una alocada carrera en bicicleta por la ciudad. No sabe adónde van. Se limita a perseguirlo y estar atento a sus indicaciones. Hacía tiempo que no disfrutaba de esa sensación de libertad. Pasan por algunos de los sitios por los que ha caminado. Se sorprende de lo poco que se tarda en bici.

Le llevan a bares con solera. La barra de mármol, en las que van anotando a lápiz lo que piden. Vermut. Butifarra con garbanzos. Bombas. Encantadoras charlas de mediodía. A la vida se le advierten matices entrañables e ilusionantes.

Pasando por encima de sus prejuicios y de su estricto código moral ─cuya concepción y desarrollo le resulta arduo trazar─ se pide un cafetazo en un establecimiento de esa franquicia norteamericana fundada en Seattle.

El nómada siente envidia de cómo se hacen arrumacos algunas parejas en los cómodos sofás. Se acarician el pelo. Dormitan. Algún beso esporádico, distraído.

Querer y que te quieran. Una simpleza de alcance cósmico.

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En Madrid aviva la lumbre de viejas amistades. Duerme aquí y allá. Se cuela en el buffet de un hotel. Desayuna durante una hora mirando la Gran Vía por unos espléndidos ventanales. Comprueba que cada vez se apaña mejor con lo imprescindible.

Le oprime la falta de horizonte. No tener mar. Un aluvión de coches.

Conduce por las carreteras de circunvalación. Es más diestro de lo que pensaba. Ha ido aprendiendo a no tener miedo. Ha ido aprendiendo a que esto es un campo de batalla y no vale arrugarse. Adelanta, acelera. Tira de reflejos. Es más avispado. Se le va quitando ese aire de perro bobalicón y manso.

Se vuelve a salir de los lugares comunes. Conoce gente nueva. Un tipo con una guía de Tasmania con el que se pone a hablar. Una voluntaria de ACNUR que le convence para hacerse socio. Cómo no va a ayudar a los que se ven forzados a ser nómadas.

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En Almería reorganiza sus pertenencias. Podríamos decir que aquí tiene la jaima. Pasea por los espartales. Terreno abierto y rural. Las águilas perdiceras sobrevuelan los toyos y las pitas en busca de conejos. Vienen de la sierra, donde anidan.

Se acerca a la orilla del mar. Escucha cómo se mete por los recovecos. Por aquí es difícil toparse con algún hípster.

Corre por los senderos pegados a la costa. Encuentra una chimenea en la que calentarse y escuchar historias. Enciende su pipa. Bebe vino.

Pone en práctica las enseñanzas que ha ido absorbiendo por las tierras del norte. Entre otras cosas ha aprendido que ser capaz de reconstruirse con los restos que quedan de uno tras el naufragio te hace indestructible. Se hace un café con cardamomo mientras espera el amanecer. Y recuerda, con los primeros rayos, que fue feliz. Muy feliz.

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Los Escullos. Almería. Fotón de Leo Barco

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