El bosque

No puede más. Y ella tampoco. El hogar se ha convertido en un campo de minas. Un sitio a evitar. Allí nunca hay paz y las balas zumban cuando menos se espera. Es curioso porque la frenética vida de la familia hace que la casa ─espaciosa, acogedora, montada con gusto, llena de muebles caros y adornos aún más caros e inútiles─ sea la mayor parte del día un lugar tranquilo.

A las ocho llega Gladys para ayudar con los desayunos. Ellos normalmente ya están discutiendo con cualquier pretexto. Y, si no, se masca un incómodo silencio. Se rehuyen. Hace tiempo que utiliza el baño de servicio; el que está junto a la cocina y se supone que es para la asistenta y las visitas de menos confianza. Primero llevó su cepillo de dientes. Luego una maquinilla de afeitar y la espuma. Después una toalla y el peine. Ya es su cuarto de baño. Así se ahorran algunos roces.

Los niños parecen ajenos a la enorme brecha que se ha ido abriendo entre sus progenitores. Son niños y se distraen con cualquier pretexto. Son presa fácil de emociones y estímulos y parece que a nada dan trascendencia. Pero lo están mamando. Puede que no de una manera racional o consciente. Suponer que no se enteran es como pensar que las duelas de un barril con vino no se empapan de alcohol y taninos.

Desde que los niños son un poco mayores recurren a un medio de comunicación un tanto primitivo. Los utilizan como interlocutores involuntarios para tirarse los trastos a la cabeza. «Anda, dile a mamá que te compre unos zapatos nuevos, que estos dan pena, y que no se gaste tanto dinero en cremas». «Mira a ver si tu padre quiere venir este fin de semana con nosotros a casa de los primos o prefiere irse con sus amiguitos a pegar tiros a los animales».

Al principio se tomaban aquello como un juego en el que eran los protagonistas. «Que dice papá… que no te gastes el dinero en más cremas y… y… y me compres unos… unos zapatos», decía la niña, haciendo un verdadero esfuerzo por recordar punto por punto las palabras de su padre, vocalizándolas lo mejor posible con su mellada sonrisa, que había perdido dos dientes de leche; estaba de lo más graciosa.

Después los niños percibieron que no tenía nada de festivo. Rostros cetrinos, severos. Ni siquiera intervenían. Eran como mascotas en las que rebotaban las palabras. «Di a mamá que vaya apagando las luces, que se las deja todas encendidas y luego se queja del recibo». Y mamá decía «Vete a la mierda», en voz baja, como de soslayo. Y los niños miraban a los cereales. Y se los tomaban sin rechistar. Y estaban deseando largarse de allí también.

Menos mal que llegaba Gladys, que era muy zalamera y animosa, y rompía la acritud reinante. Llenaba los silencios venenosos. La acechante prisa vaciaba la casa, que por unos instantes se colmaba con los gritos entusiastas de los niños cargando con las mochilas, preocupados e ilusionados por nimiedades que lo eran todo.

Y era Gladys la que se quedaba disfrutando del casoplón. Qué paradojas. Con un sueldo miserable resulta que era la que pasaba los mejores ratos en la confortable casa, escuchando los pájaros del jardín. La luz se filtraba por los ventanales, regando las estancias, acariciando los sofás y las paredes. Olía a limpio. Plancha las camisas de él. Los vestidos de ella. Hace la cama de matrimonio. Recoge el cuarto de los niños. Se hace un café a media mañana y hojea el periódico del día anterior. El silencio solo interrumpido cuando el cartero cuando llama al timbre, o el jardinero viene a segar el césped y podar los árboles de cara al invierno.

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Mientras Gladys va cumpliendo con sus tareas, en un ambiente distendido y agradable, los niños están en el colegio. Poco a poco les van matando la vitalidad, metiéndoles responsabilidades, la sensación de tener que cumplir, de que es necesario pasarlo mal para después pasarlo bien. Encadenarán la escuela con varias actividades extraescolares. Llegarán a casa cuando haya oscurecido.

Él y ella. Cada uno en su coche. Se fueron bien temprano a la batalla. Necesitan conseguir cada mes miles de euros para inyectárselos a un proyecto en el que ya no creen. Así es muy difícil. Pero las facturas siguen llegando. La hipoteca. Los seguros. Los coches. Los niños; sobre todo los niños.

Es un ritmo brutal en el que apenas hay espacio para la reflexión. Para ver dónde está uno y tener una idea de hacia dónde va. La dirección en la que quiere ir. Los días caen. Los meses. Un año académico sucede al siguiente sin solución de continuidad. Apenas disfrutan de sus hijos.

De estudiante iba en transporte público a todas partes. No podía concebir que la gente pasase horas y horas de su vida en el coche. En los interminables atascos que se montan cada mañana y cada tarde para entrar y salir de la ciudad.

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Ahora lo comprende. Y adora que los atascos sean monumentales. En el coche es donde mejor está. Para ser más precisos. Era el sitio en el que más a gusto se encontraba. Poniendo la música que quiere. Al volumen que se le antoja. Sin embargo ha devenido en su segundo sitio favorito. El podio lo tiene el bosque.

Cuanto ha cambiado. No le reconocerían sus amigos de infancia, sus compañeros de clase. Siempre fue muy urbanita. Odiaba las excursiones al campo con el colegio. Hacía frío. Se aburría. Eriales llenos de pedruscos. Monótonos pinares, incómodos, sin sitios para sentarse.

El monte ha llegado a ser su hogar. Le calma caminar y escuchar sus pisadas; más si hay nieve o el suelo está helado. El roce de la ropa con la vegetación y las ramas. Tragar aire fresco cargado de humedad. El silencio. El maravilloso silencio.

En los interminables atascos ─primera, segunda, otra vez primera, avanzar unos metros, parón─ llegó a la conclusión de que la humanidad había retrocedido. No era un erudito, ni mucho menos. Había estudiado derecho, una carrera aburrida y multiusos, y luego había entrado en un buffet de abogados. Tenía un conocimiento superficial de las cosas, pero sabía lo suficiente de cada cuestión. Al menos para tener una opinión; o un discursito.

Sustentaba su teoría de la regresión en un par de documentales que había visto sobre la Prehistoria y en una enciclopedia que había mirado por encima. Se imaginaba a hombres vestidos con pieles que caminaban con lanzas, durante días y días, en pleno invierno, en busca de un mamut con el que alimentar a la tribu. Por el contrario la manera de procurarse alimento y abrigo en los tiempos modernos le parecía de lo más triste y fútil. Hacía una serie de gestiones, de llamadas. Agradaba a unos clientes. Perdía el tiempo mirando cosas por internet que en el fondo no le interesaban. Hacía acto de presencia. Escribía informes en un enrevesado lenguaje jurídico. A cambio le daban unos cientos o miles de euros y con ellos se iba a cazar filetes y copos de avena al Hipercor.

La cosa en los últimos años era aún más etérea. Él nunca llega a ver doblones de oro, monedas de cobre o piezas de acero por su trabajo. Ni billetes de papel. Tampoco pagaba con ello. El dinero era invisible. Transacciones electrónicas a través de servidores que nadie sabía dónde estaban. Era todo tan poco trascendental, tan vacuo. Por hacer la vida más cómoda, la humanidad había arrasado con el mapa de sensaciones; las malas, pero también las buenas.

Esta era su filosofía particular, alimentada a base de atascos y desidia. De frustraciones conyugales (con yugo). En este caldo de cultivo surgió la idea de hacerse cazador. De matar un animal y comérselo. De ir al bosque.

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Anhelaba que terminase la veda. Madrugaba sin sentirlo. En el garaje se hizo un hueco para disponer el equipo. Le gustaba limpiar la escopeta. Redistribuir la munición. Tener todo a punto. Tendría que hacerme con un arco, se decía. Porque esto de la escopeta es un poco trampa, musitaba.

Se juntaba en los bares de carretera, al alba, con otras partidas de cazadores y sus rehalas. Vestidos de camuflaje. Tomando un café bien caliente. Un carajillo. El vaho se condensaba en el frío de las duras mañanas. Poco a poco clareaba. El sol iba templando. Escuchaba cómo crujía la hojarasca bajo sus pies. El apresurado vuelo de un arrendajo. Olía las jaras, el tomillo. Estaba atento al menor movimiento. En tensión.

Al principio de sus correrías llegaba a casa exhausto, feliz. Apenas discutía con Marta. Y eso que ella le pinchaba. Tenía motivos para ello. Él se iba todo el fin de semana por ahí. Los críos echaban de menos a su padre.

Después la vuelta al hogar, a la casa que había que seguir pagando durante años, se le hacía insoportable.

«Sabes», le confesaba a su amigo Rodrigo, «cada vez que voy al bosque daría lo que fuese por no salir de allí, no volver a casa nunca. Dormir donde pille la noche, a la intemperie. Caminar y caminar. Renunciar a todo de golpe, sin trámites». Tenía lágrimas en los ojos. «Me quedaría en el bosque para siempre».

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EPÍLOGO (TAMBIÉN SIRVE DE PRÓLOGO)

La historia de El bosque se la contó Rodrigo a Mórtimer en aquella cena que se debían desde hacía años. Fue a colación de la Teoría del Limbo. A Rodrigo, perro viejo, lo del Limbo le sonaba familiar, pero no le parecía una mala situación. Es cierto que hay altas dosis de incertidumbre, pero eso se debe a que hay muchas opciones abiertas, lo cual puede resultar ventajoso si se saben jugar las cartas.

«Hay cosas peores», dijo para a continuación dar un sorbo a su café, creando una pausa enigmática. «Hay situaciones mucho más difíciles, con muy poco margen de maniobra». Y le contó la historia del bosque.

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