Lucha de gigantes

De momento no conozco a mucha gente por aquí[1]. Y menos a quien le guste a ir a la montaña. Y menos aún a alguien que se levante a las seis de la mañana un sábado.

A esas horas el vecindario duerme. Tengo una hora y media hasta La Roza. Dejaré el coche en el merendero. Antes tendré que parar a desayunar en algún lado. Después un número indeterminado de horas, puesto que no tengo muy claro el recorrido. Oscurece a las seis. El madrugón es innegociable.

No puedo evitar la melancolía que envuelve toda la operación. Ir en solitario. Con el frío que hace. A deshoras. A contracorriente. Siempre a contracorriente.

Cuando el sol tiñe los afilados perfiles del desierto de Tabernas tienes dos opciones ante tanta belleza. Caer definitivamente en la depresión, sentirte pequeño, anonadado. O admirar el regalo y sentirte un privilegiado. Y que te lo mereces, ¡qué coño!

Para no desmoronarme pongo el recopilatorio de Antonio Vega. Desde hace unas semanas es mi banda sonora. Y como en días anteriores escucho una y otra vez Lucha de gigantes, porque de eso se trata. De hacer cumbre subiendo por un barranco impenetrable.

El Barranco de La Mina es una hendidura en la sierra que la vegetación ha ido colonizando. Una acequia árabe recién restaurada saca el agua desde el pie de unas chorreras hasta la vega. Sigo la canalización abriéndome paso entre las zarzas. Trepo taludes, entre jaras y lascas de piedra que se desmoronan cuando me apoyo en ellas.

He salido hipermotivado del coche. Tras haber desayunado media de tomate y un café. En la cabeza la melodía de la canción de marras. Convierte el aire en gas natural.

No hay senda, empezamos bien. Camino como un cafre. Campo a través. Un duelo salvaje advierte.

La pendiente y la dureza del terreno me van rebajando ese punto de soberbia con el que había arrancado. Tengo enfrente unas paredes negras de la humedad que rezuma. Lo cerca que ando de entrar en un mundo descomunal. Aquí empieza la acequia. Saco el mapa. Tengo que dar un pequeño rodeo y para eso lo inmediato es salir del hoyo en el que me he metido. Alcanzar el pinar que se ve allá arriba. Después ya veremos. Siento mi fragilidad.

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Esta segunda fase es de resistencia mental. La subida no cesa. El aire está cada vez más frío. Tengo unas cuantas heridas en las manos. Los pantalones rasgados. La batalla con la maleza fue entretenida. Vaya pesadilla, corriendo, con una bestia detrás.

Sigo los pinos hasta que se acaban. A esta altitud el frío restringe la cubierta vegetal a piornales y agracejos. Unas cabras monteses rehúyen. Miran con recelo. Y con cierta curiosidad. Tengo la cabecera del barranco a huevo. Aprieto el paso. Hago cumbre y veo el mar. Como algo. Un poco de queso, almendras. Escucho el graznido de un bando de chovas.

Sopla el viento. Me abrigo. Soledad suprema. Me da miedo la inmensidad. Donde nadie oye mi voz.

Hay que pensar por donde bajo. Retomar el barranco es difícil, pero lo voy a intentar. Destrepo cantiles. Me asomo a desniveles interesantes. Y claro, al final llega una situación comprometida. No me digas que no lo ibas buscando. Creo en los fantasmas terribles. De algún extraño lugar.

Atravieso una repisa haciendo equilibrios. La pizarra se desgaja. O salto o retrocedo. En medio una hostia que me puede dejar en el sitio. ¿Por qué será que nadie se apunta a estas excursioncitas?

Mientras evalúo la situación los brazos se me cansan. Y en mis tonterías. Para hacer tu risa estallar. El material parece ceder. “Enriscome”, que dirían en Asturias.

Para saltar he de tener la seguridad de atinar bien en la plataforma de aterrizaje. El principal problema es… Oh, vaya, una piedra de la pared se ha salido; ya solo me queda un agarre; tiro la lasca, total, no creo que ya sirva de mucho. El principal problema es, venía diciendo antes del percance, que al girarme para dar el brinco la mochila puede tocar la pared y desequilibrarme.

Retroceder significa volver a trepar cosas que ya veremos si puedo. Y un rodeo importante. Queda una hora de luz. Ves, había que madrugar más.

Me doy la vuelta. Deja de engañar. No quieras ocultar. Que has pasado sin tropezar.

Empiezo a tener las piernas cargadas. Hay que subir bastante, otra vez, para recuperar la perspectiva y ver por dónde meterle mano a la bajada. Tiro de las almendras. Y gasto el comodín de la chocolatina. Un poco de agua.

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Media hora de luz.

Ya tengo un plan. Si apuro el paso llego a ese otro pinar. Y atravesándolo no hay peligro de despeñarse. Por el pinar llego a la pista en la que aparqué el coche. Va a ser incómodo ir entre las ramas, medio agachado, pero es la alternativa más segura.

Troto cuesta abajo. Saco el frontal. Anochece.

Empieza a bajar la temperatura. Hay que mantenerse en movimiento. Me pongo los guantes y aprovecho para finiquitar la bolsa de almendras.

El problema de estos bosquetes de repoblación es su densidad de plantación. Es altísima, lo que se traduce en árboles enanos y enmarañados. La intención era proteger al suelo frente a la erosión que se desencadenó con la tala masiva del bosque original. Que a su vez fue consecuencia de la minería. Hay que ir muy atento para no sacarse un ojo.

Tropiezo con unos jabalíes que salen zumbando. Monstruo de papel. No sé contra quien voy ¿O es que acaso hay alguien más aquí? Menudo susto que nos hemos llevado todos. Por fin doy con la pista. Estoy hecho unos zorros. Lleno de raspones y con la ropa sucia.

Un rato de camino cómodo. Aunque ya va haciendo frío. Llego al coche y me cambio de camiseta. Qué gusto de ropa seca. Pongo la calefacción a tope. Noche cerrada de otoño. Ya no queda nadie en el merendero de La Roza.

Me voy a por un café calentito. Y pongo mi canción: Lucha de gigantes, convierte el aire en gas natural.

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Y al día siguiente, dolorido y lleno de agujetas, pasé las horas junto al ventanal, como un gato. Calentado por el sol. Dormitando.



[1] Año 2008. Tres meses en Almería. Dadas mis escasas habilidades sociales tiempo insuficiente para conocer gente.

2 comentarios sobre “Lucha de gigantes”

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