La cabaña

En un pequeño claro, en el collado que hace de divisoria de aguas, un refugio de tablones claveteados y mal encajados, por las que se cuela el humo, da tregua y reconforta al viajero de estas lejanas montañas del Kanchenjunga. Los troncos apilados en sus paredes prometen lumbre. Al viajero le parece bien el descanso, una taza caliente de algo; viene empapado. Las nieblas perpetuas que envuelven estos bosques de rododendros, unidas a las frecuentes lluvias, explican los caudalosos ríos que recorren el fondo de los profundos valles; y que el viajero esté calado hasta los huesos.

El camino es resbaladizo y las pendientes memorables. A veces una sucesión de peldaños interminable. El viajero ha sudado por el camino, se ha mojado con el agua que destilan los musgos y líquenes que adornan el bosque. Cuando llega al umbral de la puerta de la cabañita y atisba las brasas, cree que allí podrá entrar en calor, comer algo y dar descanso a sus doloridas piernas.

A pocos metros de la cabaña el terreno se ha vencido. Un enorme socavón corrobora la juventud de estos relieves imposibles que, a pesar de estar cubiertos de una frondosa vegetación, se desmoronan sin previo aviso, taponando los caudalosos ríos y obligando a los lugareños a abrir nuevas sendas entre enormes pinos y torrenteras que socavan el terreno.

Al viajero le explican que la montaña se derrumbó hace pocos meses. El estruendo fue sobrecogedor. Ocurrió una noche y por suerte no murió nadie. En realidad lo que ahora se ve es la superposición de varios deslizamientos que cualquier día sepultarán la ruta menos larga entre el campo base del Kanchenjunga y Taplejung. Puede que la cabaña también se vaya abajo. No es descabellada la conclusión a la vista del sendero que, a pocos metros de la puerta de la cabaña, se interrumpe abruptamente y cae al vacío.

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La olla con agua hirviendo es el corazón palpitante de la cabañita. Nunca para de gorgotear, apoyada sobre una rejilla negruzca, acariciada por las llamas que salen de los leños. El agua caliente es la base de los tés y de los noodles; también del arroz hervido que da lugar al principal plato de las altas tierras del Himalaya, el dal bhat.

Al viajero le parece bien cualquier cosa que esté caliente. Mientras el cocinero ─el dueño de la cabaña─ se afana en cocer unos noodles, aprieta con sus manos frías el pote con té. El vapor le tiñe la cara curtida, mira al fondo y se siente dichoso. Es como cuando era un niño y danzaba por el patio, por los jardines, construyendo y habitando cabañas, a resguardo de la intemperie.

La ropa se seca despacio. No quiere pegarse mucho a la lumbre. Cometió ese error con anterioridad y fruto de ello es el agujero que tiene la bota, tapado con cinta americana, por donde entra el agua con cada pisada. A su llegada un grupo de arrieros daba cuenta del dal bhat, que sirven en escudillas de aluminio, colmándolas. Comen con la mano, rebañan hasta dejarlo reluciente. El primer plato lo devoran rápido. La segunda y la tercera ración las comen con más sosiego. De vez en cuando beben agua caliente, agua de la marmita.

Huele a especias. Apenas hay conversación. El lugar es tranquilo, escuchan la lluvia y el crepitar de las brasas. Es un remanso de paz la cabañita. En el lejano y salvaje este nepalí. Rodeado de montañas, de naturaleza, de bosques indómitos. Estar caliente y comer algo. Con eso se conforma el viajero. Se aplaca la ansiedad, los pensamientos nocivos se disuelven. No es de extrañar que algunos movimientos espirituales como el budismo nazcan al abrigo de un paisaje que maravilla, abruma y reconcilia.

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El cocinero tiene un ayudante-aprendiz. Un chaval despierto que heredará el negocio de su padre. Sale cada poco y vuelve con troncos húmedos que, con pericia y sonrisas, coloca entre las brasas. Poco a poco son devorados, convertidos en el humo que sale por las rendijas, en el calor que calienta las manos. También lava los platos y las tazas que van quedando desocupadas, en un barreño de agua sucia que vacía en la parte de atrás de la cabaña. De tanto en tanto rellena la marmita con agua, para que siempre esté rebosando, borboteando.

Los abrigos que gastan los lugareños ─todos permanecen con él puesto─ están renegridos por la carbonilla de los fuegos, la principal fuente calorífica de estos valles. Pasan muchas horas al año sentados en torno al hogar, sobre todo en invierno, cuando el frío muerde de verdad, o en la época de los monzones, en las que llueve más si cabe.

El viajero va dando cuenta de sus noodles, picantes, como a él le gustan. Llega una nueva partida de hombres mientras los anteriores se pertrechan. Pese a la lluvia deciden continuar hacia Yamphudin. Aún no se habían secado del todo, pero han de partir si no quieren que la noche les atrape. Se despiden amablemente y se alejan por el sendero. El bosque les engulle pronto.

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Desde que se descolgó del grupo se siente más extraño si cabe. Desde que salió de Madrid se sentía bajo de ánimos, triste, lejos de identificarse con la algarabía que le rodeaba; bromas, cánticos incluso, ilusión desbordada. Convenció a todos para que siguieran su ruta hasta Tserang y de ahí al glaciar Yalung. No os preocupéis, estaré bien, le dijo con su mejor cara para que se fuesen sin remordimientos. Nos vemos en Katmandú, remachó.

El viajero necesitaba estar solo, volver a sus orígenes, reencontrar su identidad. Poco a poco lo iba consiguiendo, las heridas de su alma se iban restañando. Volver a empezar de cero es volver a nacer; cada día hay una oportunidad. Le ayudaba conocer de cerca la vida de los pobladores de esos bosques encantados, donde la naturaleza feroz y armoniosa marcaba las pautas. Pasar el día en esas cabañas, ser un espectador más de las trombas de senderistas que paseaban por allí, pendientes de las fotos, algunos obsesionados con hacer cumbres que los originales habitantes consideran las moradas de sus dioses; picos cubiertos de hielo que jamás se plantearon escalar. Bastante tenían con ir sobreviviendo en un ambiente tan hostil.

El viajero, en su ascenso al collado, donde está la cabaña con la marmita, adecuó sus pasos con los de un hombre, un arriero, que llevaba a sus espaldas más de cincuenta kilos de carga. Iba cubierto de harapos y su calzado eran unas sandalias que no siempre llevaba puestas. Es un tipo flaco, muy fibroso, que parece vaya a descoyuntarse cuando se pasa por la frente el trapo con el que carga buena parte del peso. Es uno de esos eternos caminantes del reino de las montañas, llevando mercancía de una aldea a otra, salvando desniveles tremebundos, y todo ello por un sueldo miserable que se le va en alcohol y cigarrillos.

El viajero le da tabaco y conversación. Le acompaña en su recorrido. Se para cada vez que el hombre necesita descanso. Cuando lo hace el bastón con el que camina lo coloca a modo de calza entre su carga y el suelo; le explica que colocar todos los bultos que lleva en un orden que le permita andar y subir montañas requiere tiempo y pericia. Prefiere esta solución, dice mientras echa un cigarrito.

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Durante estos días moribundos que camina sin rumbo claro, ha tropezado con escenas que le enternecen y a la vez le recuerdan su cobardía o, para ser menos crueles, su falta de madurez. En los senderos que cruzan el bosque, comunicando cabañas y aldeas que cuelgan de la pared, da con un padre que lleva de la mano a su hija. Ambos van cargados, van a la escuela. Cada día hacen un camino que podría ser una prueba de ultra resistencia. Ignoran peligros, deslizamientos, lluvias y truenos. El viajero ha podido constatar, tanto en los valles más bajos cuyas laderas están revestidas de arrozales, como en los más altos, la última frontera con las nieves perpetuas, la prioridad indiscutible que tienen los lugareños por que sus hijos vayan a la escuela. Hacen lo que esté en su mano para que aprendan a leer y escribir.

El viajero trata de ir asimilando la realidad con la que convive. No abandona del todo sus miramientos y precauciones, no acaba de sacudirse toda su tristeza, pero está mejor. ¿Qué pensaría el hombre que lleva a su hija al colegio si el viajero, que prácticamente le dobla la edad, le dijese que no tuvo hijos por miedo a la recesión, al paro, a renunciar a ciertas experiencias como estas de ir al Himalaya?

No puede conocer las aspiraciones de esta gente que habita, de verdad, las montañas. No puede evaluar el impacto de las nuevas tecnologías en sus costumbres. Ahora existen ventanitas por las que pueden asomarse al mundo materialista, lleno de comodidades, medicamentos, entretenimientos, banalidades, que ha sido vendido como el modelo de éxito y felicidad, a lo que parece que hay que aspirar, y que va promoviendo un desarrollismo que va ascendiendo desde las tierras bajas hasta estos valles abancalados, estos bosques impenetrables, colmados de naturaleza en estado puro.

El viajero no pone en duda los logros de la civilización de la que forma parte. Es consciente de que su visión de la vida en el Himalaya es sesgada, fruto de su caminar pasajero. Pero hay algo que es empírico, incuestionable. Toda esta gente con la que se va cruzando, que vive sometida a las inclemencias, que se alumbra con velas y jamás tendrá las cosas a un clic, que como único medio de transporte tiene sus piernas, jamás pierde la sonrisa. Eso no quiere decir que no puedan llorar o sufrir, más en estas circunstancias de exposición a los elementos, pero lo cierto es que la mayor parte del tiempo sonríen y tratan con amabilidad al prójimo. Esto es algo que el viajero debería aprender e interiorizar.

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Entre divagaciones ha ido pasando la tarde. Ha tomado más té, ha comprado un paquete de galletas. La tormenta arrecia. La nueva remesa de arrieros espera con impaciencia su dal bhat. Oscurece y no escampa. El viajero decide pasar la noche en la cabañita. Cuando por fin ha entrado en calor y se ha secado, escribe en su cuaderno parte de sus disquisiciones; todos a su alrededor miran con curiosidad, comentan en una lengua extraña las aficiones de estos seres occidentales que se adentran hasta aquí.

Se encienden algunas velas. La luz temblorosa sacude los rostros cansados. Extienden mantas y sacos de dormir por el suelo. Ha vuelto a cenar noodles y un poco de carne de unas latas que guarda en la despensa el dueño de la improvisada hospedería. Cierra los ojos y sueña con los leopardos nebulosos que habitan estos bosques nublados, tan difíciles de transitar, tan incómodos para vivir, en los que apenas entran los rayos del sol. Con la lluvia repiqueteando en el techo evoca los ríos que cruzó por la mañana. Torrentes que asustan con su fragor e impetuosidad, solo vadeables mediante puentes que se convierten en las piezas claves que articulan el territorio.

Parece que hace un siglo de aquellas andanzas, prueba de que el tiempo, en efecto, no existe.

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*El lector puede encontrar una visión completa de aquel viaje en este mismo blog.

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