En misión pedagógica

Parece que por fin ha encontrado un hueco en el sistema educativo. Los requisitos y obstáculos hasta conseguir dar clase, aunque sea unos meses, hacen pensar que tenemos unos profesores que son lo más excelso de la sociedad. Gente sapientísima, hiper-preparada. Sí, por fin una suplencia de seis meses, loado sea el señor.

Desde luego Juan cumple sobradamente con lo que se espera de un profesor: un vasto conocimiento tanto de las materias que ha de impartir como de otras disciplinas, que le permiten saltar de un campo a otro y conectar transversalmente unas cosas con otras. Y en segundo lugar, la vocación necesaria para transmitir al alumnado el amor por el saber y el conocimiento.

Tarda pocos días en darse cuenta de que el discurso elaborado que normalmente usa ha de diluirlo en varios quintales de agua para que los chavales le entiendan mínimamente. Ocurrió el día en que sus alumnos, pasmados, algunos pendientes de sus diversos artefactos con cámara, wifi, bluetooth y demás gadgets, los más, somnolientos, veían a aquel señor mayor relatar un viaje por un territorio que parecía de ensoñación.

Hablaba de cómo el Guadalquivir, que nace en las lejanas y abruptas sierras del oriente andaluz (oriente era una palabra que enseguida relacionaban con los Reyes Magos de Oriente), bebía aguas de diversos afluentes y formaba una gran vega en la que muchos pueblos se habían asentado históricamente. Quiso hacer ver que la fertilidad del suelo provenía de los sedimentos arrastrados y depositados en las zonas más llanas. Improvisó un paralelismo con el Nilo, lo cual le llevó a hablar de Egipto y citar muy levemente su historia. El Valle del Guadalquivir, continuaba, es un corredor natural por el que van las grandes vías de comunicación, como la A4, que…Y entonces alguien levantó la mano y sin aguardar a que el profesor le diese turno para hablar hizo un alarde de sabiduría: ¿qué valle? En un tono retador. Si eso es todo plano, justificaba, los valles están en las montañas, concluía.

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Juan, lejos de desanimarse, hizo acopio de su infinita paciencia y empezó a dibujar tipos de valles en la pizarra. Valles glaciales, valles fluviales. Le encantaba eso de salirse del guión y poder explayarse. Terrazas fluviales y llanuras aluviales. Animado por su propia verborrea hizo la siguiente pregunta ¿Y por qué creéis que Palma del Río se llama así? Gran parte de los alumnos del instituto de Écija tenían alguna idea de la existencia de ese pueblo, a unos treinta kilómetros. Entre Córdoba y Sevilla hay varias localidades con nombre parecidos: Lora del Río, Alcolea del Río, Ochavilla del Río, Vilanueva del Río, etc…

Los alumnos conseguían imponer su actitud de desconfianza. Miraban un poco con los ojos entrecerrados a aquella figura que se movía nerviosamente entre la pizarra y la mesa. Los brazos cruzados, echados hacia atrás. Parecía que era Juan el que se examinaba. Hasta que uno, un chaval tatuado, con una cresta y con pinta de perdonavidas se atrevió a preguntar: ¿Y de qué rio?, planteando lo que él creía era la trampa que encerraba la cuestión.

No daba crédito. Juan no era capaz de asimilar que los chavales no relacionasen su discurso sobre el Guadalquivir, que únicamente pretendía contextualizar el paisaje que todos ellos habitaban y entender el porqué de carreteras, pueblos y cultivos, con el de Palma del Río.

Pues de que río va a ser, del Guadalquivir. El chaval no se dejó amilanar. Pues yo he estado allí y no he visto ningún río. Bueno, el río no pasa por el pueblo, contestó Juan, pero está cerca. De hecho cuando hay inundaciones el Guadalquivir puede llegar hasta el pueblo. Es más, en Palma hay dos ríos, el Genil y el Guadalquivir. Lo cual le llevó a hablar de Puente Genil, a preguntar el porqué del nombre, explicar que ese otro río nacía en Sierra Nevada y citar la Alhambra y el arte nazarí.

Con su caudal de sabiduría Juan abrumaba a unos chavales cuyo principal interés eran los cuartos de final de la champions, las redes sociales y llegar a tiempo para ver Hombres, mujeres y viceversa.

Juan, de raigambre profundamente voluntariosa, tenía muy inculcado el deber social. Se sentía como parte de un enorme mecanismo y tras años de estudio y aprendizaje consideraba que nada mejor que poner sus habilidades al servicio de la educación para contribuir con su granito de arena a un mundo mejor. Se identificaba con los altruistas voluntarios de las Misiones Pedagógicas y entendía que los intereses del alumnado no fuesen los temarios de filosofía o matemáticas; él mismo, recordaba, de chaval prefería patinar que leer geomorfología.

Con esa esencia de insecto social, que antepone el bien de la colmena al suyo, aconsejó a los alumnos que prestasen atención a la sección de ‘El tiempo’ que todos los telediarios ofrecían. Le parecía que ver el mapa de España cada día, les ayudaría a identificar provincias, ciudades, accidentes geográficos y podrían absorber poco a poco información muy útil. Una chica, sin embargo, hizo una pequeña observación demoledora ¿Y para qué quiero saber todo eso? Pongo el móvil y que me lleve. A Juan le entraron ganas de hablar de la proyección Mercator, de la teledetección, de la topografía, pero ya no le quedaban fuerzas. Era su primera semana de clase.

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Abel, tras un recorrido de muchos años en la enseñanza, había visto como el entusiasmo inicial por enseñar se fue diluyendo. Hasta el punto de que ir a clase era un suplicio. Testigo privilegiado de su propio derrumbamiento, observaba cómo la vertiente pedagógica del profesor va dando lugar a una mucho más práctica. El docente se va convirtiendo en una especie de guardián, pero no del saber, sino de unos cuantos niños consentidos que harán uso de las leyes que los sobreprotegen en cuanto trates de meterlos en vereda, le decía un profesor “quemado”, uno de esos en los que jamás, aseguraba con firmeza, se convertiría.

Los inspectores de educación (que a su vez siguen protocolos, instrucciones y temen represalias) se inquietan profundamente cuando en una clase suspende más del cincuenta por ciento del alumnado. La reprimenda recae en el profesor y no en el alumno, dado que se asumen malas prácticas docentes. Tras ser coherente con sus principios, tras varios intentos por dar clases amenas, tras hacer de profesor duro y de profesor amigo, uno acaba por rendirse e imita el devenir de los profesores más quemados. Les apruebo y paso la pelota al siguiente eslabón de la cadena, me contaba Abel.

Eso se traduce en que la media para aprobar esté, en muchos casos, en el dos y medio. Y así, en unos años, encontramos alumnos de ingeniería que se encojen de hombros cuando se les plantea que calculen la media de tres números. Pero que pasan al curso siguiente, porque si suspende el ochenta por ciento de la clase el profesor tiene un grave problema. Será analizado, interrogado, quemado en la hoguera, hasta que confiese: si, he sido yo, lo siento, no debí insistir en que la tierra es redonda, ni presionar para que se estudiasen de memoria, ¡de memoria!, los elementos de la tabla periódica.

La enorme brecha generacional entre profesores que se incorporan al sistema educativo, más cerca de la jubilación que de su propia formación, podría explicar estos desencuentros. Sin embargo creo que es un síntoma de un síndrome más apocalíptico: el fin de un Imperio.

La hipótesis se la escuché a Luis Antonio de Villena en la presentación de su último poemario, Imágenes en fuga de esplendor y tristeza, en “El ojo crítico”. Lo describía muy bien en la entrevista: “Cuando el Imperio romano acaba y entran los godos y los ostrogodos, etc., se produce una gran destrucción, una conmoción terrible. Una estructura extraordinaria como era el Imperio se cae, se deshace, se rompe. Ese punto del acabamiento es el que estamos viviendo ahora y tenemos la sensación del último romano, de que el tiempo nuevo que llega tú no lo entiendes y él no te entiende a ti. Tú hablas un lenguaje que ya no es comprensible para los bárbaros que llegan”.

No es salto generacional, es la caída de un imperio. Desde luego la descomposición no se restringe a un sistema educativo remozado cada dos por tres. Otro indicio muy vinculado al fin de los imperios, la corrupción, se extiende por los más variados estamentos. Los desfalcos económicos tocan todos los palos: políticos, deportistas, empresarios, esferas institucionales y un largo etcétera que no dará tiempo a investigar y prescribirá.

La mala educación está generalizada, señala Villena, vinculando el hecho al nivel educativo: “Los niveles culturales en España son lamentables. Incluso está fallando la educación cívica. Hoy día vas por una calle, te chocas con alguien que se cruza en la acera contigo y ni siquiera te pide perdón, ni siquiera se aparta; son de una terquedad absolutamente terrible”.

El vacío existencial, la deshumanización y asilamiento que, paradójicamente, ocurre en la era más hiper-comunicada que jamás ha existido. La conversación, la tertulia, han sido secuestradas por la banalidad más absoluta. Mirad esta pobre señora, en la foto de abajo. Seguro que estuvo toda la semana ilusionada porque venía la familia, sacó unas pastas para agasajar a sus invitados, que permanecen en sus mundos virtuales. No entiende a esos bárbaros que se sientan en su sofá.

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Que el Imperio caiga es una tragedia para los que lo habitan y no consiguen adaptarse a lo nuevo. Se extinguirá y sobre sus ruinas bailarán los habitantes del nuevo Orden. Ya cayeron muchos imperios, muchas formas de vivir y la bola, el mundo, siguió girando. Los que todavía adoramos leer libros de papel somos diablos para los que, con razón, temían que la aparición de la imprenta masificase la lectura en detrimento de la tradición oral. Los lectores acabaron con algo milenario: el transvase de padres a hijos, de maestro a alumnos, de la sabiduría ancestral. Era más cómodo apuntar que retener de memoria tanta información. Fue un paso atrás. Y también un paso hacia delante.

Sugiere Jordi Llovet, en un artículo publicado en EL PAÍS, que estamos pagando el peaje que supone arrumbar las Humanidades, para dejar todo el campo a los alardes del progreso científico-técnico; tecnología de astronautas en manos de chimpancé.

Olvidamos el latín y otras buenas costumbres. Abandonamos la pausa y el campo. Flaubert, en 1872 (no es el siglo pasado, ¡es el anterior!) escribía esto a colación de un plan de estudios en Francia que ponía el deporte por encima de la literatura: “Estoy asustado, aterrorizado, escandalizado por las gilipolleces cardinales que gobiernan a los seres humanos. Eso es algo nuevo; por lo menos en el grado en que se produce. Las ganas de alcanzar el éxito, la necesidad de triunfar a toda costa —debido al provecho económico que se obtiene— le ha minado a la literatura la moral hasta tal punto que la gente se está volviendo idiota”.

Si Flaubert se asomase a cualquier telediario de hoy, alucinaría con los referentes de nuestra época, futbolistas descerebrados que son los modelos a imitar.

¿Podemos ser algo más que meros testigos del derrumbamiento? ¿Merece la pena formar parte de la siguiente era? ¿Hacerse pasar por bárbaro?

Juan, que rezuma optimismo y es fiel a sus ideales, prepara con mimo y cariño una excursión para que sus alumnos viajen por esos paisajes que describe en clase. Cree que es posible. Jordi Llavet también esboza algunas propuestas en su artículo. Yo tengo más dudas. Cada vez que hablo con un profesor y me viene el mantra ese de que la solución está en la educación, no puedo más que consolarme con las palabras de Luis Antonio de Villena “la literatura, el arte, la música son placeres, son sobre todo placeres, modos del gozo, modos de experimentar un epicureísmo vital que nos es muy necesario”.

Me considero un privilegiado por tener acceso a ese mundo que desaparece, en el que hay tantas cosas para disfrutar y sacarles partido. No seré un converso, caeré con el antiguo modo de vida. No me seduce este nuevo orden, todo computarizado, el Imperio de la técnica. Vigilado por tu seguridad, inspeccionado por Google, que toma decisiones por ti.

No puedo ser optimista, aunque me rio mucho con las anécdotas que cuenta Abel. En un nuevo intento por seducir a los alumnos pone fotos de sus viajes, habla de los cánidos salvajes. Cuando por fin los alumnos entienden qué es un can y qué es un cánido uno interrumpe la clase. Y la sandez es memorable. A mí el cánido que más me gusta es el Huskie sevillano. Y se queda tan ancho.

Hemos fomentado el descaro y promulgado el atrevimiento, la osadía. España era una nación acomplejada ante sus vecinos europeos y hemos aprendido a competir. Pero se nos ha ido la mano. La arrogancia y la displicencia se han apoderado de la sociedad. Una cosa es ser participativo en clase y otra avasallar.

Así que cuando Abel trata de explicar al alumno que no es sevillano, sino siberiano, el alumno se molesta. ¿Cómo iba a corregirle un profesor? ¡¿A él?! ¡Pero qué más da!, respondió airado. Hombre, pues si da. Las características morfológicas del Huskie responden al bioma en el que surgió. En Siberia hace mucho frío, y en Sevilla mucho calor. El alumno no cejaba en su empeño. Pues que adapte, rebatió.

Era inútil. Así que hubo que crear una explicación no fuese que el niño se molestase y lo denunciase ante la inspección. La siguiente clase Abel puso una foto del Huskie sevillano perfectamente adaptado al rigor del verano en Sevilla. Ves, el Huskie sevillano en su guarida, esperando que llegue el verano para ir a cazar gorriones en el Guadalquivir.

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Acaba una era y empieza otra. Es un poco vergonzoso el legado que dejamos, tendrá complicado competir con el Panteón de Agripa. Al menos los romanos cayeron con dignidad.

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2 comentarios sobre “En misión pedagógica”

  1. …. Si es molesto ver la soberbia de la ignorancia en aquellas personas que formándose descartan el gusto por el saber y el conocimiento…. ante su falta de practicidad en la sociedad en la que viven, que por otro lado les anima a autoafirmarse en ser esos “listos-tontos”….
    …. Pero también hay parte del profesorado, no todos por suerte, que están en esa desidia acomodada que los va reafirmando como MALOS profesionales… por que claro es difícil trabajar cuando te inundan en papeleo, te bajan las clases a 45 mt, te masifican las aulas…. y claro se convierten en los emisarios de santillana, anaya, vicens vives……
    Todos somo actores y culpables…. queremos y creemos realmente en la necesidad del individuo de formarse como tal en su propio autoconocimiento y valor, para poder enjuiciar presente pasado y futuro?
    Quiero pensar que si, que somos algo mas que un numero de cuenta una dirección de correo y un emoticono en el wssp….
    Acometernos realmente de forma TRANSVERSAL Y DIVERSA, no queremos trabajar con el individuo sin no con la masa y eso es complejo….
    TODOS SOMOS PARTE ACTIVA EN LA EDUCACIÓN … somos conscientes de esto?? sabemos interactuar para perseguir este objetivo….???
    EN ELLO ESTOY….

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