Sine agricultura nihil

A todos mis amigos de Agrónomos.

De una vez a otra la ruta no cambia. El paseo que me lleva desde Moncloa hasta la Escuela, la de Ingenieros Agrónomos, se ha consolidado con el paso de los años. Nada más salir del Intercambiador afloran los recuerdos de un pasado que es como un pecio a dos mil metros de profundidad. Reconocible, entrañable, congelado en el tiempo, pero que se disolvería al menor contacto, al tratar de reflotarlo.

El paso de los años, ya de las décadas, me saca una sonrisa conciliadora al evocar tantos momentos de angustia en aquellas aulas. No era para tanto. Tendemos a sobredimensionar las emociones negativas. Me recuerdo serio y responsable, alerta, siempre en guardia. Los futbolines en los bajos de Argüelles, los viernes por la tarde, eran la válvula de escape. Allí nos juntábamos a hacer piña, a compartir fracasos sentimentales, suspensos y exámenes que estaban a la vuelta de la esquina y ya no nos daba tiempo a estudiar. Las noches de los viernes eran una dulce tregua, un refugio fugaz, entre una dura semana y las tareas que nos acosaban, el deber de acometer montañas de apuntes y ejercicios que nunca llevaríamos al día.

Habíamos elegido el gris de las matemáticas y la física y por eso vagábamos desamparados por los solitarios vestíbulos de una escuela sobria como era Agrónomos. Quedaban por delante años de hacer codos, de rigor académico. La vida podría ser en tecnicolor al final del túnel, o eso creíamos. Sí, cuando tengas el título de ingeniero tendrás la vida resuelta. Tendrás un trabajo fijo bien remunerado, y podrás hacer lo que quieras. Eso creíamos. En eso creíamos. Porque a veces los exámenes se afrontaban como verdaderas cuestiones de fe.

La ruta que consagraba en mis inopinados retornos a la Escuela de Agrónomos rodeaba el enorme recinto que ocupa el marcial edificio. Apenas ha sufrido cambios su estructura en todo este tiempo, tan solo pequeñas reformas de mantenimiento que se disuelven en la enorme mole con forma de herradura. Jalonado por cuatro torreones, de ladrillo visto y coronado por tejas de pizarra, la joya de la corona era, sin embargo, una pradera de césped bien cuidado que albergaba un estanque (rectangular, no parecía apropiado alterar la concepción geométrica del lugar) y un tablero de ajedrez acompañado por un ingenioso reloj de sol. Estos coquetos alardes quedaban resguardados en el interior de la herradura. Adornos de ingeniero.

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Por más que tratásemos de sofocar los instintos más primarios y recortar el tiempo dedicado a divertimentos como el cine o los deportes, por más que fuesen años duros, de mucha disciplina y sacrificio, la rutina dejaba cuotas para el esparcimiento que siempre anhelábamos. El brío de la juventud, la insensatez y la audacia de los veinte años, engendraban ilusiones y planes descabellados que a uno le mantenían en vilo y dispuesto a la acción.

Cada rincón del paseo es evocador. Mi preferido es el tramo de chopos al costado del edificio, paralelo a la avenida de la Complutense, que resulta en una especie de bosquete, poco transitado, donde se refugian aves que se delatan entre las frondosas copas de los árboles. Un lugar que guarda la humedad y hace muy agradable pasear por allí en los meses de mayo y junio, aunque en invierno el frío se acantona y cuando se llega a la cafetería el aroma del café caliente se agradece más de la cuenta, tras dejar atrás una alfombra de hojas crujientes.

Por allí he caminado muchas veces con mi mentor, con mi director de tesis. Sí, porque después de jurar y perjurar que, tras la entrega del maldito proyecto, no volvería a pisar la Escuela decidí, en otro ejercicio de contrariedad supina, apuntarme al doctorado y pasar otros seis años vinculado a tan respetable institución. La falta de un plan y el exceso de ideales me llevaron a la peregrina utopía de seguir formándome. Hasta que me deformé.

Hubo épocas verdaderamente combativas, en las que discutíamos con entusiasmo sobre las posibilidades de la tesis y enjuiciábamos artículos científicos que conformaban nuestra red de dogmas y certezas. Teníamos ilusiones.

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Sobre aquel mismo pedazo de tierra, en otoño cubierto de hojas crujientes, en primavera por un césped desmelenado, fui consciente de cómo los sueños se disolvían; tuve que refundar mi persona, buscar nuevas verdades, otras ilusiones. Mi mentor siguió allí, escuchando, proponiendo. Un tipo fiel, robusto. Sin excesos ni ambiciones desmedidas. Sin grandes alharacas. Sacando su libro de verdades grises e incómodas. Él siempre estuvo allí.

Fui esquivando reveses, evitando compromisos, prorrogando decisiones. Convertí en precaria una situación que pudo ser estable, incluso exitosa. Así la hubiese clasificado esta sociedad a la que uno pertenece, por más que se reniegue de ella. Las malas elecciones me devolvieron, tantos años después, esa sensación amarga del que se siente desvalido, tan poca cosa, subido en la tribuna, ante el amenazante pizarrón lleno de ecuaciones incomprensibles, expuesto como el ejemplo del que no comprende nada, del que no se entera. Mirando al suelo mientras el profesor profería su amenaza a la clase,  todas estas demostraciones entran en el examen, inapelable. Lo peor era dejarse intimidar. Carecer de esa cuota de humor necesaria para desmontar semejantes patrañas. Era importante, pero no tanto, no más que vivir.

El tramo de la alameda  se me hace demasiado corto. A veces me gustaría quedarme allí durante horas, pero ni siquiera hay un banco en el que sentarse. Es un lugar extrañamente solitario, ya lo he dicho, queda a desmano, no lo conoce mucha gente. Antes de darme cuenta ya estaba en la cafetería y es allí donde escribo esto, al menos las primeras líneas.

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Todo este texto es el preámbulo que ha ido naciendo para llegar a la idea central que me sorprendió en mi última visita, la que por fin me dio la excusa para amalgamar sensaciones y experiencias alrededor de Agrónomos. La idea de cómo ‘el tiempo pasa y nos vamos poniendo viejos’, que cantaba Pablo Milanés.

Entre generaciones de estudiantes que me son completamente ajenas, bajo los posters ganadores de cada San Isidro (costumbre que con agrado compruebo que se mantiene, apenas queda sitio en la pared), todos con ese leitmotiv que da título al post, el reivindicativo Sine agricultura nihil (sin agricultura nada), sobrevivían las figuras de los camareros, de los profesores, del personal no docente. Clásicos en blanco y negro. Sienes plateadas del profesor imberbe. Cabelleras blancas. Espejos en los que constataba el peso de los años. Versiones más gastadas del camarero que se sabía tu café de memoria. Seres como encogidos, un poco más apagados, apocados, lejos de esas versiones explosivas que mostraban un nervio implacable al estrellar la tiza en el pizarrón. ¡Cállese Martínez o va a la calle! Expresiones cansadas pero a la vez más sabias. Todos saben de qué pie cojea cada uno. Profesores admirables que siguen dando el callo.

Blog_528Ellos verían lo mismo en mí. También he envejecido. También he perdido facultades. También he ganado en experiencia. La suficiente como para adquirir objetividad y no renegar de mis orígenes ingenieriles. El paso del tiempo reconcilia. Es difícil aborrecer los lugares en los que uno ha crecido, en los que, a pesar de todo, se ha vivido intensamente, momentos buenos y malos.

Adoro los paseos con mi mentor, ver cómo le va, ser testigo de su evolución, y él de la mía. Los años fueron limando asperezas que el desencanto y la exagerada rebeldía habían ocasionado. Ahora me gusta sentarme en la cafetería y contemplar la hilera de carteles de San Isidro. Sí, ahora probablemente me tomaría las cosas de otra manera. Me he reconciliado con el Sine agricultura nihil de los ingenieros agrónomos, con el que querían reivindicar su importancia estratégica. En su momento me pareció un tanto pretencioso, casi cursi; un lema corporativista que buscaba reforzar y dar sentido a estudiarse tochos de apuntes que eran imposibles de tragar sin tener alguna motivación. Leyendo El hambre, de Martín Caparrós, no parece desencaminado el propósito fundacional de la Escuela de Agrónomos:

“El negocio de la comida ─agricultura, manufactura alimenticia─ supone sólo el seis por ciento de la economía mundial: una minucia, diez veces menos que el sector de servicios. Lo curioso es que esa minucia define todo el resto; sin la minucia nada de lo demás existiría. Y el 43 por ciento de la población económicamente activa del mundo ─unos 1.400 millones de personas─ son agricultores. Demografía, peso económico y necesidad real están extrañamente lejos”.

Un comentario sobre “Sine agricultura nihil”

  1. Yo firmaría todo lo que pones, pero sabiendo que el futuro nos depara grandes cosas, todas aquellas que un día soñaste y aún mejores, no lo dudes. Y soñar no nos dejará mirar atrás y nos hará cada día más jóvenes de espíritu. Y en el mejor sueño estarás tú rodeado de tu familia y eso será tu mejor proyecto, digno del mejor ingeniero.

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