London, miserias y andanzas de un escritor en ciernes

Procedí a encender la pipa y me puse delante de la máquina de escribir con la vaga esperanza de que la inspiración se pasease aquella tarde por mi terraza.

Desde luego, en esta era donde la tecnología llega a cada rincón y la domótica amenaza con apoderarse de todas nuestras decisiones, suena demasiado retro lo de la máquina de escribir. Pero tenía mis razones. Algunas de índole sentimental, otras, aunque no lo parezca, de carácter práctico.

Había comprado aquella máquina en una tiendecita del barrio londinense de Finsbury. El capricho supuso una buena tajada de mis paupérrimos ahorros, pero estaba decidido a ser escritor y había que apostar fuerte. Vivía en una buhardilla. Era una casa destartalada, llena de inquilinos que iban y venían. Llevaba una vida desastrosa, al borde de la marginalidad. Sobrevivía con trabajos algo exóticos, como el de abrir cartas para una empresa de escrutinio de encuestas, un trabajo altamente especializado, pues mi cometido se limitaba a abrir los sobres y apilar los papelitos que contenían. Después, otro departamento mucho más técnico, contaba los papelitos y los dividía en varias montañitas de papel; nunca logré el ascenso. Trabajé de camarero, paseando perros y cargando muebles. Mi meta, en esa faceta de la vida que consistía en ganarse el pan, era ser jardinero, a tiempo parcial, de algún parquecito londinense.

Llegaba a la casa derrengado y hambriento. Me preparaba un buen sándwich y me subía con una cerveza a escribir. El tableteo incesante del teclado alcanzaba todos los rincones de aquel caserón de tres pisos y me granjeé una inmerecida fama de escritor. Cuando encendía la pipa la impostura era total. Ya solo faltaba una buena idea. Mientras llegaba la inspiración, recurría a una receta que había leído a algún escritor de postín. Su consejo era escribir sobre cualquier cosa, lo primero que te viniese a la cabeza, con el fin de establecer el hábito. Escribía un montón de choradas, cuatro o cinco mil palabras al día, cifra que se quedaba lejos de las diez mil que recomendaba aquel borroso escritor. En el fondo, lo único que hacía era sacar provecho del curso de taquigrafía que hice en las milicias universitarias; parecía que tocase el piano escribiendo a dos manos y ocho dedos.

Cada vez que sacaba la hoja de la máquina dando a la palanca de retorno del carro, con ese sonido cómplice que remataba la tarea, actualizaba el recuento de palabras. Bajaba a la cocina satisfecho. Allí reponía víveres y alguien me preguntaba cómo iba la novela. Bien, bien, respondía, ajeno a la carencia de argumentos, personajes y situaciones. El balance de aquellas tardes en la buhardilla inundada de humo eran cientos de páginas que podría haber escrito un chimpancé sentado delante de la máquina.

Mirando atrás, recuerdo aquel período londinense con cariño. Parece que el pasado adquiere más lustre cuando se vivió con estrecheces y gobernaban los placeres sencillos. Lo mejor de la vida es gratis, cantaba Facundo Cabral. Los almuerzos frugales, los trabajos machaconamente rutinarios, los horarios estrictos para ganar unas libras con las que hacer una compra estratégica a base de descartes del supermercado. Los domingos en los que aún quedaba algo de dinero compraba El País con el suplemento. En Finsbury Park, aprovechando ese sol desvaído que se abría paso entre las nieblas del Canal de la Mancha, lo leía hasta el límite, incluyendo las páginas salmón de la economía.

Busqué con ahínco la ‘ñ’ que le faltaba a la máquina. El vendedor, un anciano venerable que me miraba con curiosidad por encima de sus gafillas de miope, prometió que me conseguiría la tecla con la virgulilla de la ñ. A pesar de mis continuas visitas jamás lo logré. Nunca conseguí averiguar si el viejecillo se hacía el desmemoriado o realmente su decrepitud iba a juego con un negocio tan anacrónico.

En Londres hice grandes amigos que después el tiempo se tragó. Royer, que había huido de La Habana y vivía a mil por hora para recuperar el tiempo perdido, me regalaba puros que yo disfrutaba hasta quemarme los dedos. Los sobrantes los trituraba y me los fumaba en pipa. Tristán me rescataba de aquella vida desordenada y me ofrecía la posibilidad de saborear cenas memorables con buen vino y excelente compañía. Mis anécdotas, contadas en un inglés tentativo, despertaban sonoras carcajadas en un público erudito y muy alejado de los bajos fondos que a mí me gustaba frecuentar.

Así fue desfilando la tarde delante de la máquina de escribir. Las razones prácticas para seguir aporreando el armatoste que adquirí en la tienda del viejo que me debe una eñe son las siguientes. Cuando lo hacía en el ordenador, en cuanto encontraba la primera dificultad con la narración, tendía a abrir internet y una página me iba llevando a otra. Cuando un párrafo se enfrentaba al abismo blanco, me decía, venga, voy a mirar el correo y ahora sigo. Y la deriva se podía convertir en más de media hora escrutando noticias, contestando alguno de esos correos o mirando la previsión del tiempo, a la que soy un gran aficionado.

La máquina de escribir no tenía esas posibilidades. Ni muchas otras. Lo que escribía en el papel tenía difícil enmienda. Se podía recurrir al tipex en algún caso, pero cuando los errores se sucedían no había más remedio que volver a escribir la página entera y volver a concentrarse. Eso hace que uno se piense bien lo que escribe y que el texto esté adecuadamente estructurado. La máquina de escribir te obliga a plasmar algo que ya esté bastante elaborado mientras que con el ordenador es fácil mover párrafos de un lado para otro y caer en el vicio de hacer versiones que no dejan de ser borradores incompletos, postergando el trabajo de síntesis y de buril fino continuamente.

Son razones que no convencen a nadie pero que a mí me sirven para mantenerme fiel a mi Olivetti. Lo cierto es que aquella tarde de mayo se fue convirtiendo en noche, lo que me obligó a encender el farol de parafina y pensar en que algo habría que cenar.

2 comentarios sobre “London, miserias y andanzas de un escritor en ciernes”

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