La expedición, viaje o excursión fue concebida hace tiempo. Formaba parte de una triada de viajes que nos serviría para partir el verano en pedazos más digestibles. Uno de ellos no pudo ser. El otro, sí, a Sierra Nevada. Tres días y tres noches de caminar entre lascas de pizarra, biomasa fresca y estropajosa. Acompañados por el sol y las nubes de evolución diurna que no quisieron aportar agua. Tan solo se dignaron a soltar un par de truenos, que quedaron amortiguados por la lejanía.
Ahora se trata de ir a buscar carnívoros. A Asturias. Y reponerse del levante que reseca cualquier intento de sacar unas horas de trabajo más o menos digno.
Hace ya muchos veranos que Gerardo no se lo pasa, enterito, en la península. Esta vez la paternidad le ha obligado a ello.
Para paliar los deberes conyugales y familiares se entretiene dando bandazos por la laguna de Aguilar, que es el paraje ‘salvaje’ más a mano. La laguna es un intento por tratar de poner en valor los ecosistemas mancillados por la voracidad del ser humano. Es un charco de agua que da cobijo a unas cuantas especies de aves y a algún que otro mamífero. En realidad bastantes más de lo que en apariencia se puede esperar. Es impresionante lo que aguantan los bichos.
Porque esos intentos de preservar el medioambiente son un poco ridículos. Muestran la nuestra escala de valores. El orden de prioridad. Primero la pasta. Después ya veremos. El paraje natural ocupa la laguna y un par de metros más alrededor del perímetro. Justo después, sin solución de continuidad, empiezan los olivares repelados. Amenazantes, con ansia por homogeneizar el paisaje.
Gerardo, pese a sus paseos nocturnos en busca de especies de carnívoros –ya ha visto tejón, garduña, zorro y alguna cosa más- está inquieto. Lo noto. Como un perro al que le han amarrado a un poste y le dejasen tan solo el recorrido que da la cadena. Un perro que va y viene. Que ha despellejado el terreno en el círculo que cubre el recorrido entorno al poste al que le han amarrado.
Trata de sacar punta a sus avistamientos. Conoce ya la zona mejor que muchos viejos del pueblo. Sabe donde quedan las higueras más sabrosas. Es uno más de esa familia de cinco zorros que ya ha sorprendido varias veces jugueteando. Lleva la cuenta de todos los carnívoros que ha visto. Pero no es suficiente. El día es muy largo. Y más en plena campiña cordobesa. Donde el calor te apalanca. Te obliga a buscar una sombra y un ventilador la mayor parte del día.
Yo por mi parte, he podido ir dando esquinazo a los calores. Con visitas al norte. Pero no viene mal una nueva incursión a zonas con un tiempo más civilizado.
Todo estaba a punto para hacer el viaje. Y casi se va al carajo. ¿A cuanto de qué deja de funcionar el coche ayer?
Tuve que interrumpir la gloriosa mañana del sábado –que consiste en mezclar el desayuno con la lectura del babelia- porque A. subió precipitadamente del garaje anunciando que el coche había cascado. Tan rápido como abrió la puerta cogió las llaves del otro coche, cerró la puerta y desapareció. Cuando quise reaccionar ya se estaba cerrando la verja que da acceso al garaje. Se alejaba en lontananza. Algo había quedado retenido en mis neuronas. No se qué de un bloqueo automático. No se qué de un taller. No se qué del concesionario.
Volví a mi desayuno. Y algunas cosas comenzaron a hilvanarse en mi cabeza. Pero decidí poner la tele. Lo único que estaba claro es que no podría ponerme a escribir esa mañana. Porque tenía unas pocas horas para arreglar ‘lo del coche’. Y sino no habría viaje.
No soy un manitas. Lo sé. Lo confieso. He hecho varios intentos por mejorar ese aspecto. Que parece un atributo inexcusable si uno quiere ser ‘el hombre de la casa’. Por eso había comprado varios juegos de herramientas muy molonguis. Incuso un taladro que parecía un arma de la Guerra de las Galaxias. Pero no. Por mucho que acumulaba llaves acodadas de oferta y brocas del siete no acaba de utilizarlas.
La oportunidad que me brindaba el coche era magnífica. Lo primero era hacer una evaluación. Ver qué coño le pasaba al coche.
Recogí el desayuno. Fui cerrando las persianas de la casa. Hasta la noche no había nada qué hacer en la solanera.
En el garaje se estaba muy bien. Llevé unas cuantas herramientas. Consulté el manual del coche. Lo arranqué. Bueno no. Traté de arrancarlo. Se ahogaba. Esto va a ser de batería, me dije. Yo que no sé un carajo de mecánica.
Abrí el capó. Descubrí los bornes de la batería y vi unas acumulaciones de una costra blanquecina bastante sospechosa.
Decidido: establecemos como hipótesis nula que la batería está mal.
El siguiente paso era quitarla. Y el siguiente conseguir otra. Aun quedaban unas horas para que cerrasen los sitios donde comprar baterías. Que no sabía cuales eran.
Saqué cuatro tuercas. No perdí ninguna. Me sentía muy orgulloso. Aquellos estuches de herramientas tan completos parecían tener su utilidad.
Quite un borne. Pero con el otro no pude. Estaba pegado al cable que salía del coche. Raspé un poco con un destornillador. Comencé a quitar la cáscara blanca que lo recubría.
¿Y si esto me da un chispazo? La cosa se complicaba. Di un golpecito con la llave inglesa. Nada. Seguía atascado. Lo mismo ha salido líquido de la batería y se ha hecho un todo. Me decía.
Los golpecitos fueron convirtiéndose en hostias. Iba por mal camino. Cuando el golpe no aterrizaba donde me había propuesto se empezaban a deformar piezas adyacentes. De repente me vi sudando, pegando golpes al motor como un cafre. Pam, pam. Que resonaban en el garaje.
Decidí tomarme un descanso. Dejé las tuercas que había sacado en un lugar seguro. Voy a ver qué dice la Internet.
Para empezar aquello blanco era sulfato de algo. Y para quitarlo había muchas variadas y contrapuestas recomendaciones: zumo de limón, bicarbonato sódico, tinta que sale de meter periódicos en agua. Vinagre. Y un poco de gazpacho ¡no te jode! Sin tenerlo muy claro baje de nuevo. Esta vez armado con una llave de fontanero. Si esto va a ser como abrir un bote de mermelada.
Y salió, por fin tenía la batería fuera.
Lo demás fue una carrera contra reloj por conseguir otra nueva, de las mismas medidas.
Sudando, con las manos grasientas recorrí estantes de centros comerciales. Traje una. Pero no llegaba el cable. Por un pelo. ¿y si ato un alambre? Mejor no. Volví al centro comercial. A rebuscar por los estantes. De tamaño andaba bien. Lo malo era que los bornes estaban en una posición que no me convenía. Por fin encontré un taller abierto. De esos que te clavan hasta por decirte la hora.
Pero tenían una batería igualita a la mía.
Saqué la cartera y pagué. Es lo que tiene tener coche. Que hay que mantenerlos.
El viaje estaba a una hora de cancelarse. Todo estaba apostado a la batería que llevaba en el maletero.
La mochila estaba por hacer. Confiaba en que Gerardo se habría hecho cargo de la logística. Llevaría la tienda y los víveres. Habíamos acordado vernos en Andújar.
Descargué la nueva batería. La metí en el hueco que había dejado la anterior. Volví a poner las tuercas en su sitio. Conecté los bornes. A. giró la llave. ¡Y arrancó!
Coño, lo he arreglado. Me empezó a salir vello en los antebrazos. Estaba deseando conducir el coche. Apoyar el brazo en la ventanilla y decir eso de: me gusta conducir. Sí. El hombre de la casa.
Devolví las herramientas a su caja. Saqué unas cuantas camisetas, las linternas, la navaja, los mapas. El saco de dormir –importante- y las botas –más importante. Metí todo en la mochila.
Estaba dispuesto para ir a Asturias. Para cruzar la península de un tirón. Del sureste al noreste. ¡Ras! En busca de carnívoros.
Apenas quedan cinco horas para ponerse en marcha. Voy a ver si duermo algo. Mañana será una jornada larga. Gerardo pretende que echemos a andar en cuanto aparquemos el coche en el puerto de Leitariegos.
Está deseando dar bandazos con las linternas y ampliar la lista de carnívoros del verano.
Para allá vamos.