Al poco de amanecer estamos en pie. Desmontando el campamento no sea que se acerque un pastor y nos vea abusando de la propiedad privada. Despertarse es incómodo. El sueño no me abandona, los ojos no quieren despegarse. Hace frío. Algunos dolores articulares me impiden moverme con soltura. En breve todo está dentro de las mochilas otra vez.
El paisaje sigue vacío de paisanaje. De Monasterio de Hermo -es con h, lo escribí mal en otro post- para arriba no hemos visto a nadie estos días. Volvemos hacia el coche, allí está la despensa, o lo que queda de ella. Por el camino vamos atentos. Esta sigue siendo buena hora. Encontramos otra morera cargada. Una buena dosis de antioxidantes y fibra para empezar el día. A Gerardo le gusta ir recolectando y acumular las moras en una mano. Luego se las mete todas de golpe y por las comisuras de los labios se le escapan unos goterones negruzcos. Yo voy de una en una. A veces el sabor cambia. Un mal sabor. Un bicho que se estaba comiendo la baya antes que yo. Son chinches, dice Gerardo. La verdad es que sí. Al menos saben a eso que huelen las chinches. Un olor dulzón que resulta amargo.
Trazamos el plan del día. Explorar algunas pistas que aun nos faltan. Apalancarnos en algún prado que esté en altura y repasar con el telescopio una ladera de montaña muy propicia para ver osos. Al menos en Semana Santa es fácil verlos, cuando salen a pastar. En verano es más complicado. Están en el bosque. Y estos animales son de ideas fijas. Qué en verano hay que estar en el bosque y comer arándanos. Pues nada, ahí están. Aunque no haya arándanos. Coño salir a pastar, a que os de un poco el sol. Dejaros ver.
Llegamos al cementerio. El coche sigue ahí. Nos zampamos una lata de melocotón en almíbar y unos frutos secos.
Seguimos río abajo en el coche. Localizamos una de las entradas al monte que nos interesa. Ya estamos en danza. Así va transcurriendo la mañana. Entre nubes y claros. Entre avistamientos de fauna menor y ratos de paisaje vacío. Subsiste poca fauna. La hemos esquilmado. Y la que queda, obviamente, se esconde.
Sin embargo es sorprendente la cantidad de anfibios y reptiles que hemos visto en este viaje: sapos parteros, ranas bermejas, varias especies de lagartijas, salamandras y hoy un eslizón.
Un precario puente de tablas permite cruzar el Narcea. Consiste en un azaroso amontonamiento de tablones que hacen ruido al pasar sobre ellas. El puente está concebido para que los paisanos lo crucen con un carro y carguen el pasto segado a guadaña. No creo que soporte el peso de un tractor. La mayor parte de los caminos y puentes que quedan se utilizan para acceder a prados de este tipo. Después las veredas se cierran, al no ser transitadas. Por encima de los pastos poca gente camina. Los cazadores. Alguno como nosotros que ande dando bandazos para ver osos. Entes los caminos llevaban a las minas. Se utilizaban para sacar madera. Pero ahora esto está medio abandonado. Eso ha permitido que el bosque se regenere.
Sin embargo, al caminar dentro del bosque, al abrigo de los enormes troncos de haya, la sensación de vacío es grande. Es cierto que a veces se oyen los mirlos. Se ve algún petirrojo. También ardillas. Pero es este un monte triste. Puede que sea la falta de costumbre a la ausencia de ruidos, tan habituales en nuestras vidas cotidianas.
Comemos en el restaurante de Gedrez. Nos merecemos unas fabes, unas chuletillas de cordero y un arroz con leche. El menú del día también es tentador. Nos lo recita el camarero. Que debe de ser el dueño. Es un negocio familiar. Los obreros que vienen de faenar, con las camisetas sucias y ablandadas por el sudor, dan fe de que la comida es buena. Salen bandejas de escalopines. De calamares. Montañas de espaguetis. Ensalada no pide ni el tato. Excepto nosotros, que estamos obsesionados con la longevidad y se nos está poniendo cara de vivérrido. Los obreros vacían frascas de vino –con antioxidantes- y botellas de casera –con burbujas. No faltan los cafeses ni los carajillos. Alé, con eso en el cuerpo a ver quién es el listo que se sube a un andamio.
La falta de sueño acumulada más el sopor de la comida nos obliga a sestear. Llueve. Otra vez. Dentro del coche se está bien. Incluso con el olor a moho, calcetines y sudor rancio que se ha ido acumulando. Me da por leer. Tengo un libro por acabar y parece un buen momento para dedicarle un rato. Los pies en el salpicadero. El asiento reclinado. Se está de vicio. Viendo llover. Me da no se qué encender la pipa. Mejor no. Que me va a entrar sueño.
A eso de las siete nos apalancamos en un mirador. Gerardo se emociona súbitamente. ¡Un oso tío, un oso! Pero no. Es un jabalí con dos rayones. Visto en detalle con el telescopio queda claro, pero la apariencia y la obsesión. Están pastando. Ajenos a nuestra mirada y a la tenue lluvia que cae. Vemos hasta cuarenta rebecos. También inflándose de hierba. Muchos están en las pedreras, en los canchales, apurando el poco pasto que allí hay. Nos preguntamos si situarse en esas zonas tan escarpadas y frágiles, con tan poca comida en comparación con los alrededores, no es sino una estrategia preventiva contra el lobo. Si este se aproximase las piedras entrechocarían al caer y los pondrían en alerta.
Es el afán de hacer teorías.
Definitivamente se pone a llover sin contemplaciones. Y entonces concebimos un plan absurdo, loco, seductor. Una de esas gilipolleces que lanzo al aire pero que sé que con Gerardo de contraparte puede tener éxito. No le va a buscar inconvenientes. Se va a fijar sólo en los puntos brillantes. Es que somos muy románticos.
La idea es pasar la noche dando bandazos. Pero la noche entera. Hasta que amanezca. Vamos a ir enlazando puertos de montaña, a treinta por hora, con el fin de alumbrar bichos. Vamos a barrer buena parte del occidente asturiano a ver si aumentamos el bagaje faunístico de una vez por todas. Primero iremos a un puerto que está en Muniellos y que tiene el sugerente nombre de Puerto del Connio. Aprovecharemos para meternos por unas cuantas carreterillas perdidas. Después volveremos a nuestro querido cementerio, para repasar el valle de Hermo, de momento el tramo más productivo del viaje. Bajaremos a Cangas de Narcea y subiremos a Leitariegos. Bajaremos a Villablino. Subiremos a Somiedo y bajaremos hacia Aguasmestas. Antes de llegar subiremos a San Lorenzo y caeremos en Teverga. Y finalmente subiremos La Ventana y bajaremos a la Babia. De ahí vuelta a Villablino.
Espoleados por la osadía de la locura los primeros kilómetros están cuajados de risas y comentarios obscenos y autocomplacientes. Pero no vemos nada. Cae agua. Sigue cayendo sin parar. Asturias. Agosto.
Los faros iluminan los quitamiedos, las varas que señalan el trazado de la carretera cuando la nieve la tapa. Pero no iluminan ojillos. Así, poco a poco, el entusiasmo se amortigua. El sueño se abre paso. Las dudas aparecen. Quizás el plan sea una cagada. Es como empezar a ver que las marionetas son trapos sin vida propia. No, no. Las marionetas existen. Los ojos se cierran.
Entonces empiezan a desfilar las sustancias que nos van a ayudar a mantenernos despiertos. Chicles de menta. Chocolate negro y redbull. Así avanza la noche. Algún zorrillo se deja ver. Una garduña. Poca cosa para tantos kilómetros. Más quitamiedos. Más palitroques para la nieve. Bajamos del coche. Pegamos un linternazo a los prados. Silencio. Frío. Lluvia fina. La noche se abre. Y enseguida llegan nubes del Cantábrico que no se lo piensan y desaguan. Son nubes meonas, incontinentes.
Y por fin cae algo digo. Un gato montés que vemos a huevo. Se deja ver. Nos mira fijamente. Cegado. Y luego otro zorro. Y otro. La cosa se anima. Nos empezamos a despejar. Cruzamos Leitariegos. Estamos en un punto crucial. Pordemos aparcar y echar los sacos en cualquier lado, o tirar para Somiedo. En ese caso ya no hay vuelta atrás.
Yo estoy un poco grogui. Pero no quiero perder la locura. No quiero hacer lo que habría que hacer. Gerardo, como decía, es alguien propicio con quien hacer este tipo de planes. Pa’ lante.
Y cae otro zorro. Gerardo va haciendo sus conteos como letanías. Llevo 27 zorros. 5 garduñas. 3 gatos monteses… Y en este viaje hemos visto: 4 jabalíes, 2 garduñas, 5 zorros… yo asiento. Si, si. Como si llevase la cuenta. Luchando por no cerrar los ojos. Redbull te da alas. Me como otra onza de chocolate. Y de fondo: 46 rebecos, un erizo, 3 garduñas.
Llega un punto en la noche en la que los sesos, exprimidos por el sueño, se licúan. Y entonces empezamos a desbarrar. A cantar. Tres garduñas para mí, con ello quiero decir, conduzco, por puertos, deeee nocheeeeee. Laralara lara lá.
Estamos desvencijados. Estamos que vamos a por todas. Y es ahí, entre Pola de Somiedo y la Ventana, cuando nos hinchamos. Ahí, a eso de las cuatro de la mañana, cuando no queda nadie. Cuando los borrachos se han acostado y los más tempraneros aun duermen a pierna suelta. Es ahí donde cae el tejón, la marta, otra garduña y varios zorros. La marta. Que para Gerardo es especie inédita. El viaje ya puede considerarse un éxito. Para mí ya lo era. Con dar bandazos es suficiente.