Día 5. De vuelta a casa

Quedan restos de humedad en la funda de vivac. En el saco y el paraguas. En todo aquello que se expuso a la intemperie. Parece una provocación infantil al secador que es el viento de levante. Utilizo la mañana del sábado para ir reubicando las cosas que me llevé. Y constato que me volví a llevar ropa de más. En efecto, cuatro calzoncillos de repuesto era un exceso. Me sobraron los cuatro. Tiene razón Gerardo cuando dice que con tres hay de sobra. Se refiere a los viajes largos, de un mes para arriba. Uno para el avión de ida. Otro para el de vuelta. Y otro para la estancia. En el caso de una pequeña expedición como esta con uno bastaba. Como se ha demostrado.

El sol y el viento secan todo rápidamente. De todas formas es conveniente dejarlo unas horas. Orearlo y resecarlo. No vaya a ser que críe hongos.

Hemos dejado atrás las inclemencias. Ayer, cuando amanecía, había unos cinco grados. Esa era la temperatura al pie del puerto de la Ventana. Arriba quizás sólo había dos o tres grados. La carretera mojada. Allí era invierno.

Después de cruzar el túnel de Guadarrama y entrar en Madrid regresamos al verano. En La Mancha se hizo agosto. A medida que avanzamos kilómetros fuimos cambiando de indumentaria. El forro polar, el jersey, el gorro dieron paso a las sandalias y el pantalón corto.

Después de unas 14 horas de coche y con apenas una hora de sueño llegué a casa. El redbull y los cafeses han ayudado a combatir la modorra.

Esparcí el equipaje por la casa. Me lavo. Me afeito. Me civilizo.

Me cambio de calzoncillos.

El sonido de los cencerros distantes de las vacas pastando. Diversos cencerros cada uno con su tono. Unos más tenues y lejanos. Otros más próximos. Un murmullo que decora la alta montaña. Amplificado por el eco de las paredes de roca. Desalentado por las partículas de niebla que sobrepasan los collados.

Esa es la melodía que me acompaña en el viaje de vuelta. Nos vamos turnando en la conducción. El copiloto se suele quedar frito y durante los homogéneos y largos tramos que ofrece la autovía el conductor medita y masculla pensamientos.

Hay uno que me ha poseído. Tiene que ver con los miedos. Con la forma de acabar con ellos. Al menos con alguna parte de ellos. Porque el miedo es como el colesterol, hay unos que son necesarios para sobrevivir.

Tengo presente el valle oscuro del primer día. Se veía amenazante, inexpugnable. Daba miedo meterse de noche allí. Pero nos metimos. Pese a los ladridos de los perros. Pese a las miradas acusadoras tras las persianas. Pese al letrero de prohibido el paso y la posible reprimenda de los habitantes de la casa que estaba junto al camino. Pese a la negrura de la noche y los sonidos quebradizos rasgando azarosamente y sin previo aviso la noche silenciosa.

Y tengo presente la sensación posterior al paseo nocturno. De triunfo. De sacudirse el polvo. De desatascarse. Al día siguiente -cuando se hace la luz y gran parte de los miedos se evaporan- vi el valle desde la lejanía. Me parecía un lugar que conocía bien. Sabía que albergaba un camino que terminaba en un collado. Que había salamandras que de día estaban bajo las piedras. Que las vacas pasaban la noche encerradas en unas brañas rodeadas de estiércol.

Sabía. Conocía.

Y lo mismo pasó con las fuentes del Narcea. No era un lugar ignoto frecuentado por lobos –qué más hubiéramos querido. Había mucho silencio. Y murmullo de riachuelos. Y caminos que se utilizaban con frecuencia.

Conocer el territorio a base de empeñarse a profanar senderos invadidos por las zarzas. De saltar vallas. De obviar carteles. De subir montañas y cruzar ríos. Así me había sacudido el miedo. Todo eso que me habían inoculado, que nos meten en los poros todos los días cuando escuchamos las noticias, había desaparecido.

Nadie va a venir a degollarte mientras duermes en el campo tranquilamente. Ningún muerto te va a dar la lata. Nadie está al acecho en los caminos esperando a que pases por ahí para asaltarte. Los lobos no pretenden comerte. Ni los osos desmembrarte.

El valle del Narcea era un lugar silencioso y duro. Pero no era peligroso. Ya lo conocemos.

Comemos en marcha. Picoteamos lo que queda en las bolsas de comida. Unas zanahorias. El mordisqueado fuet. Trozos de pan. Frutos secos. Cuando se vacía el depósito paramos a echar gasolina. Tomo otro café.

Me doy cuenta que podría estar días y días recorriendo esos valles, aprendiendo a escuchar, desarrollado la intuición y la pausa. Buscando al oso y al lobo. Podría hacer del tedio una virtud, un mecanismo que me fuese vaciando de la mierda que se acumula en el cerebro y en la sangre al vivir envuelto en la novedad diaria. Podría soportar una vida más simple, libre de estímulos impactantes, coloridos y novedosos que terminan por superponerse y camuflar lo real. La sucesión de momentos vacíos, que en el fondo, quizás no estén tan vacíos. Podría comer moras, arándanos. Y después castañas y nueces. Y calentarme junto a unos leños que crepiten en medio de una ventisca de nieve.

De todas formas hay cosas aprovechables en la vida ‘normal’. Probablemente lo que tenga que hacer es cambiar de posición, mirarlas de otra forma. Desde otro ángulo. Ese aire de renovación, de frescor, es otro de los aportes del viaje.

En Andújar nos separamos. Gerardo sigue para Córdoba. Yo para Almería. Esbozamos el siguiente viaje. Sabemos que vienen días de lucha cotidiana. De gestiones. De curro.

Llegué a casa tarde. Y el sábado, de mañana, me puse con las primeras tareas.

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