Las primeras nieves

Sólo pongo el despertador cuando hay razones de peso para levantarse temprano. Y cuando eso sucede el despertador se convierte en un accesorio inútil. Por eso cuando suena de madrugada no cumple con su cometido. No me despierta porque ya estoy despierto. Saltando de la cama. Me voy a la montaña.

Siempre, en estas circunstancias de abandonar el calor de la cama para ir al campo y sentir las frías baldosas de cerámica en los pies desnudos, me viene el recuerdo de ‘Diario de un cazador’, de Delibes. Aunque haya muchas diferencias. Ni voy a cazar ni la mínima de Almería recuerda a los escarchazos que caen en los Campos de Castilla.

Precisamente por eso Delibes es buen escritor. Su obra cala hondo. Transciende lo local.

Con ese frescor mañanero me apresuro a completar los preparativos. Mientras se calienta el agua para el té voy metiendo en la mochila todo lo que me puede hacer más llevadero el tránsito por las cumbres.

Vamos un poco a ciegas. No sabemos a qué altitud empieza la nieve. Ni cómo estará. La idea es dar un paseo. Mirar desde la autovía cómo está la cosa y elegir un valle por el que aproximarse al macizo. La idea es, principalmente, pisar nieve. La primera del año, que ya iba siendo hora.

En vez de hacer cartuchos y comprobar escopetas me aseguro de echar los crampones. Probablemente inútiles, pero determinantes al menor atisbo de hielo. También echo el GPS y el frontal. Y pilas de repuesto. Y un pedazo de queso y bolsas a medio acabar de frutos secos y de galletas revenidas. Cosas que se agradecen en la montaña, a sotavento, pero que desprestigian ante las visitas.

La mañana silenciosa aun está oscura. Casi está todo listo. No debo de olvidarme de las botas. No sé cómo, pero se empiezan a filtrar recuerdos sombríos. También madrugaba cuando iba a la Universidad. Fue un año duro aquel quinto curso. Pillaba uno de los primeros autobuses que salían. Un autobús con personajes derrotados. Qué podía esperar. Las tías buenas y el glamur  no madrugan y van en coche. Yo iba con las asistentas. Con camareros. Con gente dura que se ganaba la vida a base de pico y pala. Con gente que iba con el estómago vacío por cinco minutillos más de sueño y calor.

No eran ni las siete. Y es que las clases empezaban muy temprano. En unas aulas que la Escuela tenía a desmano. Unas aulas mortecinas, frías, sin café ni gente. Allí tomaba apuntes como un taquígrafo. Escribiendo durante horas como un idiota. Sin entender nada. Si de verdad lo hubiera entendido, íntimamente, hubiese dejado la carrera.

Me bajaba en la parada de Veterinaria. La más cercana al campus para los que habíamos optado por la especialidad de Zootecnia. Que hay que ser especialito. Desayunaba en la cefetería de Veterinaria. Un café y un cruasán. Haciendo tiempo. Personajes grises. El vigilante nocturno. Profesoras con caspa. Profesores con bigote teñido de nicotina. Me ponía a escribir en un cuadernillo. Hace poco encontré uno. Se me quemaron las yemas de los dedos. Era ácido aquello que escribía. Estaba francamente jodido. Peleado contra la vida. ¡Qué manera de repartir!

Se acercaba la hora de las clases. Clareaba. La cafetería se animaba. Llegaban tías buenas. Iba siendo su hora. Y entonces me tenía que ir. Hay que joderse.

Me abrigaba bien y tomaba un atajo que los estudiantes conocíamos bien. Atravesando la valla vencida que separaba a los veterinarios de los ingenieros. Después seguía un estrecho sendero que mordían las hierbas combadas por la escarcha o el rocío. Cruzaba ese pedacito de campo que sobrevivía entre autopistas, con la bula de ser terreno universitario.

Tras ese breve espacio de campo me aguardaban las tediosas clases. Cuando era época de exámenes envidiaba a los pajarillos establecidos en el descampado. Me hubiese quedado con ellos. Detestaba al abominable catedrático que se esforzaba por hacernos sentir como unos mentecatos. Creo que nunca fui con buena disposición a aquel lugar. Aun hoy no logro comprender mi sometimiento a aquel orden de cosas.

Allí, en primera fila, estaban las de siempre. Chicas formales, guapas y tenaces que escribían con letra redondeada mientras la melena lisa –tipo panten pro uve- les recorría el cuello hasta reposar en la mesa y los papeles que iban garabateando. Chicas a las que no parecía afectarles el hecho de madrugar y que pese a su belleza también se ofrecían a la vulgaridad de las aulas y de la situación. Se esforzaban por llevar al papel todo lo que vomitaba aquel cafre, partidario de maximizar los beneficios por encima de cualquier principio. De principios no se vive, decía.

Al catedrático le gustaba mucho empezar con aquello de: ‘Lección ciento veintiocho: caracterización de la macrobiota intestinal en las vacas lecheras (I)’. Le daba un aire de solvencia brutal, de superioridad, eso de ciento veintiocho. Era una advertencia. Allí, los ingenieros que queríamos ser hombre de provecho (incluyendo a las de la primera fila) deberíamos mostrar entereza ante nuestro trágico destino. Sí, era noviembre. E íbamos por la ciento veintiocho. Así que prepararos, como hombres, para el parcial, que lo mismo había seiscientas lecciones para estudiar.

Luego resultaba que sólo aprobaban las mujeres.

Era una bravuconada más del tipo. Que nosotros, los estudiantes, imitábamos. Nos gustaba sentirnos parte de una epopeya. Y mostrábamos con orgullo a otros compañeros, a amigos y familiares, las hojas de los apuntes, recalcando que era la lección 376.

¡Qué bestias! ¡Qué máquinas!

Y con esas muestras de admiración de los demás nos sentíamos reconfortados. Con ese reconocimiento seguíamos escribiendo como gilipollas las sandeces que decía el catedrático.

Eso sí, todos nos cuidábamos bien de guardar que cada lección, a lo sumo, llegaba a los tres folios.

Algunos se sentían plenamente identificados con ese espíritu déspota. Compartían la máxima del catedrático (al fin y al cabo algún principio sí tenía) que rezaba algo así como: ‘Es una pena que los animales tengan que estar vivos, porque parte del pienso que les damos lo gastan en unas funciones vitales que no son nada productivas’.

Brillante. Atroz. Este tío era Hitler y  gobernaba su clase como tal. Sí, así era la clase de producción animal. Que producía animales. Qué otra cosa iba a salir de aquellas cavernas.

Sorbía el té en cortos tragos. Estaba muy caliente todavía. Pero se acercaba la hora de irse a las montañas. La perspectiva de pisar nieve espantó aquellos oscuros tiempos. Que ya casi incluso me hacían sonreír. No, el tipo no era tan malo. Luego lo conocí mejor. Y no era tan malo.

El día salió mejor de lo esperado. La nieve empezaba en los dos mil metros. El cielo estaba limpio, de un azul cegador. La nieve, inesperadamente, estaba congelada. Nos calzamos los crampones. Benditos crampones. Y avanzamos más aprisa de lo esperado. El paseo se alargó hasta las ocho horas. Subimos al San Juan, un pico que siempre queda lejos de todo.

El hielo se aferraba a la pilastra que señalaba el punto geodésico. Indicios del temporal de viento de hace unos días. Resguardados tras la cortina de hielo, que cruje y se desmorona con el sol, mordisqueamos chorizo y quesos castellanos. Ahora sí, como Delibes.

Los días son cortos. No podemos gastar mucho tiempo en la cumbre. Además el viento, que aquí sí llega, nos invita a darnos la vuelta. De malas maneras. Ahora el objetivo es el bar Andrés. En la salida hacia Dólar. Curioso nombre para un pueblo. Allí las tapicas son formidables.

Como es temporada de caza hay varios remolques aparcados. Cargados de perros. Los canes dormitan en silencio. Ovillados para espantar el frío del altiplano granadino. Tuvieron un día duro. En el bar los cazadores vestidos de camuflaje vociferan entre cubatas. Han matado a varios marranos. Uno de ellos, el Jacinto, se ha llevado a cuatro por delante. ¡Qué valiente! Tirando por la espalda a un bicho que sale despavorido con varios perros enganchados al morro y las orejas. Tirando con cartuchos que se expanden. Que si fuese con un arco y una flecha algún mérito tendría el Jacinto.

El tipo se siente un héroe. Algunos de la partida lo admiran. Quieren ser como él. Otros lo envidian. A mí me parece un palurdo de tomo y lomo. Un pobre diablo. Un tipo que vuelca sus frustraciones disparando a todo lo que se mueve.

Pero nosotros a lo nuestro. Una de lomo. Rejos fritos. Carne ‘entomatá’. De postre un café. Para no caer en el sopor. No es largo el viaje de vuelta, pero el cansancio puede complicarlo.

Son más de las nueve cuando aparco. Desparramo el contenido de la mochila. Saco las botas al jardín. Me meto debajo de la ducha caliente. Y después debajo de una manta. Estiro las piernas. Las apoyo en la mesa. Y dejo que la tele me escupa lo que quiera.

Hay ocasiones en las que no hay más remedio que rendirse.

Un comentario sobre “Las primeras nieves”

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