Barro y alambradas

Tendrían que ponerse la antitetánica. Desde luego ese sería el consejo-reprimenda que oirían por doquier si contaban la historia. ‘¿Te pondrás la vacuna del tétano no?’. Le diría alguno de sus amigos médicos después de confesar que los arañazos de los brazos y espalda se los hicieron atravesando herrumbrosas cercas de alambre. Y si no se lo diría algunos de los abundantes padres y madres que estaban al tanto de infecciones, vacunas, prevención y zarandajas de ese estilo. Y si no se lo diría gente de una generación superior, la que se pasaba el día a la vera del televisor escuchando que el mundo no es más que una sucesión de peligros. Tragarse tantos telediarios no es bueno. Siempre hay una noticia en la que apoyarse para aconsejar-abroncar: ‘El otro día murió un niño de meningitis; hay que vacunarse y tener mucho cuidado. Que un día te va a pasar algo’.

‘No, si ya me han pasado varias’.

Tendrían que haber ido a un centro de salud y ponerse no solo la del tétano, también la de la rabia. Hubo mordeduras en aquella memorable jornada. Y darse betadine en las heridas. Y tomarse un inflamatorio y un nolotil, que no sé si es lo mismo. Y una aspirina y reposar.

Pero qué coño. Ahí estaban los dos tirando del orujo de la casa y fumando puritos reig. Con sus heridas y magulladuras. Rotos de cansancio y también de la risa que producía recordar las hostias que se habían ido dando. Y cómo treparon la valla para que no se los comiese el mastín. Se reían una vez a salvo. Quien les iba a decir que su suerte iba a cambiar tan de repente. Devoran filetes y bandejas de patatas fritas (también deberían hacerse un análisis de sangre; los telediarios dicen que por lo visto hay una epidemia de colesterol).

*  *  *

‘Nos estamos enfriando. Hay que hacer algo. O nos enterramos en el estiércol para pasar la noche o salimos ya. Quedan dos horas de luz’.

Deciden echarse al monte. Los truenos cada vez más espaciados. Rayos de ángulos aterradores. Una perpetua fina lluvia alimentando los arroyos. Seguirían el cauce principal todo lo que pudiesen. En algún momento deberían girar al este, hacia el bosque y las peñas de caliza. Como no podrían cruzar el arroyo, porque ya era un río, ese cambio de rumbo lo harían en la intersección de las aguas con la carretera. Suponiendo que el puente hubiese aguantado. Los que hacía el MOPU no eran como los romanos.

‘Luego tendremos que hacer unos quince kilómetros y aunque estamos de acuerdo con Kundera en que la carretera no es más que una línea que une un punto a otro y que no tiene sentido en sí misma y que el sentido solo lo tienen los dos puntos que une, dadas las circunstanciass podemos ceder terreno al pragmatismo. En tres horas llegaremos al coche’.

El plan B tampoco funcionó. Los afluentes de los arroyos, que ni siquiera aparecían pintados con trazo discontinuo en el mapa, eran poderosas corrientes que desaguaban las sierras adyacentes. Empezaron a seguir el afluente, buscando un punto por donde cruzarlo. No hacían sino caminar en dirección contraria. El cielo empezaba a abrirse. Pronto se vería alguna estrella. Y bajaría la temperatura.

‘No podemos seguir a merced de la red hidrológica. Hay que cruzar’. ‘Pero mira cómo viene el agua’. ‘Vamos a buscar un paso seguro, ¿tenemos cuerda?’. ‘Llevo un cordel de cinco metros, el de tender la ropa’. ‘En aquella parte el río se ensancha. Tendrá menos profundidad’. ‘La cuerda no va a dar’. ‘Ya, pero se trata de comprobar si podemos pasar. Yo creo que no tiene fuerza suficiente para arrastrarnos, pero mejor amarrarse, no sea que la caguemos del todo’.

El nivel del agua sube por momentos. El terreno es un charco continuo. Liebich se ata la cuerda a la cintura. Mórtimer se parapeta tras un árbol raquítico. Aferra los pies en las nudosas raíces que sobresalen del suelo. Se pone los guantes, empapados, y toma el otro extremo de la cuerda con las dos manos.

Aguas turbias arrastrando sedimentos. Arbustos sorprendidos con el agua al cuello. Calculan que el agua debe de llegar por las rodillas. Liebich se ajusta las correas de la mochila. Allá va.

Da el primer paso y pierde pie. La corriente lo voltea. ‘¡Me cago en la puta!’, maldice Mórtimer que, aunque estaba atento a las maniobras, le supera en primera instancia el tirón. Se agacha para aguantar el empuje. Trata de retroceder para sacar a su amigo del agua. Pero el suelo patina. Lo único que puede hacer es mantener la posición.

Liebich reacciona bien y enseguida saca la cabeza del agua. Brega con la corriente. El agua le llega por el pecho. ‘¿Estás bien?’. ‘¡Sí, todo bien! Hay un socavón enorme nada más entrar. La crecida ha excavado la margen. ¡Qué pasada tío!’. ‘¡Pero sal de ahí! Luego te recreas’.

Se afloja la tensión de la cuerda. Mórtimer también se descomprime.

Después de cruzar el río ya no queda ropa seca. Caminan envueltos en un silencio tenso. A buen paso.

Alambrada4

‘¿Qué más nos puede pasar?’. ‘Eso’, responde Liebich señalando hacia un terreno ondulado, justo donde el cielo parece querer abrir. Un enorme perrazo se acerca ladrando. Parece torpón corriendo. Es un mastín enorme. ‘No corras que es peor’. ‘No te preocupes, no puedo correr. Estoy hecho polvo’.

Una valla retiene al mastín. La vienen siguiendo desde que treparon por la ladera que había tras el arroyo. A alguna parte tiene que llevar. El perro les sigue. Gruñendo. Buscando un fallo en el alambre.

Liebich se registra compulsivamente. Busca el ahuyenta-perros. Un silbato que emite ultrasonidos que deberían espantar al animal. ‘Tranquilo, parece que se va’. ‘Yo por si acaso prefiero tenerlo a mano’.

Al cabo de un rato vuelven a escuchar los ladridos del perro. El trote desaliñado. Esta vez al otro lado de la valla. Es decir, al suyo.

‘¡Hostias con el puto perro!’.

Los olfatea. Los marca. Con las fauces babosas. No tiene un barrilito de coñac atado al cuello. Solo trae muy mala leche.

Marchan aprisa. Trastabillándose. Liebich sopla el ahuyentaperros con todas sus fuerzas mientras mantiene el equilibrio a duras penas sobre el talud resbaladizo. El mastín ni se inmuta. ¡Grrrr!.

‘Mira, allí hay otra valla. Vamos a saltarla y nos libramos de este’. Caminan con los calcetines embebidos —chof, chof—, la ropa mojada pegada al cuerpo. Entumecidos.

Tiran las mochilas al otro lado de la valla. ‘Vamos a alejarnos para tomar carrerilla y cuando yo te diga salimos zumbando. Hay que pillarlo desprevenido’.

‘¡Vamos!’. Se inicia el sprint. El perro, gira su cabezón, tiene cara de ministro embobado. Le cuelgan los belfos. El perrazo se arranca y va a por ellos.

Las manos sobre los alambres. Trepando como si se fugasen de un campo de concentración. Tienen el perro encima. A Mórtimer le muerde en una pierna. Le tira una patada desde arriba. Liebich ha librado, pero se enreda con el alambre de espino que corona la valla. Hacen equilibrios, tratan de no caer del lado del perro. Por fin saltan. Se arañan. Se desgarran los abrigos y las perneras del pantalón. Se ponen las mochilas a toda prisa y galopan.

El mastín, enrabietado, se desespera. Va de un lado a otro de la valla. Buscando el fallo en la alambrada.

Correr les ayuda a entrar en calor. Parecen dos forajidos de leyenda. O convictos huyendo de la justicia. Campo a través.

Recuperan el rumbo. Hacia el este. Buscando la carretera comarcal. El terreno está embarrado y pesado. Este maldito condado es una sucesión de colinas sin fin. Y en cada vaguada corre el agua. Y a cada poco hay un obstáculo.

Atravesar cercas de alambre de espino se convierte en una rutina. De forma espontánea se crea un protocolo. El primero que llega tira del alambre central con una mano, y con la bota aplasta el de abajo contra el suelo. El otro se agacha y pasa gateando. Se incorpora y, sin que se cierre el agujero, toma los alambres para que el primero pase. Aunque ponen cuidado en la operación, la fatiga física y mental hace que cada vez se enganchen con más frecuencia. Poco a poco destrozan la ropa y las mochilas.

Cuando los perros les sienten les ladran. Rectifican el rumbo para evitar casas, cortijos y naves agrícolas. Repudiados por toda la comarca. Son intrusos. Forajidos. Que saltan cercas y más cercas.

*  *  *

Parece imposible que esa misma noche puedan disfrutar de una cena junto a la chimenea. Departiendo sobre los percances del día; evaluando el alcance de las heridas que fueron acumulando.

Cuando llegaron a la carretera lo agradecieron. Iban atentos a los focos de los improbables coches. Aferrándose al aún más improbable hecho de que parase uno y los llevase hasta el Portichuelo. ¿Quién iba a parar en medio de la noche para recoger a dos tipos barbudos, con barro hasta las cejas y la ropa hecha jirones?

Pues el tercer coche que pasó. Que incluso tuvo la amabilidad de desviarse de su camino para dejarlos donde muchas horas antes habían aparcado. Expect the unexpected, había leído Mórtimer en un sobre de té. Una marca que apostaba por los aforismos zen.

Mientras comen despacio, tras una reparadora ducha de agua caliente que les ha soliviantado los arañazos, la ropa, colgada de cualquier manera por el cuarto, se va secando. Las botas escurren el barro en el coche.

Mórtimer ceba la pipa con una calma geológica. Prensa el tabaco con el pulgar. Con el punzón del ataca-pipas hace agujeros en la masa compacta. Se deleita con la súbita quemazón de la cerrilla al rasparla contra la lija. Y cómo después se ahoga ese sonido una vez empieza a arder la madera.

‘Me gusta esa reflexión de Kundera sobre el fin y los medios. En la que compara caminos con carreteras’. Dice Liebich. A lo que Mórtimer asiente con un buen par de bocanadas. ‘¿Me escuchas?’. Mórtimer asiente —mmmhhhhmmmm— sin dejar de mirar las brasas. En ese dulce sopor que produce el cansancio extremo, una buena comilona y la felicidad de estar a salvo. ‘Te leo: Antes de que los caminos desaparecieran del paisaje, desaparecieron del alma humana: el hombre perdió el deseo de andar, de caminar con sus propias piernas y disfrutar de ello. Ya ni siquiera veía su vida como un camino, sino como una carretera: como una línea que va de un punto a otro punto. El tiempo de la vida se convirtió para él en un simple obstáculo que hay que superar a velocidades cada vez mayores. El camino y la carretera son también dos concepciones diferentes de la belleza. En el mundo de las carreteras un paisaje hermoso significa: una isla de belleza unida por una larga línea a otras islas de belleza. En el mundo de los caminos la belleza es ininterrumpida y constantemente cambiante; a cada paso nos dice “¡Detente!”’.

Mórtimer parece salir del trance. Plantea la siguiente cuestión: ‘¿Y cómo se incrustaría, en ese pensamiento, esta tendencia nuestra de explorar el territorio obviando pistas, caminos e incluso senderos? Es decir, si el camino, en comparación con la carretera, es prácticamente la felicidad, ¿qué es ir campo a través?’.

‘Es la belleza total. La exclusividad y el todo al mismo tiempo. Un estado primario e instintivo. Es la esencia’.

‘Míralo, qué poético. Te ha quedado hasta bonito’.

Y la pipa ardió y ardió. Y las brasas se fueron consumiendo. Y se quedaron dormidos en los sillones.

Deja un comentario

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.