La lentitud y la debilidad

Con trazo desigual alguien ha escrito en la pared del refugio: ‘Hoy me siento muy pequeño’.

Y es lo que me invade al tomar la decisión de salir del saco. Después de haber pasado casi once horas como encapsulado en un capullo. Dando vueltas. Buscando calor y amparo en la primigenia posición fetal. Escondiendo la cabeza del frío, y de la cruda realidad. Replegándome para evitar las zonas que se han humedecido.

No hay mucho que hacer en los refugios. Agujeros que sirven para resguardarse de la lluvia y el viento. Esperar a que llegue el siguiente día para ponerse en marcha. Es un lugar incómodo. Sin mesas. Sin sillas. Sin catres. Con goteras.

Fuera a ratos está soleado. Cuando amaina el viento sabe bien un cigarrito. Oler el tabaco ardiendo. Y enfrente unas nubes que crecen y parecen agrandar la montaña. Se prepara una buena. Me siento más pequeño.

A medida que se ascienden metros, la columna de aire que soporta nuestro cuerpo es menor. Y la proporción de oxígeno más exigua. Se entra en un estado de laxitud.

La falta de presión abomba las botellas de agua que hemos acarreado desde abajo. También las bolsas de frutos secos que fueron envasados en condiciones de mayor presión.

La falta de oxígeno descompone el cuerpo.

Cuando se gana mucha altura se pierde la cabeza. Igual que el aire encerrado en bolsas y botellas se expande por la falta de presión, el líquido celular se sale por falta de contención. Los edemas son impredecibles. Difíciles de detectar por el afectado cuando es cerebral. Uno se siente laxo, cansado. Plácidamente cansado.

Cuando no se gana tanta altura se dan las fases amortiguadas de los síntomas más graves. Se altera el equilibrio entre los gases pulmonares y el oxígeno.

Al llegar al refugio, al agujero que nos dará cobijo, hay que buscar amparo en las pequeñas tareas. Se hacen con una extrema lentitud. Para que no se acaben. Y también porque es complicado ir más rápido. En la montaña gobierna la lentitud. La pausa.

La lentitud ayuda a combatir la debilidad.

El malestar físico y ese sentimiento de impotencia, de pequeñez, ante los elementos. Tragar saliva ante la ladera de hielo que hay que atravesar al día siguiente para salir del agujero en el que nos hemos metido. Te demoras enroscando el infiernillo en la bombona de gas. Contemplando y escuchando cómo la nieve se convierte en agua. Y después observas la aparición de pequeñas burbujas. Esferas plateadas que ascienden hacia la superficie del cazo de aluminio. El rumor del quemador.

Te pierdes en detalles fractales en los que jamás reparas.

Te fijas cómo está escrito ese “Hoy me siento muy pequeño”. Con un rotulador sobre el yeso. Vas a la mochila, despacio, y sacas el té. Queda poco para el gran acontecimiento: tomar un té caliente con un pedazo de bizcocho de chocolate. Vamos, la hostia.

Blog_271_2Buena parte del tiempo en el refugio o en la tienda de campaña se consume reubicando las cosas de la mochila. Abriendo y cerrando cremalleras. Buscando el cortaúñas. Sacando las polainas a secar. Clasificando la comida que va quedando. Apretando cinchas. Volviéndolas a soltar.

Llega el momento supremo de meter algo caliente en el cuerpo. Y te reconforta. Masticas chocolate. Te siente dichoso. Sigues siendo pequeño, que no se te olvide.

El montañero, el explorador, combate el tedio, los arrebatos de nostalgia y la soledad con herramientas insospechadas. Puede estar a miles de kilómetros del hogar, aislado, con frío. Y para no caer en el abismo se concentra en permanecer en cada instante.

Piensa en una serie de cometidos que sean fáciles de llevar a cabo. Despieza lo inalcanzable en pequeños logros. Baila una coreografía de movimientos lentos.

Subir hasta un collado. Paso a paso. Clavar los piolets. Los crampones. Sin precipitarse. Admirar el paisaje. Oler el aire.

Es un ser anhelante. El amparo, el verdadero amparo, es la mujer que dejó atrás. El montañero es un ser débil con piel curtida y mirada escondida. De un silencio glacial.

El montañero se ampara en el recuerdo de la calidez amatoria.

Pero lo único caliente que puede haber por esos lares es otra taza de té. Quiere pensar que los calcetines húmedos estarán un poco más secos a la mañana siguiente, después de dormir sobre ellos. No hay una cajonera de la que sacar ropa limpia y confortable.

Pasan los días en este plan minimalista. Haciendo eterno cada minuto. Mascando cada detalle. Convirtiendo la lentitud en una forma de vida.

Pasan los días racionado las baterías de la cámara de fotos y del mp3. Es otra de las herramientas insospechadas. Cada noche, antes de dormirse, se concede veinte minutos de sus programas favoritos. Videodrome, Saltamontes, Cuando los elefantes, La Estación Azul, Documentos y, cómo no, Todos somos sospechosos. Parte del equipaje son los podcast que ha ido seleccionando y almacenando.

Es lo más cercano a sentirse amparado.

Se acurruca. Se esconde de la noche. Da igual la tormenta de nieve. Da igual que haya nubes gigantescas que sobrecojan. Todo da igual durante unos minutos.

Se levanta. Y, en efecto, ‘Hoy me siento muy pequeño’. Pero lo he escrito. He dado otro pasito. Concentrado en la lentitud. Leyendo los detalles nimios que de repente explican una vida.

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