A setas

En septiembre, cuando la Feria echa el cierre al verano, estoy pendiente de las borrascas que puedan filtrarse hasta la sierra. Atento a los días nublados, escrutando los partes meteorológicos del Aemet y del Mountain Forecast. Sacando información, cuando se puede, de los que fueron a caminar por la montaña o echaron el día por Abrucena, Bayarcal o Paterna del Río. En septiembre debería caer agua, una lluvia fina y continua a ser posible, para ir apagando la sed de un terreno polvoriento y reseco que ha soportado estoicamente un verano duro como pocos. Esas primeras precipitaciones que inauguran el año hidrológico, en altura, son también las primeras nieves.

Para ir a setas hay que esperar el momento adecuado. Hay años en los que las condiciones no se dan: que caigan estas lluvias septembrinas y vayan empapando el suelo, que llovizne también en octubre y quede un estrato húmedo bajo la alfombra de acículas, que no se adelante el invierno y las heladas arruinen la temporada. Hay que aguardar ese momento otoñal, de temperaturas templadas, paleta de ocres y borrascas moderadas.

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La pista serpentea por los valles buscando los últimos accesos a la sierra. Isaac conoce bien el territorio y sabe en cada bifurcación para dónde tirar. Evaluamos el estado del monte y el de la montaña. En el Picón ya se ven algunos parches de nieve que tendrían que llegar hasta junio. La tierra parece húmeda. El cielo raso y los pinos estáticos. Un día dulce, aunque la templanza es excesiva para estar en noviembre.

Ir a setas es una excusa para darse una vuelta por el campo, una excelente coartada para desayunarse media de tomate en uno de esos bares de carretera que forman parte de nuestros clásicos. Saboreamos charlas propias y ajenas. Sarcásticos comentarios que van matizando las noticias que da la tele, quejas sobre los últimos robos de almendras por la comarca, el abuso del monte por parte de gente que viene a recolectar en plan industrial y dejan el campo patas arriba, lleno de papeles y con toda la pinaza rastrillada.

Damos con un paraje que nos parece adecuado. Una ladera suave que ya en el pasado nos dio muchas alegrías. Sacamos nuestra cesta de avellano y, navaja en mano, comenzamos a caminar despacio. Muy atentos, con toda la atención puesta en una sola cosa: el color anaranjado del níscalo. Ante la menor duda te agachas, levantas la pinaza, esa capa crujiente de acículas que después volverás a poner en su sitio, palpas la humedad, hueles la tierra fresca, viva, y saboreas la mañana limpia.

TiBlog_442ene algo de ejercicio de meditación, estar rodeado de silencio, con todos los sentidos concentrados en una sola cosa: níscalos. Es muy parecido al acecho de f
auna salvaje, te centras en encontrar esa especie que te obsesiona desde que eras chico. Te creas un remanso de paz, un fortín en el que nada puede entrar, ni siquiera estás tú; has desaparecido.

Escuchas tus pasos crujientes, el frufrú de los pantalones. Que un carbonero garrapinos rompa con su alegre canto el rumor sordo del bosque. El tacto de la corteza de los árboles. El aroma del monte. Todo eso es ir a coger setas. Te agachas a comprobar que ese naranja no es una aberración de óxido de hierro en el cuarzo, ni una escama de pino. En efecto, es algo carnoso, más bien cartilaginoso, es como el hélix perfecto de una oreja de bebé. Has dado con un níscalo, un ejemplar tierno, que recién salió de la tierra, empujándola.

Tienes que calmarte e ir retirando las acículas y la tierra suelta que se queda pegada en el sombrero del hongo. Vas dejando al aire esa maravilla de la naturaleza. Muchas veces hay más alrededor. Un níscalo te lleva al siguiente y levantándola alfombra que cubre el bosque queda expuesto un reguero de joyas. Te alejas un poco para contemplarlo, antes de ir cortando una a una, con cuidado. Un aceite naranja lubrica la hoja de la navaja. Te vanaglorias de tu hallazgo. Después de tantos meses de espera, de la conjunción de factores que se dio. Nutrientes que eran desperdicios devienen en un hongo que será la base de un guiso.

Tras cortar los primeros níscalos de la temporada y colocarlos en la cesta de avellano te sacudes parte de la ansiedad. Caminas al azar, entre pinos. La cesta se va llenando a rachas. En ocasiones se filtran pensamientos y reflexiones; la mente analítica no para de generar ruido, ideas, anhelos.

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Vas a buscar setas porque fuiste con alguien que sabía y te enseñó a identificarlas. Aprendiste que algunas de ellas son mortales y otras deliciosas. Se recolectan. Y recolectar es muy humano (tienes en tu haber un largo currículo de recolección: castañas, moras, higos, nueces, espárragos). Te fiaste del amigo; las comiste y no te pasó nada. Te convertiste en depositario de un conocimiento ancestral. Puede que en nuestra era y en nuestro país la utilidad sea más bien lúdica, un tanto esnob si me apuran, pero en épocas pretéritas formaba parte del acervo de subsistencia: conocer qué se puede comer, cuándo y dónde se recolecta. Es parte de tu cultura y algún día le dirás a alguien que esas setas anaranjadas, con textura de cartílago, semienterradas en el monte, son Lactarius deliciosus, y ya serás parte de la cadena de conocimiento que te une con tus ancestro más remotos, los que vivían en cuevas y se cubrían con pieles. Todo eso piensas y mascullas mientras caminas en silencio, un poco distraído.

Con una cesta nos conformamos. Deshacemos la pista hasta llegar al bar en el que dan un queso plancha que por sí mismo explicaría la excursión. Llegas a casa a una hora perfecta, para tomarte un cafelito y poner un disco de jazz. Con ese ambiente, con el sol cayendo y nimbando las nubes, te preparas a faenar las setas, a trocearlas y sofreírlas ligeramente. Retiras las acículas que quedan, la pila se llena de tierra, escurres los hongos y los picas. Pones la sartén a calentar. Te acuerdas del bosque, de las sensaciones. Con esta cesta tienes para tres cenas con buena compañía.

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