Para explicar cómo se tritura una montaña, qué fuerzas son capaces de atomizar compactos peñones de sólida roca, hemos de recurrir al frío y al tiempo.
Por un lado están los glaciares, formidables espesores de nieve que bajo su propio peso colapsan hasta convertirse en acerado hielo que, deslizándose a favor de pendiente, se llevan por delante cualquier obstáculo. Son una especie de gigantescos bulldozers que arrancan rocas y socavan el terreno, exagerando hasta la caricatura la topografía original. Tras unos miles de años operando desfiguran el paisaje, generando un territorio lleno de discontinuidades, desniveles y hondonadas.
El segundo elemento demoledor es el agua que rellena las pequeñas fisuras de las rocas. Al congelarse se expande, actuando a modo de palanca y ensanchando las mínimas oquedades iniciales hasta hacer grietas que llegan a partir las piedras.
Estas acciones mecánicas, a lo largo de milenios, dan lugar al paisaje que Isaac y yo teníamos ante nosotros. Un verdadero cascajal ─como el Indio designa la sucesión de canchales y derrubios acumulados en las laderas de las montañas─ salpicado de pequeñas lagunas, algunas con agua, otras secas.
Es en verano cuando mejor se recorren estas descascarilladas paredes verticales, a salvo de desprendimientos y aludes. En inviernos, internarse por las nortes de Sierra Nevada resulta más comprometido, aunque ciertamente más sugerente. A finales de agosto el sol calienta las piedras y el agua, escasa, aflora en leves manantiales que se manifiestan en forma de borreguiles. Resulta fácil detectar estas manchas verdes en un paisaje marciano, lleno de aristas, abiótico. Es ahí donde llenamos las cantimploras.
El calentamiento global ha provocado el repliegue de todas las masas de hielo de la Tierra. El Corral del Veleta, que en la Pequeña Edad del Hielo albergó el glaciar más meridional de Europa, dejó en herencia un permafrost del que apenas queda algún resto. Hasta hace pocos años las nieves aguantaban de un año para otro. Hoy apenas nos encontramos con un par de sucias manchas de nieve que muy discretamente sobreviven en los rincones más sombríos e inaccesibles de la sierra, en la norte del Veleta.
Pero fueron los glaciares del Pleistoceno los que mordieron el paisaje. Los que le imprimieron carácter a la sierra. Así surgieron los cresterones, lagunas, surcos glaciares, morrenas y paredes verticales. Las nieves perpetuas del cuaternario parece que se perdieron hasta el próximo período glaciar.
A Isaac le gusta andurrear por estos rincones en verano. A veces se detiene y se queda ensimismado, escrutando alguna de las paredes que tenemos enfrente. Busca el acceso a un corredor que tenemos en mente hacer este invierno, me lo ubica con pericia, sacamos variantes. El terreno, desnudo, sin nieve, permite estudiar las opciones, que hay que memorizar durante meses.
Desde el collado del Juego de Bolos alcanzamos a ver la laguna de La Mosca y la cara norte de la Alcazaba. Cuesta creer que haya un paso, el Gran Vasar, para cruzar toda la pared de manera cómoda. Me vienen los recuerdos de la Integral que nos llevó desde Jerez del Marquesado hasta Lanjarón; allí fue, precisamente, donde conocí al Indio.
En las horas centrales del día nos refugiamos bajo la sombra de uno de esos peñones que el frío ha derribado. Inmensos bloques descansan al borde de la laguna, esperando milenios a que el hielo y la gravedad los arrastren más abajo. Comemos algo, admiramos la lámina de agua, los reflejos; nos recreamos en la quietud del paraje. La mansedumbre de las cabras rumiando entre las piedras añade una nota bucólica a la siesta.
El silencio, el bendito silencio, tan caro en el Antropoceno.
El carácter más hosco de la sierra reaparece en el invierno. No es raro que se acumulen 8 metros de nieve en el Corral del Veleta. No podemos olvidar que este es un medio hostil. Ahora hay pistas que te ponen en los tres mil metros. Pero cuando reaparece el frío, cuando sopla el viento, la sierra recupera su carácter. El mismo que podemos leer en crónicas del siglo XII. Como sugiere Antonio Gómez Ortiz[1] los árabes y los primeros cristianos repobladores, tras la conquista de Granada en 1492, no debieron adentrarse en los tramos más elevados de esta montaña. La descripción que nos llega de Sierra Nevada, de un tal Muhammad b. Abi Bakú al-Zuhri, nos habla de un mundo mucho más frío: “Y esta montaña es una de las maravillas del mundo porque no se ve limpia de nieve en invierno ni en verano. Allí se encuentra nieve de muchos años que, ennegrecida y solidificada, parece piedra negra, pero cuando se rompe se halla en su interior nieve blanca. En la cumbre de esta montaña las plantas no crecen ni los animales pueden vivir (…). Nadie puede subir a esta montaña, ni andar por ella, salvo en la época de calor, cuando el Sol está en el signo de Escorpión, siendo entonces posible su acceso”.
En efecto, en invierno, las cosas cambian. De eso ya hablaremos, baste esta imagen para evocar el hielo en este verano que parece dar las últimas boqueadas.
[1] Gómez Ortiz, A. 2005. El paisaje glaciar de Sierra Nevada: evolución del conocimiento, resultados recientes e investigaciones en curso en el Corral del Veleta. Treballs de la Societat Catalana de Geografia, 59, (63-86)