Silencio

Con el paso del tiempo la razón de hacer algo va cambiando. Probablemente la motivación, pasada determinada edad, solo se sostiene en tanto en cuanto hacemos cosas por otros. Ese es uno de los grandes peligros de la soledad. No tener nadie de quien preocuparse. Dejarse. Caer en la desidia más absoluta.

Uno se obliga a madrugar porque tiene que sacar al perro. Se caga en el perro, en el frío y en todo. Pero al final se alegra de tener un perro que agradece que lo paseen.

Uno se obliga a ir al veterinario porque el gato se clavó no se qué persiguiendo grillos por el jardín. De otra manera, puede que prescindiese de la civilización, de coger el coche a las tantas, de ir hasta la quinta moña. Pero por el gato lo que sea.

Uno se obliga a ir de compras por los agobiantes centros comerciales para tener algo que ofrecer a los sobrinos el maldito día de Reyes. Que resulta no serlo tanto cuando los pequeños demonios alucinan con la farsa que se monta. Resulta que hasta tú acabas creyéndote que fue el camello de Gaspar el que dio un bocado a la zanahoria que los padres dejaron en el sofá la noche anterior. Y sí, bebieron agua de la palangana que colocaron bajo el árbol. Si por uno fuese no habría ni árbol, ni lucecitas, ni un trocito de ilusión absurda.

Uno revive si tiene un hijo. Dicen. Porque a partir de ese instante se cobran fuerzas para hacer cosas que uno, para sí mismo, ya no haría. Ni de coña.

Se retoma la buena costumbre de hacer las cosas con pausa. Vuelve el método para organizar el tiempo. Hay objetivos a corto plazo. Hay tareas inaplazables.

Desaparece el silencio. Regresa el bullicio.

El silencio. De eso quería hablar. De que ese es ahora mi objetivo cuando voy a la montaña. Por eso la entradilla de que cambian los objetivos, las necesidades.

La montaña era el reto continuo, de carácter deportivo, de supervivencia, de a ver quién era más cafre. Como aquello del Teide, cuando con el ínclito Gerardo nos planteábamos subir a la cumbre desde la playa. Subir y bajar en el día. Enormes dosis de motivación  nos llevaron a hacerlo en catorce horas. No me explico cómo.

El panorama ha cambiado. La montaña poco a poco fue deviniendo en el refugio de la prisa, de la banalidad, de lo superfluo, de las redes sociales. La montaña se fue consolidando como un lugar en el que estar tranquilo.

Últimamente, por diversas circunstancias, voy solo a la montaña. Solo sin tilde. Es decir, que también voy a otros sitios, pero a la montaña voy sin compañía. (Nota: ejemplo de la importancia de las tildes).

Las últimas nevadas han dejado un panorama espectacular. Adoro la aproximación por la A92, echando un vistazo a las cumbres, meditando sobre qué ruta consagrar, qué canuto subir. En Huéneja desayuno mi media de tostada con miel ─equivalente a unas diez tostadas normales─ con mi cafelico y mi periódico provincial. Echo un vistazo a la sección de deportes, las noticias de sociedad, el sector agroalimentario. Costumbres heredadas de la compañía de Matías.

De fondo la conversación de los cazadores y de un paisanaje peculiar que Juanito no tardaría en abordar, serán las últimas palabras que escuche en horas. Allí mismo compro pan, que sé que no voy a comer, y una botella de agua.

Y me echo al monte.

Ir solo te obliga a prestar atención a todos los detalles. Todas las decisiones son tuyas. No puedes echar la culpa a nadie. Estas presente. Aquí y ahora, que decían los loros de Huxley en La isla.

Decía que ha nevado mucho. El anticiclón y el frío han consolidado el manto de nieve. Escucho cómo los crampones se hunden en el helor. Escucho mi respiración. Gano altura. Perspectiva. Veo la A92 allí al fondo. Los molinos de viento. La línea de pinos. No puedo negar que afrontar solo las paredes heladas, las sombras amenazantes, me acojona un poco. Uno se siente muy poca cosa, desvalido. Lo único que se puede hacer es andar y meterle mano a la montaña poco a poco, con calma, no vayamos a cagarla.

Sigo ganando altura y confianza. Miro el GPS. Voy a hacer cumbre, me lo he propuesto. Empiezo a entrar en calor, me animo.

Y cuando paro de andar se hace la magia: silencio.

Es tan difícil lograr que haya silencio total.

En la montaña, en la naturaleza, lejos del rumor continuo de electrodomésticos, motores de explosión y una miríada de dispositivos que se supone nos hacen la vida más fácil, el silencio absoluto tampoco es fácil de lograr. El viento, los ecos rurales que emergen del fondo de los valles, uno mismo, frustran ese cero absoluto.

Estos días sin viento, de quietud, he logrado dos buenas mañanas de __________.

Nada. Eso era. La nada.

Y eso es lo que ahora busco en las montañas. Un rato de vacío, hacerme budista durante unas horas. Hacer cumbre, comerme una tableta de chocolate y bajar al coche, mi única compañía en la excursión. Respirar. Escuchar cómo cruje la nieve.

Deshago la pista con cuidado. El Dacia se porta. El humo de la pipa inunda el habitáculo. Escucho Radio 3. En busca de una tapa, de otro café en el que mojar galletas.

Son días magníficos. Ratos de soledad y silencio que reparan heridas y curan el alma. Días que te ponen en tu sitio. Te despejan y te dan ideas para escribir. Por ejemplo este post o esa otra que tengo que desarrollar más, eso de que uno funciona porque tiene a otros por los que quiere hacer cosas, porque se realiza haciéndolas: perros, gatos, sobrinos, hijos.

Sí, hijos. (Nota: Tema a desarrollar).

3 comentarios sobre “Silencio”

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