1.Unas vacaciones inesperadas
Los Pirineos eran una quimera de dudoso perfil vistos desde el mar de Alborán. El verano, que pudo haber sido más cruel, convertía Almería en un destino turístico. La vida se concentraba a orillas del mar, donde el confuso bullicio y la arena caliente -descomunalmente pisoteada- me retraían a las sombras del hogar. Allí saboreaba esperanzado el fresco mañanero pero antes del mediodía el calor había colonizado todos los recovecos y mi buena disposición claudicaba. Entonces, buscaba con ansiedad pronósticos del tiempo que desactivasen el viento de levante.
Las cumbres de Sierra Nevada se diluían en una calima voraz que ponían cada vez más en duda aquella afirmación en la que sostenía, convencido y con pose de triunfante emperador romano, que este año sí, los neveros aguantarían hasta septiembre, permitiendo solapar las tardías nevadas de junio con las primeras de la nueva temporada invernal.
Sierra Nevada en agosto, foto de Isaac
El plan de ir a Pirineos se había gestado tras un inesperado regalo de mi mujer. Había pasado los últimos meses jugando a eso de la igualdad, cuidando de Julia mientras ella madrugaba y se iba a trabajar. Perdí muchas partidas, lo de suplantar a una madre y hacer las pertinentes labores del hogar, tener la comida preparada, la niña atendida, comida y paseada, pronto puso en riesgo mi salud mental. Llegaba a rastras al final de la semana y cada vez empezaba la siguiente con menos energía. Y eso que libraba algunas tardes y no era yo el que se desvelaba ocho veces por noche para darle la teta. Esto de hacerte cargo de (parte de) la crianza resulta un buen ejercicio para darse cuenta de que los hombres somos el sexo débil y de que la fortaleza mental de una mujer no tiene parangón.
Visto mi progresivo deterioro me propuso una tregua ¿Y por qué no te tomas una semana y te vas a la montaña?
Tardé medio segundo en aceptar tan suculenta oferta, estaba lento de reflejos. Aunque sea me subo a cualquier pico y allí medito, pensé. Recordaba, ya vagamente, que aquello del silencio y la tranquilidad estaba muy bien.
¿Seríamos capaces de ver un tritón del Pirineo?
Durante los siguientes meses comenté el plan con algunos buenos amigos y, ante mi sorpresa, quisieron apuntarse. Yo me veía dando tumbos por ahí solo y de repente tenía una pléyade de excelsos colegas con los que compartir unas buenas jornadas montañeras. Finalmente, con Eduardo, Isaac y Gerardo, se conformó un cuarteto altamente operativo y cualificado. Es imprescindible, para estos menesteres, juntarse con gente poco exigente en cuanto a comodidades y dispuesta a lidiar con la aleatoriedad que la climatología confiere a este tipo de viajes.
Logré salvar un par de tardes para quedar con Isaac y, sobre los mapas y libros que juntamos, bosquejar nuestro plan. El Cilindro del Marboré, accediendo desde Pineta, y el Possets, entrando por Estós, fueron las cimas que vertebraron aquellos cinco días en los que pensaba desquitarme de tanto tiempo sin hacer noche en la montaña. Los dos días que completaban la semana los utilizaría para ir y volver; casi dos mil kilómetros de carretera serían necesarios para convertir en realidad la idea pirenaica.
Papelillo-talismán con el itinerario y la lista de cosicas necesarias (tiene demasiados porsis)
Los días se fueron haciendo de plomo, repetitivos. El calor y el desaliento progresaban de la mano. Julia requería toda mi atención y la vida se iba convirtiendo en algo insípido y carente del menor interés. Apenas me quedaban fuerzas para ir reuniendo el material necesario: A una semana vista todos mis bártulos seguían en el trastero y me veía incapaz de ir allá abajo y armar una mochila medio decente.
Isaac tuvo que renunciar al viaje. En otoño vislumbraba una expedición himaláyica, una oferta irrechazable. Eduardo, por su parte, se había equivocado al pedir la semana de vacaciones. Quedábamos Corcho y Tapón, como el Indio había bautizado en su momento a la dupla que formábamos Gerardo y un servidor.
Por fin llegó el día. Afortunadamente Edu pudo deshacer el entuerto, así que el operativo quedó así: Yo saldría a las seis desde Almería. A eso de las nueve y media, previo desayuno en Huéneja, dejaría el coche en La Carolina, donde me esperaba Gerardo. A la una comeríamos en casa de Edu, en Madrid. Tras dar un beso a mis queridos padres, que no dudaron en acercarse para verme (son adorables, mi madre trajo albóndigas y todo para su primogénito), seguimos hacia Zaragoza, Huesca, puerto de Monrepos, Sabiñanigo, Bielsa y, por fin, Pineta[1].
Desde que me encontré con Gerardo no paré de hablar. Al principio supuso un desahogo enorme, éramos como dos enfermos largando ante el siquiatra todas nuestras frustraciones. El viaje suponía para ambos una liberación transitoria tanto matrimonial como paternal, necesitábamos aire fresco. A partir de Madrid la conversación fue más constructiva, y nos íbamos realimentando con la perspectiva que abría un viaje tan inesperado.
Una bofetada de calor nos golpeó al bajar del coche en aquel paraje verde y frondoso donde se acababa la carretera. La ola de calor había logrado filtrarse hasta aquellos húmedos valles. El fragor revitalizante del Cinca, que allí era un bravo torrente de montaña, y la perspectiva de echar los sacos sobre la pradera, bajo las hayas, casi me hizo llorar. Por fin estaba en territorio montañoso.
Por fin el ansiado valle de Pineta
[1] No puedo dejar de acordarme con mucho cariño, ante la ristra de nombres, de Juan, con quien tan buenos ratos he pasado; sufrimos un desencuentro que habremos de resolver; mi incompatibilidad entre montaña y familia está en el origen del desafortunado malentendido
Buena escapada!
Claro que si novelista, la escapada se hace necesaria. Merecida la tienes padrazo!!