Sísifo dando bandazos

En lo más profundo del verano no hago pie. Cuido del bebé y de su hermana. Pongo lavadoras y secadoras. Hago la comida y biberones. Macerado en humedad. Hago la compra mientras la niña se rebela porque quiere una bola de la máquina de bolas. No hay bola digo yo. Y se lía. Encadenamos una ristra de porqués cada vez más absurdos que terminan con el portazo del porque lo digo yo. Llantos, gritos, desesperación. Compro pañales para seguir cambiando pañales. La humedad atroz. La ola de calor. La mascarilla deshaciéndose al contacto de la barba. Pica como un demonio. Necesito un respiro.

Y lo encuentro:

Almería. Agosto. Tres de la tarde. Ni siquiera los lagartos desafían la solanera imperante. Cerros tapizados de matorrales espinosos. Espartos y gramíneas. Pedregales imposibles que adoro trepar. Escalo hacia la brisa que corona estos volcanes que asoman en el mar. Disfruto.

Soy Sísifo.

Eso es al menos lo que me contó Javier. Javier, mi mentor, mi director de tesis. Que sin pretenderlo da buenos consejos, propone buenas lecturas, da buenas ideas. Ahora me da la excusa narrativa con la que enfrentarme a este profundo verano que antecede al abismo del otoño.

Sísifo condenado por rebelde, por enfrentarse a los dioses. Los muy joputas le condenan a subir un peñasco hasta lo alto de un monte. Allí lo suelta y cuando cae al valle vuelta a empezar. Para colmo lo dejan ciego.

Lo que cuenta Camus en El mito de Sísifo, me cuenta Javier, es que incluso en esa vida tan perra y repetitiva es posible hallar el disfrute. ¿O no tenía que bajar feliz Sísifo, liberado de la carga, corriendo como un loco cuesta abajo, en busca de su pedrusco? Hasta en esas circunstancias hay una grieta a la que agarrarse.

Tú eres Sísifo subiendo a esos cerros en lo más crudo del verano, me dice Javier.

Provisto de narrativa ya no hay quien me pare. Así que a la siguiente oportunidad que se presenta cojo el coche, un termo de café bien caliente, un bastón y las roídas zapatillas. He soltado la piedra. Todos duermen la siesta y yo me doy a la fuga. Me voy para el Cabo, a subir cerros.

Atravieso un pasillo de coches varados en la cuneta. La playa colmada de bañistas no es mi destino. Atravieso chiringuitos con olor a sardinas. Cervezas, gente, sombrillas. Sigo hasta dejar el coche en una rambla abandonada. Envuelto en el jazz que me procura Michel Camilo, Brad Mehldau, Pat Metheny. Me llevo mi narrativa puesta, igual de necesaria que las zapatillas.

Veo el cerro y me vuelvo loco. Corro por la carretera, me echo al monte y trepo hasta que el corazón me late tanto que tengo que parar. Respiro, tomo aliento. Sigo subiendo, con más pausa. Miro atrás. El coche empieza a ser un puntito. Tropiezo con aljibes abandonados, de una época en la que desde el interior se miraba con desprecio y temor la playa, la puerta de entrada de bucaneros sin modales. Me sumerjo en la aridez del territorio. Un reguero de palmitos marca el fondo del barranco. Escucho lagartos que se escabullen entre la hojarasca reseca. Manda el silencio.

Llego al collado que precede a los dos cerros que voy a coronar, el San Miguel y la Testa. Estoy por echarme a llorar. El paisaje tan bello, el aire tan fresco. Y lejos, muy lejos, queda el peñasco que tendré que volver a subir en un rato. A mis pies las salinas del Cabo de Gata. Una paleta de colores memorable.

Esos momentos se convierten en eternos cuando estamos en ellos, sin imaginar lo que tiene que venir. Encaramado en el montón de piedras que corona el volcán apagado que acabo de subir contemplo los que ya he subido y elijo la siguiente incursión. Desde allí, en un juego de espejos, observaré este en el que estoy.

Y pienso. Que Sísifo tiene que estar siempre presente. Que por eso la gente no quiere morirse. Porque siempre hay un motivo para seguir vivo. En realidad hay dos. El primero es la curiosidad por saber el final de todas las historias de las que somos testigos. El segundo es que por muy limitada que sea la vida siempre (siempre, nunca, son demasiado radicales, por siempre me refiero a las vidas más comunes) hay un resquicio de mínimo disfrute, el ratito de vaciar la vejiga y quedarse a gusto (tirarse un pedo también sirve), escuchar una música bonita, tomarse un yogur fresquito de madrugada, dejar que la lluvia te empape…

Te lo dice Sísifo.

Salinas del cabo de Gata vistas desde el San Miguel

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