Al escribir el título de esta entrada es inevitable que piense en el Viaje sin mapas, de Graham Greene. Aunque mucho más conocido por sus novelas de espías (Nuestro hombre en la Habana, El tercer hombre), Greene era un viajero incansable, que solía apostar por lugares salvajes y remotos. Dejó rastro de sus experiencias en numerosos libros y las ambientaciones de sus novelas bebían de sus periplos. En Viaje sin mapas recoge sus 500 kilómetros de andanza por el interior de Liberia, que carecía mapas en esa época (1934). Conoció una de los pocos territorios que quedaron al margen de la colonización europea. Lo que hace interesante la novela de Greene es ir descubriendo un territorio inhóspito, desconocido, sin otra guía que el instinto o el que le procuraban los nativos.
Me sitúo en las antípodas de esa actitud, que admiro y he vivido a escala más modesta. El marco circunstancial me ha devuelto a la práctica que fraguó mi hábito por explorar y viajar. Ante la imposibilidad de recorrer el territorio, imagino lo que haría a través de mapas. Pasar las páginas de un Atlas es leer un gran libro de viajes. Me gustaba recorrer países, escudriñar nombres extraños e imaginar que algún día vería con mis propios ojos esas representaciones cartográficas.
He desempolvado mi reservorio de mapas provinciales y hojas 1:50.000 del Instituto Geográfico Nacional. Hace unas semanas me dediqué a seguir el recorrido del río Fardes (hojas 992 y 1010 de la cuadrícula 1:50.000 del Instituto Geográfico Nacional), que atraviesa la A-92 a la altura de Purullena, Granada. Tenía por seguro que el Fardes bajaba de Sierra Nevada y nacía de la confluencia de unos cuantos arroyos nutridos de las precipitaciones que caen en la cara norte de este potente sistema montañoso. Que incluso el Alhorí, que tantas veces he remontado y disfrutado en el ascenso hacia el Picón, era uno de sus tributarios más generosos.
Sin embargo, al mirar una posible ruta por la sierra de Huétor, pude comprobar que allí había una “Acequia del Fardes”, lo cual trastocaba por completo mi idea original. Confundido, fue cuando registré mi archivo de mapas para confirmar mi error: el Fardes no nacía en Sierra Nevada. Comprobé que viaja hacia el sur y gira hacia levante para inundar las primorosas vegas que surgen entre la Sierra de Huétor y Sierra Nevada. Entonces cruza la autovía en esas choperas que atraviesa la citada A-92, para buscar el Guadiana Menor y finalmente verter sus aguas en el Guadalquivir, que ya va bien servido con todo lo que bebe de Cazorla.
Tras seguir el curso fluvial exploro las sugerentes curvas de nivel, que finalmente deciden por donde transcurre el agua. Contemplo lomas y collados que he recorrido. Aparecen nuevas sugerencias en el menú. Hilvano planes y me imagino transectos. Me veo acampando en esas sierras y serrezuelas, oliendo lo que la mano acaricia en un papel meticulosamente detallado.
Así fragüé el viaje en bicicleta a Polonia. O más bien al revés. De Varsovia a Madrid, del tirón. Un viaje planificado con mapas de carretera y llevado a cabo con una bicicleta de montaña. Tres mil quinientos kilómetros por autovías y carreteras secundarias. Me traje de Cracovia un ajedrez de madera en el portaequipajes. Esos mismos mapas que manejaba en la comodidad del hogar son los que doblé y redoblé mil veces en la bici. Aunque no muy precisos y sin la existencia de GPS, sirvieron para llegar a casa sin perderse muchas veces.
Me temo cada vez que abro un mapa. Me temo y me ilusiono. He empezado por las sierras cercanas. Voy comprando más hojas 1:50.000, a medida que las considero imprescindibles. Se trata de concretar de dónde viene algún afluente que desconocía, o cómo es la sierra contigua a la que iba ascendiendo virtualmente.
Hasta hace pocas semanas la obsesión cartográfica se restringía a un radio de acción modesto. Una hora u hora y media en coche. Miraba como un gato hambriento que ha olido sardinas el último estante de la biblioteca, donde reposan los mapas de otros países, los que detallan remotas cordilleras. El desgastado lomo del mapa de Gredos. Doy vueltas en círculo sin atreverme a sacar los mapas de Ladakh.
Pero la cosa se ha ido de madre. Todo empezó con el asunto de la desertificación, el regadío y finalmente los oasis de las zonas hiperáridas. Las referencias bibligráficas me fueron llevando al noreste de China, un territorio amplísimo donde confluyen, junto a China, Mongolia, Rusia, Kazajistán y Kirguizistán. Donde se suceden cordilleras de más de 5000 metros de las que surgen caudalosos ríos que verdean los oasis antes de morir en desiertos inmensos. El Taklamakán. El río Tarim. Las montañas de Tian Shen.
Leo papers sobre esos oasis, y me parece que la problemática no está muy alejada del regadío irracional en tantos territorios áridos. Leo, anoto y surge la posibilidad de hacer algo en Urumchi. Y entonces me hago con el mapa del Noroeste de China, para ver dónde está Urumchi, que hay cerca, cómo es el lugar. Es escala 1:2.000.000, suficiente para liarla, para imaginar un periplo por antiguos ramales de la ruta de la seda, por alguna de esas cordilleras, por el borde del Gobi. Me va absorbiendo el papel como una novela de misterio
Una vez iniciada la marcha en la imaginación ya no hay vuelta atrás. Me llevo el mapa en el bolsillo del abrigo. Y aprovecho para dejar que la vista lo recorra a su antojo cuando tengo un rato para tomar un café. Lo miro, lo remiro y me veo allí. En la esquina inferior izquierda veo la cordillera de Saltoro, donde estuvimos buscando linces boreales hace unos años. Así que finalmente sacaré el mapa del viaje a Ladakh y me pondré a conspirar conmigo mismo. Me afilio al lema ese que creo que era de una marca de electrodomésticos que se llamaba Solaris (uno tiene una edad): si puede pensarse, puede hacerse. Y como ya hay varios antecedentes, empiezo a planificar un viaje al culo del mundo, a otro culo del mundo, que suelen ser los lugares más interesantes.
Y es que así se construyen los sueños, mirando mapas, viajando desde el sillón, bajo una manta. Acabaré pasando frío y hambre en Jungar Pendi, que parece un secarral del copón, con los labios secos y echando de menos la vorágine doméstica, a mi mujer y mis zarramplines.
Me conozco, si puede pensarse…
¿Para cuándo estará terminado Cartas de Sajama?
Un deleite leerte. Me reconozco en cada palabra 😉
Gracias Marta, un abrazo