Anhelos

Este es el primer relato de mi último libro, Instrucciones para seguir vivo, disponible en Amazon. Salió a la luz hace unos meses, pero la nula campaña de promoción por mi parte ha contribuido a su escaso recorrido. Voy a ver si por este medio el público se anima. A veces hay que elegir entre escribir o promocionar. Como tengo varias cosas pendientes en el tintero (que tienden a multiplicarse) y pocas horas al día, hablar de mi libro, que diría Umbral, es un asunto con poca jerarquía. A ver qué os parece este primer relato:

El día anterior lo pasó esquiando. La sierra estaba vacía. El blanco manto, crujiente, le permitió llegar hasta el Morrón del Mediodía. Desde allí se deslizó hacia un par de valles que, normalmente, en grupo y con menos tiempo por delante, solía obviar. Adoraba aquella sensación de plenitud, deshaciendo en un santiamén la trabajosa ascensión y sintiendo que se movía por la montaña como un animal en libertad.

El fin de semana cambiaba el guion. El parking de la Ragua se iba llenado de coches. Se acercaban familias con la ilusión de pisar la nieve, tirarse unas cuantas bolas y hacer tiempo hasta dar con un mesón en el que devorar carne a la brasa —especialidad de la casa— o pedirse un plato alpujarreño con el que justificar el día campestre.

Llevaba casi una semana acampado en la furgo y los días se iban pareciendo demasiado, perdiendo sus aristas diferenciales y convirtiéndose en cantos rodados, uniformes, previsibles. Para convencerse a sí mismo de ponerse los esquís y lanzarse a la gélida mañana, se había puesto como premio bajar por la tarde a la costa y pernoctar en el camping de Los Escullos. Le vendría bien ver gente, charlar, y darse una ducha caliente. Quizás podría conocer a alguna mujer con la que tuviese algo en común.

En esas mañanas heladas, mientras se abrigaba y ponía la calefacción e iba preparando el material y el desayuno, se acordaba mucho de Ana. De cómo dormían abrazados, de lo que le gustaba prepararle el té y dejar que el entusiasmo por recorrer la sierra inundase las jornadas. Los días de mal tiempo salían a pasear cerca de la carretera. Hubo tardes memorables, jugando a las cartas con una botella de pacharán que se vaciaba muy despacio mientras fuera nevaba.

Las cosas, como era de esperar, se torcieron. Resulta imposible congelar la felicidad y saborear ese instante eternamente. Las perdices se acaban y alguien tiene que tirar los restos a la basura. Y después ir al Mercadona a comprar más bolsas de la basura. Es inevitable transitar por el reverso tenebroso, rutinario, de eso que llamamos felicidad. Algo que solo apreciamos cuando ya ha pasado.

Gonzalo tenía ese defecto. Ese no saber evolucionar y dar pasos en la relación. Ese no saber disimular y explicitar sus sentimientos más brutos, sin filtro. Así que Ana, como tantas otras, salió de su vida y de aquella furgoneta.

Al principio lo vivió como un alivio. Retomó sus rutinas solitarias, a hacer lo que le venía en gana y masticar el sabor acre del despertar en lugares remotos. Las tardes solitarias jalonadas de libros que se quedaban a medias, con los copos de nieve golpeando las ventanas y la radio vociferando goles que a nadie le importaban.

Así iba haciendo mella la soledad. Hasta que prefería bajar a un bar cualquiera, hastiado de una libertad que le acogotaba. Despreciando eso de esquiar a sus anchas por las agrestes lomas de Sierra Nevada.

* * *

Sentía envidia del matrimonio con el que había iniciado una conversación, una vez instalado en el camping, que se interrumpió de manera más o menos brusca. Se les veía muy bien avenidos, respetuosos, sin esa mala costumbre que tienen las parejas de largo recorrido de echar en cara al cónyuge cualquier cosa con tal de que el espectador de turno ría la ocurrencia.

Eran gente viajada y leída. Bastó el emblema del Pirineo, adosado a la parte trasera de la furgoneta, para que todos se supiesen de la misma estirpe. La conversación prendió con facilidad. Alrededor de una mesa, entre cervezas y carajillos, las palabras les fueron llevando de Ordesa a los Andes, y de allí al Sahara.

Gonzalo describió a su magnífica jauría de amigos. En breve volverían a recorrer estepas y remotos wadis en busca de gacelas. Andoni y Maite hablaron de sus viajes por Argelia y, últimamente, Sudán. De los aprietos en los que les ponían los militares controlando pasaportes y de los arreglos que había que improvisar para que el Toyota siguiese devorando millas en medio de la nada.

Olvidaba sus penas y pesares a medida que aquella pareja vasca le distraía con sus andanzas. Después concitaron su atención en un mapa en el que Gonzalo les reveló sus rincones preferidos de la zona y algunos atajos útiles. Con la caída de la noche, Maite desapareció y poco después Andoni se despidió con un fuerte apretón de manos.

Acompañado de un tercio, permaneció en silencio durante un rato indeterminado, observando el devenir de aquella pareja tan entrañable. Quizás, pensaba, la clave para que reinase esa armonía después de tantos años de desgaste y convivencia era tener proyectos en común, no buscar rutas suicidas en solitario.

Aunque tenían bien compartimentadas sus tareas, cada uno se esmeraba en que el resultado final contribuyese al bienestar de los dos. El ocio y el trabajo se entremezclaban en su día a día y ponían el mismo esmero en el cuidado de los gatos que en el diseño de la nueva embarcación que les habían encargado. Así, mientras Andoni comprobaba algo en el motor del todoterreno, Maite preparaba una ensalada de pimientos. Después, él fregaría los platos —su especialidad— y ella programaría la ruta del día siguiente en el GPS con las novedades que aquel tipo tan simpático había sugerido.

El trabajo les consumía la mayor parte del tiempo, pero sabían organizarse para encajar viajes raros, a desmano, que ambos disfrutaban. Tras la última entrega, un pequeño velero con fines recreativos, se decantaron por un viaje peninsular que no les robase mucho tiempo y les permitiese resetear sus cabezas. Recorrieron pistas desvencijadas, atravesaron territorios áridos y finalmente fueron a parar al cabo de Gata. Quizás por defecto profesional.

Metidos en los sacos, cada uno fingiendo atención en su libro, departían sobre los retos que planteaba la siguiente embarcación y los pequeños detalles cotidianos. Andoni anhelaba la libertad de movimiento de Gonzalo. Cada vez que se topaba con uno de esos tipos que parecían haber renunciado a las comodidades de la sociedad, entraba en conflicto con sus propias teorías y expresaba sus frustraciones buscando las palabras cariñosas de Maite. Ella le seguía el juego y le recordaban lo que ya sabía. Que tenían suerte de haber sobrevivido con su pequeño astillero a tantas crisis y reconversiones. Que sus clientes eran tan excéntricos como caprichosos, pero pagaban muy bien. Que, al fin y al cabo, ellos también tenían mucha libertad de movimiento.

El anhelo de Maite, sin embargo, no tenía solución. Fue una decisión compartida y consensuada con Andoni la de no tener hijos. Nunca le gustaron los críos. Le repugnaban los mocos y las cacas. El llanto de un bebé le ponía los nervios de punta. Sin embargo, con el paso de los años, soportaba peor las consecuencias de su renuncia maternal. Esa era la palabra precisa, la que le salía con el paso de los años, renuncia.

En Andoni había encontrado un compañero y un aliado que, como ella, despreciaba a los niños y todo lo que tuviese que ver con el mundo infantil. Lo habían hablado muchas veces, retroalimentándose el uno al otro, afianzando sus convicciones, gastando bromas que ya solo reía Andoni. Lo de reproducirse era algo obsceno, prehistórico, casi de mal gusto. Traer más seres a un planeta desbordado. Ser madre era un sacrificio enorme, una forma de dominación milenaria que mantenía a las mujeres en un estado animal degradante.

Se mantuvieron firmes ante la presión social que les conminaba a tener hijos. Muchos amigos quedaron por el camino. Era difícil hacer planes con necesidades tan dispares. A los dos les gustaba el vino y conversar sin cortapisas tras una buena comida. Acompañados de su tabaco y su aguardiente. Todas esas sustancias eran nocivas para los niños. También para los adultos, pero las toleraban mejor. Se dieron situaciones incómodas, y se hicieron expertos en el arte del escamoteo para evitarlas; con cualquier pretexto desaparecían para echar su cigarrito. Las antiguas amigas convertidas en histéricas madres veían microbios por todas partes y apenas podían seguir una conversación. Andoni y Maite se sentían como dos seres excluidos que acababan charlando entre ellos mientras aquellos que fueron sus colegas de juventud se enzarzaban en peregrinas luchas para que sus hijos comiesen, se sonasen los mocos, o se montaran en el carrito. Eso les unió aún más, pero les dejó solos en el mundo.

Sin embargo, al entrar en los cuarenta, las pequeñas dudas que Maite albergaba respecto a la irreversible decisión de no ser madre fueron tomando cuerpo hasta convertirse en un arrepentimiento que paliaba con más cigarrillos y prolongados silencios. Lo que fue celebrado como una liberación lo juzgaba ahora como un tremendo error de cálculo.

Maite no era partidaria de airear sus frustraciones ni de dar lástima. Se guardaba sus miedos y sus tristezas para ella. Le gustaba jugar con ciertas imágenes o situaciones, como la de aquella tarde. Ajena al entusiasmo de su marido y de aquel tipo desaliñado que no dejaba de señalar cosas en el mapa, seguía el devenir de una niña a la que su madre no hacía más que reprender, darle besos, advertirla de peligros y abrazarla con todo su amor.

La familia ocupaba uno de los pocos bungalows disponibles en el camping. Al recorrer lentamente el camino de grava en busca de una parcela, Andoni observó con recelo a los críos jugando con sus bicicletas y propuso instalarse en el extremo opuesto. No es para tanto, dijo Maite, tampoco arman tanto escándalo.

No era la primera vez que se quedaba embobada siguiendo el intrigante soliloquio de un niño. Ni sería la primera noche en vela imaginando su vida como madre. Qué hubiera pasado si Andoni no se hubiese mostrado tan arisco con ese tema. Lo cierto es que no tenía muchos elementos para imaginar una vida familiar. Su hermana, que sí tuvo, vivía lejos y apenas se veían en Navidades. A veces ni eso. Los sobrinos de Andoni eran ya mayores cuando se conocieron. Su vida transcurría muy lejos de guarderías, colegios o cualquier mínimo atisbo que la relacionase con un bebé.

Maite se enfadaba consigo misma. Se había prometido no caer en la autocompasión ni el arrepentimiento. Por eso se mostró brusca aquella tarde con el chaval de la furgo. Por eso se fue sin despedirse a preparar la cena. Estaba harta de tipos solitarios, de nomadear, de pasarse la vida preguntándose qué hubiera pasado si hubiese sido madre.

Apagaron los frontales y se dieron las buenas noches. Hacía años que no se besaban. No lo consideraban necesario.

* * *

La vida en el interior del bungalow era caótica. La aparente tranquilidad que transmitían las tenues luces exteriores y las bicis de los niños mansamente echadas en el porche se convertía, atravesado el umbral de la puerta de madera de pino, en angustia, malas caras y llantos. Miriam trataba de apaciguar el berrinche de los niños mientras su marido, Joaquín, exteriorizaba su amargura colocando compulsivamente todo con lo que iba tropezando y murmuraba: «Vaya mierda de vida».

Como era de esperar, el fin de semana resultó un episodio más de la devastadora serie de catástrofes que venían sufriendo desde hacía demasiado tiempo. Miriam, heredera de una sabiduría milenaria, sobrellevaba la crianza con paciencia y con el horizonte prometedor de una vida más reposada. Los niños jugarían entre sí, se decía, irían a clases de inglés y música y volvería a encontrar tiempo para ella. Ahora, asumía, toda la dedicación era para esos pequeños seres tan dependientes y frágiles.

Joaquín, sin embargo, había recurrido tantas veces a los argumentos apocalípticos que al exaltarse bramando barbaridades parecía una caricatura de sí mismo. Ya ni él se tomaba en serio; su discurso era tan predecible como infantil. Lo único que quería, aseguraba, era dar un paseo tranquilamente por los alrededores del camping. Se había hecho a la idea de merodear por el borde del mar al atardecer y establecer un diálogo entre su cámara y el juego de luces vespertino.

«Menuda idiotez», soltó Miriam mientras conducían hacia el Cabo. «Uy, perdón cariño», rectificó inmediatamente. «No quería decir eso, simplemente creo que es mejor no hacer planes porque después te frustras si no salen».

Los siguientes kilómetros transcurrieron en un pétreo silencio solo roto por la vocecilla de los iPads que distraían a los niños. Joaquín se abandonó a sus pensamientos más dramáticos. Esos detalles domésticos por los que sentía predilección para martirizarse. Como eso de llenar el lavavajillas todos los días. Qué contraste con su vida de solteros, donde aquel electrodoméstico parecía un adorno y se jactaban de fregar a mano lo poco que iban ensuciando. Los flujos de materia orgánica y envases que generaba la crianza hacían de la vida una mera función logística. El ocio y la realización personal eran aspectos relegados al rincón más polvoriento del trastero, junto a los esquís y el equipo de buceo. Reliquias de otra era.

Le amargaba especialmente contemplar la puerta del frigorífico desbordada de imanes y todo tipo de cupones de descuento y boletos de la Primitiva, de la ONCE y del sorteo de Navidad. Era la viva estampa de la desesperación. Eso de aferrarse a una probabilidad entre un millón, y buscar consuelo en los cuatro euros de descuento que te daban por rellenar el depósito para que los yogures te salieran gratis, después de palmar casi doscientos euros en la compra, le parecía patético. Era un borrego más, pendiente de las ofertas en la sección de charcutería y obsesionado por pasar alguna de las miles de tarjetas de puntos en la primera ocasión que se presentase.

Lo que más le cabreaba era caer en el enfado y el reproche con tanta facilidad, lo que le sumía en un bucle de eterna frustración. Miriam era una joya y él un cabrón egoísta. Al menos tuvo su rato de asueto por la tarde, pero su mujer ni eso. Cuando no daba la teta ayudaba al mayor con los deberes.

Aunque muy lejos de sus aspiraciones fotográficas, al menos pudo saborear un café a solas. Pasó el rato escuchando a un curioso trío que ocupaba una mesa cercana. Sus relatos sobre viajes y andanzas le recordaron uno de los episodios más mágicos de su vida.

En el momento no le había parecido gran cosa. Años después ni siquiera lo consideraba uno de sus grandes hitos. Fue algo personal, íntimo, en un viaje a Ámsterdam. Antes de los niños solía viajar mucho, de manera intempestiva, comprando un billete en el último momento. Salió del hotelito a tomar un café, a dejarse llevar por donde la ciudad lo invitase. Entonces vio el reflejo del extraño sol de invierno en uno de esos canales de aguas sucias, y quedó paralizado. El aire frío, el agua temblando bajo aquella pálida luz, el aura como de embrujo que solo se atrevió a atravesar una barca que dejó un reguero de ondas que se propagaban limpiamente, comandadas por unas leyes físicas que imponían su rigor. El invierno tonificaba la escena hasta darle ese equilibrio y armonía que es justo lo que pretende atrapar un artista en un escrito, un cuadro o una fotografía. Ni siquiera tuvo la tentación de ir a por su cámara fotográfica. Todo se hubiese arruinado.

Envidiaba a aquel tipo desaliñado que contaba cosas parecidas a las que sintió admirando a los carboneros. Anhelaba aquella vida atemporal. Aparcar la furgoneta en cualquier lugar. Recorrer las montañas con pausa y sin ansiedad.

Intentaba ser consciente de que sus decisiones le habían llevado por otros derroteros. Terminó su café y regresó al bungaló. Desde lejos pudo ver cómo sus hijos corrían entusiasmados para abrazarle. «¡Papá, papá!».

Ese era, sin duda, un momento mágico. Tendría que aprender a reconocerlos en el momento.

* * *

Fue en la cafetería del camping donde Gonzalo reparó en un cartel adornado con delfines. Ana, su Ana, impartía uno de sus talleres cerca de allí. En lugar de volver a la montaña decidió echar un vistazo. El grupo le acogió con entusiasmo. La soledad quedó relegada tras el fuego de la chimenea. Siguieron meses magníficos que le cambiaron la vida por completo. La llegada de un hijo pareció dar sentido a su existencia. Llevarle al colegio fue un descubrimiento solo a la altura de su siguiente anhelo: enseñarle a esquiar, caminar con él por la montaña. Difícilmente nuestros pronósticos encajan con lo que sucede. El control sobre la situación es solo una ficción que necesitamos para seguir vivos.

Somos una especie que se maneja mejor en el descontrol, al que damos la bienvenida con demasiada facilidad. La avidez de Andoni para decir sí a la irracional propuesta de Maite es prueba de ello. El plan era adoptar un niño. Tenían opciones. Movieron papeles. Modificar sus prioridades supuso poner patas arriba una vida que iba como la seda. Vendieron el astillero. A Andoni no le costó colocarse en una gran empresa del ramo. Maite trabajaba como consultora desde casa. Gracias a su amiga Marta, de Moreda&Cabetas Asociados, los trámites se hicieron digestibles. Ahora apenas viajan. Pero como a Gonzalo, les colma lo que sienten cada vez que abrazan a Aitana. Anhelan sus antiguos horarios, la pausa que tenía su trabajo, la dedicación a cada pieza que diseñaban y pulían.

Miriam también pilló por sorpresa a Joaquín cuando le dijo que se separaba. Que ya estaba bien de aguantar a un cenizo como él. Que ya podía irse con su cámara donde le placiese. La vida se puso muy cuesta arriba, pero pudo con ello. Renunció a su vida amorosa. Anhelaba ciertas cosas de un hombre, pero la retenían otros muchos argumentos de gran solidez. Tubos de pasta de dientes abiertos, cabreos matutinos, compromisos innecesarios. Joaquín creyó ver el cielo abierto cuando pudo disponer de todo su tiempo. Pasó temporadas en Escocia fotografiando frailecillos, aunque se frustraba si no conseguía la escena perfecta. Frailecillo, con luz vespertina, atrapando pescado. «No, esa no, falta un matiz. No, esa no. El pescado sobresale demasiado poco. No, esa tampoco. No me gusta, no sé, hay algo que no cuadra». Joaquín vivía en el anhelo perpetuo, instantáneo. Tras varios meses de viajes y cientos de miles de fotografías se dio cuenta de su inmensa pérdida. Por casualidad o desesperación se apuntó a otro taller, parecido al que acudió Gonzalo. Allí conoció a Patricia. Tienen una relación curiosa que a los dos les va bien. Quedan, salen a cenar, algunas veces se acuestan, pero es muy raro que amanezcan juntos. Supuestamente era la situación idónea, pero el anhelo de tener una familia, de ver a sus hijos, no le deja disfrutar. Aunque puede ser que haya gente programada para no disfrutar.

Los anhelos nos impulsan. A veces tienen la fuerza suficiente como para voltear situaciones vitales sumamente estables. No desear es casi estar muerto. Pero el exceso de deseo lleva a una existencia plagada de insatisfacciones. Quizás sea una solución infiltrarse en los anhelos de los que amas sin renunciar a los propios.

 

 

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