Al escribir el título de esta entrada es inevitable que piense en el Viaje sin mapas, de Graham Greene. Aunque mucho más conocido por sus novelas de espías (Nuestro hombre en la Habana, El tercer hombre), Greene era un viajero incansable, que solía apostar por lugares salvajes y remotos. Dejó rastro de sus experiencias en numerosos libros y las ambientaciones de sus novelas bebían de sus periplos. En Viaje sin mapas recoge sus 500 kilómetros de andanza por el interior de Liberia, que carecía mapas en esa época (1934). Conoció una de los pocos territorios que quedaron al margen de la colonización europea. Lo que hace interesante la novela de Greene es ir descubriendo un territorio inhóspito, desconocido, sin otra guía que el instinto o el que le procuraban los nativos.
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La ITV
Cada vez que acudo a pasar la ITV me invade una incómoda sensación que me recuerda a la angustiosa experiencia universitaria en la que voy a examinarme de una asignatura que no he estudiado. Acudo con una actitud sumisa, siguiendo meticulosamente las instrucciones. Pagando el recibo, lo que sea, por adelantado. Como el que va al susodicho examen cuidando los únicos detalles que puede controlar: llevar dos bolis que escriban, un lápiz afilado por si acaso, y una goma para borrar los errores que se sabe uno va a cometer. También un botellín de agua y el DNI. En fin, los accesorios que se recomiendan. Una vez que llegaba el papel en blanco, la situación escapaba a mi control, y lo único que podía hacer era especular y tratar de recordar algo de lo que el profesor había dicho en clase. Algo parecido a cuando por fin el coche se sitúa en la cola que ha anunciado el cartel luminoso apenas legible con el resplandor del sol (cualquiera le dice al tipo tras el mostrador que no se ve un carajo). Calladito y a la fila, que lo principal es no cagarla, no descartarse, que sean los acontecimientos los que decidan.
Argeo y la leña
Estando de acuerdo con Mario Levrero en lo fundamental, no puedo negar que el paso del tiempo también genera una acumulación de experiencias cuyo recuerdo ayuda a sobreponerse a los malos días y dar alas a planes que se fraguan en esos esquivos días de ilusión y horizontes despejados. Tampoco se puede uno oponer al hecho de que, al fin y al cabo, la literatura vive de mascar el pasado y aunque ese mantra que nos conmina al aquí y ahora puede calmar la ansiedad que nos devora, con frecuencia me veo repasando episodios esplendorosos que articularon una manera de ser.
Por sus libros los conoceréis
Me cuesta, al entrar en casas ajenas, no fijarme en sus libros; me daña la vista no ver ninguno. Es una manía que, como todas, se agudiza con la edad, con el peligro de convertirse en obsesión. Lo que antes hacía con cierto disimulo, mirar de reojo las estanterías, atisbar los autores que las habitan, deducir el orden al que se someten los volúmenes, ahora lo practico con la libertad del que ya ha amortizado su vida (es lo que tiene la reproducción, ese soterrado deber genésico), es decir, descaradamente.
No vuelvas donde fuiste feliz
Probablemente fue a la vuelta de aquel viaje al Pirineo cuando mi amigo, envuelto en la humareda de su permanente cigarro, me preguntó con una mirada que denotaba que ya conocía la respuesta, ¿y cómo fue?
Pues no del todo bien. En Isaba, confluía el recuerdo de varios veranos consecutivos visitando aquel pueblo del valle del Roncal; vacaciones enmarcadas en ese incómodo tránsito que es la pubertad. Quise ver la cancha de baloncesto donde jugábamos cada mañana, convertida en un espacio mínimo incompatible para albergar los partidos que magnificaba mi memoria. Volvía para poner la tienda en el mismo camping en el que mis hermanos y yo levantamos el césped –para desesperación del dueño de aquello- con el fin de cavar un foso que nos protegiese de las tormentas (peregrina idea gestada a base de ver demasiadas películas). La estampa de aquellas caravanas y furgonetas, del pabellón de madera recién barnizado, no encajaba con mis evocaciones. Como tampoco lo hicieron las migas de la venta de Juan Pitu, ni los paseos por una montaña que me resultó ajena.
Cuando no puedo andar
Fue a principios de octubre cuando llegó la convocatoria para un concurso de relatos de mi club de montaña, el CAM, es decir, el Club Almeriense de Montañismo. En apenas un párrafo se hacía el anuncio: “Queridos compañeros, os invitamos a participar en nuestro concurso de relatos de montaña “Seguir subiendo”. Tenéis dos meses y un par de folios para contar vuestras aventuras, experiencias, sensaciones o sueños en la montaña. Esperamos vuestros relatos. Buena escritura.”
La parquedad del mensaje estaba en consonancia con esa aparente frialdad del montañero, pero era un guiño al compañerismo y, desde luego, un estímulo frente a tantos meses sin poder pisar la montaña. Aunque la vida ahora mismo no me da muchos respiros decidí presentar la siguiente pieza:
Saltamontes & Langostas
Entre pandemia y crianza mi radio de acción se ha reducido considerablemente. Echando cuentas, hace seis meses que no salgo del municipio. Ha sido una temporada –que no tiene un final cercano- en la que he tenido oportunidad de ir explorando con más detalle la geografía urbana local. Uno de estos descubrimientos es la pequeña red de senderos alrededor de la desembocadura del Andarax, que me ha concedido ligeras variantes sobre el recorrido básico que utilizo para correr. Además, encontré un aderezo esencial para estas carreras matutinas en el podcast de Las Edades de Millas, una de las secciones del programa ‘A vivir que son dos días’.
Sísifo dando bandazos
En lo más profundo del verano no hago pie. Cuido del bebé y de su hermana. Pongo lavadoras y secadoras. Hago la comida y biberones. Macerado en humedad. Hago la compra mientras la niña se rebela porque quiere una bola de la máquina de bolas. No hay bola digo yo. Y se lía. Encadenamos una ristra de porqués cada vez más absurdos que terminan con el portazo del porque lo digo yo. Llantos, gritos, desesperación. Compro pañales para seguir cambiando pañales. La humedad atroz. La ola de calor. La mascarilla deshaciéndose al contacto de la barba. Pica como un demonio. Necesito un respiro.
Días raros y otros con viento de poniente
Me gustaba pensar que toda la nieve que estaba cayendo en este extraño mes de abril no la iba a pisar nadie. Poco a poco se fundiría y las montañas la irían absorbiendo. Desaparecería, cómo lo hacía la mantequilla que iba extendiendo sobre el pan caliente aquella mañana atemporal. Afuera llovía, rompiendo la racha de días ventosos propia del mar de Alborán. Era un día propicio para hacer unas buenas migas, como manda la tradición en Almería. Estaba siendo una primavera extrañamente húmeda que, mezclada con el confinamiento ordenado por el Gobierno, creaba una distopía de límites imprecisos. Con el paso de las jornadas se iba quebrando la disciplina a las que nos sometían las nuevas y estrictas reglas del juego, y aparecían resquicios por los que se filtraban los gérmenes de la duda. Precisamente eso era resistir, evitar que los resquicios diesen lugar a grietas y éstas al desmoronamiento. Apuré la taza de café caliente frente al ventanal. La calle vacía golpeada por la lluvia. Un coche despistado buscando aparcamiento, alguien paseando con cierta urgencia al perro, hogares con las persianas bajadas.
Un ‘Nature’ gracias a una perspectiva diferente
En mi devenir como escritor me cuesta, como he dicho otras veces, separarme de la literalidad y dejarme llevar por la ficción pura. Parte del problema es que mi faceta profesional bebe de los hechos bien referenciados. Las habilidades que requiere escribir artículos científicos me penaliza cuando trato de abordar asuntos puramente literarios.
Aún no he tenido mucho éxito en separar ambos mundos. He utilizado autorías distintas para uno y otro asunto pero al escribir divulgación científica el conflicto se muestra con toda su crudeza. Este es un campo que me gusta y al que dedico tiempo en forma de colaboraciones con distintos blogs y alguna pieza en este.