Todavía hay ocasiones en las que me quedo obnubilado, con la mirada perdida. Pese a las preocupaciones y el avance irremediable de unos problemas que crecen como enredaderas y me van envolviendo -inmovilizando-, aún quedo como embobado mirando a lo lejos, atraído por un horizonte cada vez más lejano, que me sume en la atemporalidad. Entonces, desaparece la consistencia mundana de la rutina más pétrea y las perspectivas menos prometedoras. Mi rincón favorito para dejar que la mirada se clave en algo invisible es la mesa del comedor, a la hora del desayuno. Adoro el desayuno, cuanto más temprano mejor. Las posibilidades de que sea en silencio aumentan.
A veces, mi hija se da cuenta y me pregunto que qué miro. Y sin dejar de estar absorto digo que nada. Pero no es creíble que no sea nada, con ese embobamiento, ese no poder apartar la mirada. Insiste en su pregunta y yo en mi respuesta. Y aún queda algún circuito neuronal libre para no caer en el grito, lo que destruiría el hechizo. Sin entender nada, precisamente nada, abandona a ese ser gruñón que entra en una categoría para ella indescifrable.
No puede ser menos insulso el motivo elegido para perder la mirada. La silla que escojo es la única que permite observar una estrecha franja de cielo en toda la casa. Entre dos edificios, por encima de un tercero, que si fuese más alto clausuraría cualquier posibilidad, admiro el pedacito de cielo que me he reservado. Es obvio que vivo en el centro de una ciudad. Una ciudad costera en cuyas afueras el habitante de las hastiadas mesetas interiores se asienta atropelladamente para ver el amplio horizonte del mar. Para sentirse libre.
Tras el escarmiento de vendavales y otras incomodidades, al cabo de unos años, el visitante convertido en oriundo puede elegir replegarse. En mi caso, perder la mirada al mar fue otro más de los daños colaterales que trajo la crianza. Otro privilegio que se fue por el desagüe. Eso sí, a cambio de poder olerles y acurrucarse con ellos mientras duermen.
No me importó mucho, dentro de esa vertiginosa (a la par que tediosa) vida doméstica asociada a la creación y apuntalamiento de un par de nuevos especímenes de la especie Homo sapiens, perder esa mirada obsesiva al mar, al horizonte. Es una prueba más de que nuestros sueños y prioridades suelen ser efímeros.
Mi nuevo paisaje era un edificio situado a unos pocos metros. Apartamentos vacíos con amplios ventanales. Un lugar propicio para que desfilen fantasmas. En abril llegan los vencejos y lo dejan todo lleno de cagadas. Vuelan como kamikazes y se cuelan de manera inesperada por vericuetos en los que los polluelos medran. En julio desaparecen, dejando los alfeizares tapizados de excrementos que después, en otoño, el encargado de mantener esos apartamentos con cierta dignidad, por si aparece un comprador, se encarga de hacer desaparecer. Cuando aparecen creo ver fantasmas.
Otro hallazgo reseñable fue el cernícalo primilla, que por unos meses frecuentó la azotea de mi edificio y le dio por utilizar las repisas de las ventanas como oteaderos. Como no había presas que llevarse al pico desapareció. Ahí termina la lista ornitológica. También hay palomas, pero no merecen que las tenga en cuenta.
No puedo decir mucho más del paisaje que tengo frente a la casa. Lo que he descrito es lo mejor. El resto de la casa da a patios interiores, donde, en verano, cuando todos abrimos las ventanas, somos testigos de nuestras abyectas meadas, escupitajos mañaneros y aptitudes culinarias. Escuchamos algunas conversaciones telefónicas, imaginando las contestaciones, y de vez en cuando el café perfuma el edificio, aunque al poco el tabaco lo estropea.
Esta mañana me quedé absorto viendo el pedacito de cielo que me corresponde. Al fondo unas nubes querían prometer humedad. Los niños estaban en su cuarto. Sorbía el plácido gusto amargo de mi segundo café. Lo más probable es que esas nubes no lograran compactarse. Debajo del cielo, en una franja aún más estrecha que deja ver un sector de una terraza, vi a una mujer que, tras revisar unas plantas, se quedó mirando a la nada. Su nada. Otra franja de cielo azul con amenaza de nubosidad variable. Fumaba con prisa. Era su rato de asueto.
La observaba sin que me observase y pensando que a mi nadie me observaba. No podía asegurarlo. Contemplé su brevedad desde mi atemporalidad, que en el fondo era un breve instante de tregua en la lucha diaria con los niños. Mi plan no podía ser menos original: vestirlos a regañadientes, amenazarlos con dejarles sin postre, sin el helado de la tarde, sin galletas de chocolate, para que hiciesen caso a mis órdenes, que consistían en ir al parque. Allí pasaríamos calor, porque el sol volvería a ganar la batalla, como casi siempre. El impenitente azul sería de nuevo el protagonista (eso que viene persiguiendo el reo que escapa de Madrid y llama «buen tiempo», y que es un suplicio para el nativo, harto de las tres mil horas de sol anuales). Aquellas nubes que veía, en realidad estaban en las afueras de la ciudad (es una ciudad pequeña) y por experiencia sabía que eran reacias a conquistar este territorio costero, prefieren, en todo caso, difuminarse entre las montañas que rodean la ciudad. Después volveríamos a casa y haría algo de comer. El menú lo pensaría en el parque, mientras las pequeñas criaturas trepaban por estructuras diversas y coloridas, y que nadie ha pensado en sombrear.
La mujer daba sus últimas caladas. Quizás dentro le esperaban los restos de un café templado. O una batalla campal con otros niños. Fue moverse un metro y salir de mi estrechísimo campo de visión. Su final precipitó el mío. Eché un nuevo vistazo a las nubes, cada vez más dispersas. El pronóstico se cumplía, por más que en la aplicación del móvil dijese que las tres siguientes horas iba a estar nublado. Junté fuerzas para levantarme. Los vencejos, veloces, maniobraban por la calle que separa los edificios. El sol había ganado una vez más. Hice como que apagaba el cigarro aplastándolo en el plato del café. Me había identificado tanto con aquella mujer. Había aprovechado aquella rendija -temporal y visual- y quise premiarme con la compra del periódico dominical y su suplemento. Mi mujer, cuando regresase de su guardia, reprobaría tal gesto de insensatez, ya que acabaría por aumentar la pila de diarios por leer. Así era la vida. Un contrasentido tras otro para ganar tiempo y mirar a la nada.
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La ITV
Cada vez que acudo a pasar la ITV me invade una incómoda sensación que me recuerda a la angustiosa experiencia universitaria en la que voy a examinarme de una asignatura que no he estudiado. Acudo con una actitud sumisa, siguiendo meticulosamente las instrucciones. Pagando el recibo, lo que sea, por adelantado. Como el que va al susodicho examen cuidando los únicos detalles que puede controlar: llevar dos bolis que escriban, un lápiz afilado por si acaso, y una goma para borrar los errores que se sabe uno va a cometer. También un botellín de agua y el DNI. En fin, los accesorios que se recomiendan. Una vez que llegaba el papel en blanco, la situación escapaba a mi control, y lo único que podía hacer era especular y tratar de recordar algo de lo que el profesor había dicho en clase. Algo parecido a cuando por fin el coche se sitúa en la cola que ha anunciado el cartel luminoso apenas legible con el resplandor del sol (cualquiera le dice al tipo tras el mostrador que no se ve un carajo). Calladito y a la fila, que lo principal es no cagarla, no descartarse, que sean los acontecimientos los que decidan.
Argeo y la leña
Estando de acuerdo con Mario Levrero en lo fundamental, no puedo negar que el paso del tiempo también genera una acumulación de experiencias cuyo recuerdo ayuda a sobreponerse a los malos días y dar alas a planes que se fraguan en esos esquivos días de ilusión y horizontes despejados. Tampoco se puede uno oponer al hecho de que, al fin y al cabo, la literatura vive de mascar el pasado y aunque ese mantra que nos conmina al aquí y ahora puede calmar la ansiedad que nos devora, con frecuencia me veo repasando episodios esplendorosos que articularon una manera de ser.
Por sus libros los conoceréis
Me cuesta, al entrar en casas ajenas, no fijarme en sus libros; me daña la vista no ver ninguno. Es una manía que, como todas, se agudiza con la edad, con el peligro de convertirse en obsesión. Lo que antes hacía con cierto disimulo, mirar de reojo las estanterías, atisbar los autores que las habitan, deducir el orden al que se someten los volúmenes, ahora lo practico con la libertad del que ya ha amortizado su vida (es lo que tiene la reproducción, ese soterrado deber genésico), es decir, descaradamente.
No vuelvas donde fuiste feliz
Probablemente fue a la vuelta de aquel viaje al Pirineo cuando mi amigo, envuelto en la humareda de su permanente cigarro, me preguntó con una mirada que denotaba que ya conocía la respuesta, ¿y cómo fue?
Pues no del todo bien. En Isaba, confluía el recuerdo de varios veranos consecutivos visitando aquel pueblo del valle del Roncal; vacaciones enmarcadas en ese incómodo tránsito que es la pubertad. Quise ver la cancha de baloncesto donde jugábamos cada mañana, convertida en un espacio mínimo incompatible para albergar los partidos que magnificaba mi memoria. Volvía para poner la tienda en el mismo camping en el que mis hermanos y yo levantamos el césped –para desesperación del dueño de aquello- con el fin de cavar un foso que nos protegiese de las tormentas (peregrina idea gestada a base de ver demasiadas películas). La estampa de aquellas caravanas y furgonetas, del pabellón de madera recién barnizado, no encajaba con mis evocaciones. Como tampoco lo hicieron las migas de la venta de Juan Pitu, ni los paseos por una montaña que me resultó ajena.
Cuando no puedo andar
Fue a principios de octubre cuando llegó la convocatoria para un concurso de relatos de mi club de montaña, el CAM, es decir, el Club Almeriense de Montañismo. En apenas un párrafo se hacía el anuncio: “Queridos compañeros, os invitamos a participar en nuestro concurso de relatos de montaña «Seguir subiendo». Tenéis dos meses y un par de folios para contar vuestras aventuras, experiencias, sensaciones o sueños en la montaña. Esperamos vuestros relatos. Buena escritura.”
La parquedad del mensaje estaba en consonancia con esa aparente frialdad del montañero, pero era un guiño al compañerismo y, desde luego, un estímulo frente a tantos meses sin poder pisar la montaña. Aunque la vida ahora mismo no me da muchos respiros decidí presentar la siguiente pieza:
Saltamontes & Langostas
Entre pandemia y crianza mi radio de acción se ha reducido considerablemente. Echando cuentas, hace seis meses que no salgo del municipio. Ha sido una temporada –que no tiene un final cercano- en la que he tenido oportunidad de ir explorando con más detalle la geografía urbana local. Uno de estos descubrimientos es la pequeña red de senderos alrededor de la desembocadura del Andarax, que me ha concedido ligeras variantes sobre el recorrido básico que utilizo para correr. Además, encontré un aderezo esencial para estas carreras matutinas en el podcast de Las Edades de Millas, una de las secciones del programa ‘A vivir que son dos días’.
Días raros y otros con viento de poniente
Me gustaba pensar que toda la nieve que estaba cayendo en este extraño mes de abril no la iba a pisar nadie. Poco a poco se fundiría y las montañas la irían absorbiendo. Desaparecería, cómo lo hacía la mantequilla que iba extendiendo sobre el pan caliente aquella mañana atemporal. Afuera llovía, rompiendo la racha de días ventosos propia del mar de Alborán. Era un día propicio para hacer unas buenas migas, como manda la tradición en Almería. Estaba siendo una primavera extrañamente húmeda que, mezclada con el confinamiento ordenado por el Gobierno, creaba una distopía de límites imprecisos. Con el paso de las jornadas se iba quebrando la disciplina a las que nos sometían las nuevas y estrictas reglas del juego, y aparecían resquicios por los que se filtraban los gérmenes de la duda. Precisamente eso era resistir, evitar que los resquicios diesen lugar a grietas y éstas al desmoronamiento. Apuré la taza de café caliente frente al ventanal. La calle vacía golpeada por la lluvia. Un coche despistado buscando aparcamiento, alguien paseando con cierta urgencia al perro, hogares con las persianas bajadas.
Un ‘Nature’ gracias a una perspectiva diferente
En mi devenir como escritor me cuesta, como he dicho otras veces, separarme de la literalidad y dejarme llevar por la ficción pura. Parte del problema es que mi faceta profesional bebe de los hechos bien referenciados. Las habilidades que requiere escribir artículos científicos me penaliza cuando trato de abordar asuntos puramente literarios.
Aún no he tenido mucho éxito en separar ambos mundos. He utilizado autorías distintas para uno y otro asunto pero al escribir divulgación científica el conflicto se muestra con toda su crudeza. Este es un campo que me gusta y al que dedico tiempo en forma de colaboraciones con distintos blogs y alguna pieza en este.
Zonas de confort/Zonas de guerra
Hacía tiempo que quería escribir sobre la zona de confort. Tenía dudas razonables para distinguir la zona de confort de las zonas qué no lo son. Documentándome mínimamente sobre el tema (con rápidas consultas al móvil mientras paseo al bebé, juego con Julia o en el trayecto hacia la panadería o a tirar la basura) averiguo que es un concepto de hace más de cien años. En realidad se enmarca en un desarrollo experimental más amplio que dio lugar a la denominada ley Yerkes-Dodson. Como no pocas leyes, su comportamiento responde a una campana de Gauss. En este caso los ejes son la estimulación (eje x) y el rendimiento (eje y). En la fase ascendente de la curva, según aumenta el nivel de estímulos, de novedades, el rendimiento del individuo es mayor. Sin embargo, hay un efecto de saturación y, cuando los estímulos son excesivos, el rendimiento cae en picado, cerrando la forma de campana de la curva.