Cada vez que acudo a pasar la ITV me invade una incómoda sensación que me recuerda a la angustiosa experiencia universitaria en la que voy a examinarme de una asignatura que no he estudiado. Acudo con una actitud sumisa, siguiendo meticulosamente las instrucciones. Pagando el recibo, lo que sea, por adelantado. Como el que va al susodicho examen cuidando los únicos detalles que puede controlar: llevar dos bolis que escriban, un lápiz afilado por si acaso, y una goma para borrar los errores que se sabe uno va a cometer. También un botellín de agua y el DNI. En fin, los accesorios que se recomiendan. Una vez que llegaba el papel en blanco, la situación escapaba a mi control, y lo único que podía hacer era especular y tratar de recordar algo de lo que el profesor había dicho en clase. Algo parecido a cuando por fin el coche se sitúa en la cola que ha anunciado el cartel luminoso apenas legible con el resplandor del sol (cualquiera le dice al tipo tras el mostrador que no se ve un carajo). Calladito y a la fila, que lo principal es no cagarla, no descartarse, que sean los acontecimientos los que decidan.
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Relatos variados, introspectivos, historias basadas en hechos que ya no sé si son reales
Cuando no puedo andar
Fue a principios de octubre cuando llegó la convocatoria para un concurso de relatos de mi club de montaña, el CAM, es decir, el Club Almeriense de Montañismo. En apenas un párrafo se hacía el anuncio: “Queridos compañeros, os invitamos a participar en nuestro concurso de relatos de montaña “Seguir subiendo”. Tenéis dos meses y un par de folios para contar vuestras aventuras, experiencias, sensaciones o sueños en la montaña. Esperamos vuestros relatos. Buena escritura.”
La parquedad del mensaje estaba en consonancia con esa aparente frialdad del montañero, pero era un guiño al compañerismo y, desde luego, un estímulo frente a tantos meses sin poder pisar la montaña. Aunque la vida ahora mismo no me da muchos respiros decidí presentar la siguiente pieza:
Días raros y otros con viento de poniente
Me gustaba pensar que toda la nieve que estaba cayendo en este extraño mes de abril no la iba a pisar nadie. Poco a poco se fundiría y las montañas la irían absorbiendo. Desaparecería, cómo lo hacía la mantequilla que iba extendiendo sobre el pan caliente aquella mañana atemporal. Afuera llovía, rompiendo la racha de días ventosos propia del mar de Alborán. Era un día propicio para hacer unas buenas migas, como manda la tradición en Almería. Estaba siendo una primavera extrañamente húmeda que, mezclada con el confinamiento ordenado por el Gobierno, creaba una distopía de límites imprecisos. Con el paso de las jornadas se iba quebrando la disciplina a las que nos sometían las nuevas y estrictas reglas del juego, y aparecían resquicios por los que se filtraban los gérmenes de la duda. Precisamente eso era resistir, evitar que los resquicios diesen lugar a grietas y éstas al desmoronamiento. Apuré la taza de café caliente frente al ventanal. La calle vacía golpeada por la lluvia. Un coche despistado buscando aparcamiento, alguien paseando con cierta urgencia al perro, hogares con las persianas bajadas.
Anticipar
Conduzco el coche de empresa. Presto atención al móvil, también de la empresa, convertido en un mapa que me debe guiar hasta las oficinas de unos nuevos clientes. He empezado una nueva vida. Desayuné aprisa y con el sabor del café en la boca he abierto con el mando a distancia mi nuevo vehículo.
Voy despacio, atento a las señales, a los peatones, al tráfico. A pesar de que conozco bien la zona, no me permito ir con la soltura habitual. Me parece ver señales nuevas, semáforos que antes no estaban, anuncios que nunca vi, incluso alguna nueva edificación que brota de esos huertos abandonados en los que solo quedan saltamontes y hierbas a las que se tiene la discutible costumbre de apodarlas como ‘malas’.
Cartas. (London, miserias y andanzas de un escritor en ciernes)
Abrir cartas durante ocho horas al día era el ejemplo perfecto para desmentir eso de que el trabajo dignifica al hombre. En muchos casos lo aliena hasta el extremo de convertir su cerebro en una esponja seca y hacer de él un autómata con la racionalidad de un mosquito.
En realidad, el trabajo ni siquiera consistía en abrir sobres. Eso lo hubiese enriquecido hasta convertirlo, dadas las circunstancias, en una actividad interesante. En la mesa iban descargando pilas enormes de sobres que abría una máquina y nuestra tarea consistía, exclusivamente, en sacar el papelito que había dentro (la empresa se dedicaba al escrutinio de encuestas), extenderlo e ir formando una nueva pila, al parecer no había artilugios que fuesen capaces de realizar esa maniobra.
Cuento de Navidad (3/3)
Hacía años que no ponía la mesa de Nochebuena con tanto esmero; tendría que actualizar su lista de últimas veces. Una mezcla de ilusión y nerviosismo la llevaba en volandas. En el horno, haciéndose lentamente, el segundo plato. La sopa de pescado no había más que calentarla en el último momento.
Ya debe de estar a punto de llegar, piensa para sí misma. De fondo música clásica, algo que para ella no es ninguna novedad, pero que circunscribe bien la situación que se aproxima. Las guirnaldas del árbol ofrecen una iluminación tenue y a la vez transmite unas notas alegres. Además, utilizará un par de velones que tenía en la cómoda y que no supo, hasta esa noche, que tuviesen otra función que coger polvo.
Cuento de Navidad (2/3)
Miguel camina todas las mañanas por su nuevo barrio. No ha perdido la costumbre de reconocer el territorio que habita. Tanto si se trata de una ciudad, como es el caso, o del campo, donde pasó muchos años de su vida, siente la necesidad de pisar el suelo y otear el horizonte. Incluso cuando estuvo destinado en una plataforma petrolífera en el Caribe, utilizaba sus ratos libres para explorar los recovecos de aquella inmensa estructura flotante.
Toma fotos con una antigua cámara que lleva en una gastada funda de cuero colgada al hombro. Preguntaba a los vecinos, a todo con el que se va topando, hasta el punto de parecer uno más del barrio o la comarca. Con este modus operandi se va haciendo una idea bastante precisa del lugar que habita, averiguando el funcionamiento de las cosas, las motivaciones de los pobladores y en qué comercio o rincón puede encontrarse tal o cual remedio o artículo. De alguna manera, el tener todas esas respuestas, apacigua su curiosidad, y su inquietud vital se va amansando. Entonces, pasado un período de relativa calma interior, que le ayuda a vislumbrar momentos de felicidad.
Cuento de Navidad (1/3)
Aproximándonos a las antípodas de las Navidades, e inspirado por mis paseos por el barrio (que incluye una residencia de la tercera edad), la madrugada fue testigo de cómo fue tomando cuerpo este relato. Lo presento en tres dosis, que espero sean las adecuadas.
Primera Parte: ELISA
Elisa fue una mujer avanzada para su época. Profesora de música y, por supuesto, madre a tiempo completo. Después de enviudar, a unas edades que son más para disfrutar, o cuando menos dejarse llevar, tuvo que volver a reinventarse y sacudirse la tristeza de encima. Siempre fue una mujer de recursos. Hay dos tareas en las que procura esmerarse: Estirar su miserable pensión de manera que pueda vivir con cierta dignidad, y apuntar en una lista la última vez que hizo algo.
La paloma
No era partidario de la siesta. Ni siquiera en verano, de vacaciones. Le gustaba aprovechar ese tramo del día, proclive a la desidia, para avanzar en su trabajo. Prefería las sombras de su despacho al bullicio de las playas. Allí, con las persianas bajadas, clausurando la atroz claridad del Mediterráneo, y arrullado por el cíclico movimiento del ventilador daba rienda suelta a sus inquietudes. Se sumergía en la profundidad insondable de las hojas Excel y el contenido enigmático de unos informes económicos. Mejor que hacerlo en las aguas transparentes de la piscina; odiaba exponer su cuerpo lechoso y flácido a la vista impúdica de desconocidos, por más que todos tuviesen pinta de reptiles enfermos donde él, en ningún caso, sería el peor espécimen.
Los lunes con Julia
Y los martes, y los miércoles, y los jueves…
Una de las grandes ventajas que ofrece el precario mundo científico es que cada poco ofrece bolsas de tiempo en las que uno puede dar rienda suelta a sus inquietudes. Algunos de estos parones, que en primera instancia tiene carácter indefinido, los aproveché para escribir libros, otros para viajar lejos y subir montañas. En otras ocasiones he prolongado mis investigaciones, en un intento por seguir vinculado al exigente mundo académico.
Esta vez tengo un proyecto innovador y altamente estimulante. Tengo entre mis manos el mejor proyecto de mi vida: cuidar a mi hija.