Paso los días a la espera de nubarrones, de que se levante viento. El General Invierno no se digna a aparecer y por las noches salto con avidez de un canal a otro en busca de un pronóstico del tiempo que me agrade, uno que muestre un mapa con copos de nieve. Escudriño la aplicación del móvil, oteo el horizonte. Todo con la esperanza de encontrar indicios que anuncien la llegada del buen tiempo, esto es, de chaparrones, nevadas y tormentas con abundante aparato eléctrico. Sí, soy un poco como el personaje de esa canción de Brassens, traducida por Javier Krahe y cantada por Alberto Pérez:
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Silencio
Con el paso del tiempo la razón de hacer algo va cambiando. Probablemente la motivación, pasada determinada edad, solo se sostiene en tanto en cuanto hacemos cosas por otros. Ese es uno de los grandes peligros de la soledad. No tener nadie de quien preocuparse. Dejarse. Caer en la desidia más absoluta.
Uno se obliga a madrugar porque tiene que sacar al perro. Se caga en el perro, en el frío y en todo. Pero al final se alegra de tener un perro que agradece que lo paseen.
Uno se obliga a ir al veterinario porque el gato se clavó no se qué persiguiendo grillos por el jardín. De otra manera, puede que prescindiese de la civilización, de coger el coche a las tantas, de ir hasta la quinta moña. Pero por el gato lo que sea.