Cada vez que acudo a pasar la ITV me invade una incómoda sensación que me recuerda a la angustiosa experiencia universitaria en la que voy a examinarme de una asignatura que no he estudiado. Acudo con una actitud sumisa, siguiendo meticulosamente las instrucciones. Pagando el recibo, lo que sea, por adelantado. Como el que va al susodicho examen cuidando los únicos detalles que puede controlar: llevar dos bolis que escriban, un lápiz afilado por si acaso, y una goma para borrar los errores que se sabe uno va a cometer. También un botellín de agua y el DNI. En fin, los accesorios que se recomiendan. Una vez que llegaba el papel en blanco, la situación escapaba a mi control, y lo único que podía hacer era especular y tratar de recordar algo de lo que el profesor había dicho en clase. Algo parecido a cuando por fin el coche se sitúa en la cola que ha anunciado el cartel luminoso apenas legible con el resplandor del sol (cualquiera le dice al tipo tras el mostrador que no se ve un carajo). Calladito y a la fila, que lo principal es no cagarla, no descartarse, que sean los acontecimientos los que decidan.
Este tipo de establecimientos son como pequeños reinos de taifas, con funcionarios que se han sacado su plaza y se saben al dedillo la ley y sus gateras. Como reclames algo la has cagado. De ahí la actitud cautelosa, el moverse sin hacer ruido, sin estridencias. Apago la radio, por supuesto, no sea que al tipo encargado de mi ITV le parezca mal que escuche Radio 3 y me tache de sospechoso habitual. El coche en punto muerto, el cinturón abrochado, y una actitud amabilísima para que no tenga ninguna duda de mi total predisposición para no alborotar su reino de taifas. Estoy de paso, solo pretendo arrancarle una pegatina y un par de sellos en un papel que guardaré en la guantera (ya nadie lleva guantes, por cierto). Para ello he pagado las tasas pertinentes, el azaque de esta taifa.
Una silueta se va aproximando hasta convertirse en un jovenzuelo que porta un aire desgastado y cansino. Será mi guía y juez en este proceso. Y yo seré su parcela de poder. Se rasca la cabeza mientras me va indicando con la otra mano, desmadejada, que me acerque al portón (deledeledeledele).
Ya no hay escapatoria. Respiro hondo. Apago el coche, cosa que no debería haber hecho. Saco la goma de borrar y lo vuelvo a encender. Espero que no falle la batería. Punto muerto. Ponga intermitente de la derecha, el de la izquierda, los dos, luces de emergencia. Estoy concentrado, sin fallar ni una. El tipo apunta mis méritos, o los del coche, al que acaricio el morro, es decir, el ventilador por donde sale el aire acondicionado (¿debería apagarlo?). Luces, largas, posición (¿tiene de posición?, creo que no), las de atrás, las antiniebla. Me sorprende que esta cafetera tenga tantas opciones. Incluso cuenta con un botón para calentar la luna de atrás. Puede que tenga un lanzamisiles y todo.
Sigo dando a palancas y botones y llega una prueba más compleja: darle al acelerador en punto muerto. No sé si seré capaz. Mi consiga es que, antes de atropellar al tipo, es mejor que se cale el coche. Como así ocurre. Me pongo nervioso. Trata de arrancarlo por dios, creo oír. Lo vuelvo a intentar y tras poner los parabrisas en marcha pego un acelerón de cuidado. Tranquilo susurra el hombre al asno en el que me he convertido. Apunta más cosas, espero remontar. Esto no pinta bien. Vamos, vamos.
Seguimos avanzando, ordena. Se trata de encajar las ruedas en unos huecos, que logro con una pericia que desconocía. El coche es zarandeado y por una radio que me han dado (habrá que devolverla imagino) me va dando instrucciones que apenas entiendo con el ruido y las interferencias (cualquiera le dice que no se oye un pijo). Actúo por intuición y recuerdos. El coche se cala otro par de veces. Mi inspector pone cara de decepción, pero también de resignación. No debo de ser el primero al que se le olvida conducir cuando sus movimientos son dirigidos desde una cueva.
Lo siento, le digo. Me disculpo ante un tipo al que saco veinticinco años y varios años-luz de formación. Pero aquí eso no cuenta. La experiencia no es un grado y los libros que hayas leído no tienen ninguna importancia (hace ya un tiempo que me di cuenta de ello). Tiene la sartén por el mango, es decir, el cuadernillo en el que va marcando casillas y anotando comentarios.
Seguimos avanzando, seguimos avanzando. Y veo la luz al final del túnel. Para bien o para mal el examen habrá acabado en unos minutos. Me enfrento a la prueba final, con la que llevo obsesionado varias semanas, desde que un sms en el móvil me recordó que había que pasar la ITV. Tengo clavado en el cerebro, diría que en el hipotálamo pero me lo estaría inventando, el golpazo en los bajos del coche contra un pedrusco que sobresalía en el descampado que pretendía aparcar. Era tan obvio como el cabreo que una vez más me consumía. La idea era un día de picnic en la playa, aprovechando que el día estaba nublado. En pocos kilómetros me di cuenta del error que fue ir sin bañador. El sol corroboraba la fama desértica del lugar. En mi cabeza perduraba el recuerdo del Cantábrico y como resultado mi frustración resultó en un enfado que me nublo la vista. Tras notar que el coche se elevaba extrañamente me di cuenta de que estaba sobre una roca. Demasiado tarde. En un segundo el coche superó con la inercia el obstáculo y el estruendo del golpe hizo que todos esos que habían tenido la misma idea de ir a la playa (en bañador) se girasen y clavasen su mirada en el incauto conductor. Juntando fuerzas y tratando de aparentar calma y cierto conocimiento mecánicos, inspeccioné los bajos del coche, que fue como asomarme a los bajos de mi alma. Todo negro. Me alivió, poco, comprobar que el pedrusco había recibido varias visitas antes de la mía. Aparentemente no había pasado nada más que una abolladura en las protecciones que el coche tenía.
En lugar de sentirme agraciado, pasé refunfuñando las dos horas siguientes bajo la sombrilla, visualizando el reguero de grasa negra que el terreno estaría empapando. Desde aquel día temía que alguien se asomara allá abajo para evaluar los daños. Que es lo que hacía aquel cansino funcionario, escrutando con una lámpara todos aquellos mecanismos mientras me decía que frenase de tal o cual manera (¿con el coche en punto muerto?). Me imaginaba que iba a salir con cara de pocos amigos, dándome la noticia de que ya podía pegar fuego al coche, porque esa prueba no la iba a superar nunca. Con esto reforzaba mi recurrente pesadilla tras la que me levantaba convencido de que jamás había hecho el doctorado, porque aún tenía pendientes tres asignaturas de la carrera. Era un recuerdo tan real como mortificante, que se diluía con la primera taza de café.
Seguimos avanzando. Fue lo que dijo al aparecer otra vez en escena. Yo sudaba en el coche, convencido de que el siguiente movimiento sería llamar a una grúa para llevar el coche al desguace. Me miró de reojo y me pidió la radio. Seguimos avanzando y me espera allí. Se acercaba el veredicto final. Me hubiese encendido un cigarro para sobrellevar la espera. Pero no fumo y además seguro que estaba prohibido.
Volví a encender la radio. La apagué. Salí del coche. Volví a entrar. Yo solo quería una pegatina. Casi estaba dispuesto a dar un riñón por una pegatina. Quería caerle bien a ese tipo. Demostrarle que entendía lo que suponía estar allí todo el día mirando tubos de escape y dando instrucciones a memos como yo. Por favor, por favor, dame la pegatina. Me vale un aprobado raso.
Salió de la oscuridad del túnel y me hizo un gesto. Me devolvió los papeles que yo le había dado junto con un informe que resultó positivo. Vigile esos neumáticos, me aconsejó lánguidamente a la vez que me daba la nueva pegatina.
Seguimos-avanzando-seguimos-avanzando, me dije mientras metía todos aquellos papelajos en la guantera y pegaba con esmero mi nueva pegatina.
Qué liberación. Di marcha atrás y emboqué la salida del recinto de la ITV. Seguí avanzando sin hacer el stop y el golpe llamó la atención de todos los que allí hacían cola para pasar el suplicio de la ITV.
Malditas pesadillas.
Me pásalo mismo, al menos desde hace un par de años. Antes, en Majadahonda, le dabas las llave al técnico y te invitaban a un café. Desde la pandemia lo tienen prohibido. Veremos este año.
Muy bueno, a todos nos toca pasar ese mal trago. Espero que lo lea el funcionario