No es una impostura mi querencia por el otoño. No es una excesiva inclinación hacia la melancolía ni un alarde por llevar la contraria. Mucha gente adora el verano, por las vacaciones, el sol, o la playa. Aunque en los últimos años, con el cambio climático, hemos de reconocer que se ha convertido en un verdadero espanto.
A mí el otoño siempre me gustó por que atajaba el insoportable tedio del verano. Es cierto que con él llegaban las clases y las tardes mermaban. Pero también empezaba la liga y se imponía una rutina que me venía bien. La vuelta al cole me permitía reencontrar a los amigos. A veces nos encontrábamos tan cambiados que durante unos días flotaba un halo de extrañeza. Algunas niñas, convertidas en mujeres en la crisálida estival, ya nunca más te volverían a mirar.
Del otoño recuerdo las esperas entre las hojas amarillas de los abedules. Tan solo una fila de seis o siete ejemplares que flanqueaban las pistas de tenis, que rezumaban un aire de abandono, o de descanso, tras el agitado periodo veraniego. Me subía al buzón de correos y desde allí oteaba la carretera por la que llegaba el autobús con mi mejor amigo. No teníamos mucho tiempo en esos días de diario, pero el viernes era diferente. Le acompañaba a su casa, y me ponía al día de sus experimentos y planes. Después, con el beneplácito del fin de semana y la posibilidad de postergar los deberes, atacábamos la tarde, que ya al final de la merienda era una fría noche de otoño. Aquellos recuerdos aún saben a gloria, aunque el paso del tiempo los distorsiona y ya no sé bien qué queda de ellos. Maldita nostalgia.
Las tardes de otoño se fueron quedando al otro lado de la ventana. Desde el escritorio, cada vez con papeles más serios, con libros que ya no tenían dibujos, era testigo de cómo la hiedra que cubría la pared del edifico de enfrente se transformaba en un mosaico de rojos y naranjas. Los castaños de indias perdían su follaje y las borrascas terminaban por convertir en recuerdo aquel verano. La piscina, de aguas verdosas, hibernaba a la espera del cloro que recuperara el color azul oceánico de sus pequeñas teselas. La añoranza por los juegos infantiles, por las tardes de otoño a la intemperie, con el sabor ferruginoso en la garganta de correr como si a uno le fuese la vida en ello, quedaba relegada al fondo de esos cajones en los que se acumulan recuerdos de los que se ocupan las mudanzas. Una tras otra se irían desprendiendo con indiferencia de los recuerdos.
Los otoños, por su parte, se fueron disimulando cada vez más entre los calores del verano, que ya no se conformaban con llegar hasta agosto, y el frío invernal que, súbito, pillaba desprevenida a la naturaleza. El cambio climático erosiona los perfiles estacionales. Ubicado en el sur, lejos de mi niñez, apenas quedaban vestigios de los oropeles crujientes de la hojarasca.
Unas décadas después y unos siete mil kilómetros al este me asaltan recuerdos de aquellas tardes de mirlos que se repliegan y barro en los zapatos. Paseo por un bulevar extrañamente silencioso. A ambos lados carriles de una arteria principal de una ciudad que se expande. Ürümqi es la capital de Xinjiang y no es la urbe que me esperaba. Nada aquí es como me esperaba, pero eso es porque concebí el viaje mirando un atlas de papel. Es decir, hace demasiado tiempo. Miraba las estepas y desiertos de Asia Central y las enormes cordilleras, que en las láminas aparecían de un marrón oscuro amenazante, coronadas de un blanco azulado que era la nieve y los glaciares.
Vuelvo a la capital de la provincia (nada menos que tres veces la superficie de España) tras recorrer el desierto de Taklamakán. Lo hemos rodeado, siguiendo el río Tarim, que muere en el desierto tras bregar entre sus arenas con los enormes caudales que le proporciona el deshielo de esas grandes cordilleras. Es en esa mezcla de arena y agua donde están las famosas choperas que amarillean en esta época. Algunos ejemplares tienen más de tres mil años. Son el símbolo de la resistencia. Sobreviven en el desierto más arenoso del mundo, obteniendo agua del subsuelo. En invierno, el frío, con temperaturas medias por debajo de los diez bajo cero, hace aún más inconcebible la presencia de los chopos.
A orillas del Tarim, en los últimos coletazos de otoño, aún cálido, aprecio la callada presencia de estos árboles. La luz dorada me transporta a ese buzón desde el que oteaba la tarde. En Ürümqi hay una versión domesticada de los ejemplares que resisten el empuje de las inclemencias. Entre altos rascacielos de cristal le recuerdan al ciudadano que ellos aguantaron épocas muy duras. Aquí son objeto de decoración, pero no me queda claro quien resistirá mejor el paso del tiempo. Por su historial parece que serán los árboles, pero tendemos a creer que nuestro ingenio es superior a cualquier cosa. El cemento y el asfalto van conquistando terreno. Se utilizan cantidades fabulosas de agua para producir algodón y frutas en este territorio tan árido. Tiendo a ir elaborando este tipo de pensamientos en mi solitario paseo por el bulevar. Ideas que entrevero con el recuerdo de aquellos otoños de la infancia. Partidos de fútbol memorables, bajo la lluvia, a la espera del cálido hogar familiar y una reprimenda mojada en leche con galletas. Apasionados amores platónicos. Sueños geográficos de adolescente que emergen muchos años después, aquí en Asia Central.
ole!! viva el otoño!!