Em Bragança

Cruzamos el Guadiana en Badajoz. Y después abandonados la autopista que va hasta Lisboa. Por fin, tras seis o siete horas de conducción monótona, nos adentramos en el mundo rural portugués. Que es distinto del mundo rural español. Podríamos pensar que los portugueses son más cuidadosos con su entorno. Amantes de la tranquilidad. Que son menos horteras. Pero yo creo más en otras razones. No hay diferencias tan grandes en países limítrofes con una cultura parecida y un contexto socioeconómico parejo. No es que el sentido común haya resistido la presión del enriquecimiento a toda costa.

Puente sobre el Guadiana en Badajoz

Es más probable que el encantador mundo rural sobreviva porque hayan llegado menos fondos Feder. Quizás porque se hayan quedado trabados en las administraciones. Quizás porque sus políticos hayan sido más torpes a la hora de negociar privilegios. Sucede como con los nómadas del desierto. Muchas veces los admiramos por su dosificación en el uso de los recursos. Nos gusta suponer que el ser humano, liberado de consignas y prejuicios, en su estado natural, es intrínsecamente bueno. Pero no es así. Al nómada le das motosierras, motobombas, carreteras y escopetas y te destroza un territorio en un santiamén. El nómada es bueno porque no puede ser malo. Y el mundo rural se mantiene encantador porque no ha habido forma de destrozarlo completamente.

No quiero ser tan tajante. Quizás haya algo de empeño en mantenerlo así.

Lo cierto es que los árboles que flanquean las carreteras secundarias de Portugal crean una atmósfera propicia para la melancolía y el disfrute. Simultáneamente. Son los primeros síntomas de una hermosa decadencia que me llevan a encender una pipa y bajar las ventanillas del coche para que la humedad y el otoño me hagan sentir dichoso.

Estos indicios de sosiego, de savoir vivre, se van reafirmando a medida que se viaja hacia el norte y se va probando el pan, el queixo, el bacalao, el vinho y el café. Pagando un precio normal, lógico, por cosas normales. Como un pan rústico que se ha hecho cerca de donde se come, y que se ha fabricado de forma parecida a como se ha hecho durante los últimos siglos. Es la razón de que el pan sepa a pan. No tienen lugar fenómenos paranormales que sí ocurren en regiones más desarrolladas. El pan que venden al otro lado de la raya, en un pueblo similar, cerca de La Alberca, viene en barritas congeladas que se hacen en un polígono de Reus. Y lo mismo pasa con el chorizo. En Portugal resulta que es de la matanza de la casa. Al otro lado de la frontera vale el triple y es una loncha de plástico de color naranja.

En Tras o Montes muchos vecinos claman, sin embargo, porque llegue un poquito más de desarrollo. Porque haya mejores carreteras. Aunque el pan sea peor.

A Bragança llego con la añoranza del que frecuentaba el noroeste peninsular. Me asaltan los recuerdos de memorables viajes con Matías. Aquellas épocas en las que teníamos más tiempo y menos dinero y lográbamos convencer a alguna de nuestras madres para que nos dejasen un coche para ir a la Sierra do Caurel, o a la de la Culebra, o a explorar indómitas carreteras de tercera que se convertían en pistas de tierra sin previo aviso. Tengo la imagen de estar metido en un brezal, con el micra rojo de mi madre, dilucidando con Matías, mientras nos encendíamos tranquilamente un purito, si atravesábamos una torrentera o mejor no. Conseguimos recular y acabamos en una tasca tomando vino y café con gotas (de bagaço, el aguardiente casero que se hace a partir de la uva). Lo pasábamos muy bien. Cogiendo castañas, devorando postas (chuletones) de vacuno mirandés y charlando con los paisanos, que no dejaban de adornar las conversaciones con un poso amargo, haciéndonos ver que hubo tiempos mejores.

Componentes de uno de los carnavales de invierno en un pueblo perdido de Tras-o-Montes

Después el trabajo dejó más dinero y menos tiempo. Fueron viajes apresurados aunque más cómodos. Dormíamos en frías pensiones, en lugar de hacerlo en casas abandonadas o debajo del coche. El principal obstáculo era convencer a las novias y mujeres. Encajar el viaje entre los catarros de los niños y los compromisos familiares. Frecuentamos las mascaradas de Tras-o-Montes y Aliste, formando parte del paisanaje, siguiendo a la comitiva que representaba la llegada de la luz, el final de las tinieblas. Fiestas paganas que o fogateiro iba estructurando a base de cohetes. Fueron viajes que derivaron hacia una mínima expresión. Un día para ir y otro para volver. Y que confiamos ciegamente en que volverán a ser de envergadura. Cuando los niños crezcan. O las mujeres se harten de nosotros. No falta tanto.

O fogateiro

Bragança ha cambiado. Ha crecido y como resultado el casco histórico se ha empequeñecido. Es peligroso volver a los sitios en los que has sido feliz. Suelen defraudar, dice Gabriel. Pero el bacalao asado en Gimonde, en O Abel, es brutal. Y el vino se deja trasegar. Cae una frasca y luego otra.

Duermo en casa de Joao, dentro del recinto amurallado, muy cerca de la torre del castillo. Una casita acogedora, con chimenea. Joao es el mejor anfitrión que uno puede tener. Me cuenta sobre el Festival L burro i L gaiteiro, nos lleva a comer a buenos sitios. Nos ayuda a buscar faroles de parafina Hipólito o navajas de Aveleda.

Castillo de Bragança

Caminamos por la ciudad adoquinada. Tomamos café. Fumamos como bestias. Cargamos la camioneta con productos de la tierra. Un quixo amanteigado realmente bueno. Vinho verde a espuertas. Con cierta pena ponemos rumbo hacia Almería.

Fue un placer dar una bocanada al otoño portugués.

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