Los lunes en el paraíso

Me sigue sorprendiendo el tono peyorativo de la palabra vividor. El otro día di por casualidad con un programa sobre José Luis Sampedro, en el que salían fragmentos de entrevistas muy variadas. En una de ellas se sorprendía de la connotación negativa de la palabra de marras. Si acudimos al diccionario de la RAE la primera acepción que da es obvia. Vividor: que vive. Y hay que ir hasta la cuarta para encontrar el sentido retorcido que normalmente se le asigna. Vividor: Que vive a expensas de los demás, buscando por malos medios lo que necesita o le conviene.

Coincido con Sampedro en que uno debería jactarse de ser un vividor. De vivir. De aprovechar lo que es un instante fugaz en la inmensidad del cosmos. En el que uno es consciente y es operativo. Es el mejor homenaje a este regalo inexplicable que es la vida.

No siempre es fácil. Hay momentos jodidos. Hay obligaciones. Hay trabas, barreras, juicios de valor que nos retienen, nos contienen. Precisamente por eso hay que estar atento a los resquicios. Ser un oportunista. Tomar un vino. O dos. Viajar. Viajar mucho. Charlar. Dejarse llevar, tocarse las narices cuando sea necesario. Tumbarse, estirarse, dejarse acariciar. Como hacen los gatos.

Tradicionalmente los lunes son complicados. Medio depresivos. O completamente depresivos cuando además han cambiado la hora y al salir del trabajo ─quien tiene trabajo─ encadena con la oscuridad y viaja por un túnel de metro hasta el día siguiente, que amanece sentado en la oficina. Estos lunes sepultados en las cenizas del invierno. Vientos fríos que se llevan por delante cualquier amago de recuerdo de la arena de las playas lamida por un mar calmo y placentero. Los lunes como estigma de la desesperanza.

Por eso mismo los lunes me voy al paraíso. Que lo tengo al lado de casa.

Los lunes voy a correr al Cabo de Gata.

Cuesta arrancar. Mejor quedar con alguien y así no hay excusa. Voy con Isaac, que siempre es una garantía de buen rollo.

Hay que luchar porque lo razonable, lo aconsejable, lo moderado, no se imponga. Y gane el vividor que uno lleva dentro. Recuerdo, por si ya se os había olvidado. Vividor: que vive.

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Ponte las zapatillas. Abrígate. Coche. Carretera. Intemperie. Estira algo, aunque sea algo. Corre cuesta arriba. Asfíxiate y de repente ¡zas! De repente el instinto vital se come a lo razonable. A todos los ‘deberías’. Las endorfinas empiezan a circular. Flotas sobre la arena de las playas vacías.

Terminamos la carrera exhaustos. Hemos sufrido tras cada repecho. El mar bramando en los acantilados. ¿Cómo vas a renunciar a esto? ¿Cómo no he venido antes? ¿Cómo cedí tanto terreno al ‘debería’?

En el paraíso, en estos recorridos pegados al mar, te puedes poner en forma. Pero lo relevante es el formateado de cabeza. Todo se relativiza. Ese mal rollo que te tiene en un bucle obsesivo se diluye. No existe más. No tiene cabida.

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Llego a casa. Me doy una ducha. Leo un libro. Taza de té. Y que truene. Retomas alguna obligación, pero sin pasarse. Cocinas mientras escuchas música. Planes relajados.

Hay que buscar paraísos e instalarse en ellos. Esforzarse, sí. Pero por ascender peldaños en la pirámide de Maslow. No pasa nada por ser un vividor. Es que es necesario. Es coherente con estar vivo.

Oye que si luego hay otra vida también la viviré. No rechazo ofertas ni creencias. Pero no voy a postergar lo tangible.

4 comentarios sobre “Los lunes en el paraíso”

  1. Pues dime cómo lo haces, porque para mi los lunes otoñales siempre son tristes, incluso saliendo a correr. Aunque quizá la clave sea el paisaje, una sala de máquinas de gimnasio de fondo no se puede comparar con el Cabo de Gata, aunque tampoco el frío que pueda hacer por allí a esas horas…

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