Noches en el desierto

Cuando conocí a Luis mi vida cambió. Hasta entonces yo dormía en el suelo. Me daba pereza montar la tienda. Y la mañana siguiente, con el frío, plegarla y enrollarla. Con esa humedad del desierto. La arena pegada. Buf. Ni pensarlo. Mejor vivaquear. Viendo las estrellas, fumándome una pipa. Estaba el inconveniente de la arena, que cuando sopla el viento se convierte en un improvisado peeling de lo más efectivo.
Gerardo y Javi tenían razones más prácticas que yo para dormir en el suelo. Caminan de noche. Llegan a las tantas y se vuelven a levantar antes del amanecer. Con ese trasiego la tienda es un engorro. Prefieren echar el saco sobre el pedregal, o el mullido fondo de un oued. En una de esas Gerardo vivió una intensa experiencia soportando una tormenta de arena. Durante horas aguantó en posición fetal los furiosos embates del vendaval. Con suerte en este viaje podría probarlo.
Pero como digo mi vida cambió cuando conocí a Luis, un herpetólogo ─estudioso de los herpetos: reptiles (y por extensión anfibios) ─ que formaba parte del Grupo Salvaje.

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Cuando uno ve a Luis desplegando sus medios para buscar, georeferenciar y catalogar sabandijas ─como el Indio ha bautizado a los herpetos─ y le escucha hablar sobre el tema, puede pensar que está frente a una eminencia de alguna universidad norteamericana que ha venido de año sabático al Sahara.

Luego resulta que no, que es un «aficionado». Joder con los aficionados. Estos tipos con los que viajo son expertos aficionados que acumulan un conocimiento que ya quisieran muchos catedráticos.

El caso es que Luis, cuando vio que echaba la esterilla al suelo y me fabricaba una almohada con la ropa que me iba quitando dijo: «¿Pero tú vas a dormir ahí?» «Sí ─respondí─ tengo una buena funda de vivac, se ven las estrellas y tampoco me molestan las piedras». «No, si no lo digo por eso. Es otra cosa. Si quieres vente a dar una vuelta y verás a lo que me refiero».

21_2 Notas Joako

Javi se preparaba para su recorrido nocturno. La charla decaía alrededor del fuego. Joako tomaba unas notas en su cuaderno de campo y Migue ponía orden en las provisiones. Luis buscó sus guantes de cuero, el frontal, la grabadora y el gps. Para un simple paseíllo había que vestirse de expedicionario.

Nena se apunta. La chica no pierde ni una oportunidad para ver bichos. «Ves, más o menos una de cada cuatro piedras tiene premio, como los yogures». Me decía Luis a medida que sacaba escorpiones, galeodes e incluso alguna víbora de sus refugios. «Vamos, no duermo yo en el suelo ni loco», remacha. Y mira que está loco el tipo.

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A la vuelta puse la tienda. Uno puede ser valiente, incluso romántico. Pero no gilipollas (aunque a veces tengo serias dudas). Para la noche siguiente ya me habían sugerido una alternativa mucho mejor: dormir en el techo del lanrover. Seguiría viendo las estrellas. Estaba más lejos de la arena. Aunque, eso sí, debería renunciar a la pipa. No resultaba muy aconsejable encender el mechero justo al lado de los sesenta litros de gasóleo que llevábamos en los jerrys.

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En un par de noches ya se ha establecido un protocolo silencioso en el que cada miembro de la expedición sabe más o menos lo que tiene que hacer. Así, mientras yo disponía la esterilla en la baca del lanrover, Bego, sin decir palabra, pero diciéndolo todo con su gesto, me lanzaba una manta para que la noche fuese más llevadera.

Las llamas de la hoguera van languideciendo. Poco a poco nos retiramos a nuestros aposentos. A lo lejos un focazo intempestivo nos recuerda que Javi sigue dando bandazos y que de momento no ha pisado una mina.

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Mi protocolo en las alturas consistía en lo siguiente. Meter el saco en la funda de vivac. Las botas en la funda del saco. Utilizar la manta como almohada. Colocar la mochila de modo que me quitase el máximo viento posible. Programaba el móvil para que se apagase en una hora. Dejaba el frontal a mano, por si las moscas. Y el agua, por si me daba sed. Buscaba las canciones que fueron la banda sonora de mi relación con aquella mujer excepcional. Y entonces sí. Metido en el saco, calentito, contemplaba el espectáculo.

He visto cielos estrellados en la montaña. En el trópico. Las noches en Gredos o Sierra Nevada son espectaculares. La peculiaridad del desierto radica en que no hay obstáculos. Las estrellas llegan hasta el suelo. Estás envuelto en ellas. Sopla un ligero viento que te hace apreciar aún más el confort del saco. Veo sus fotos. Cada noche, a la luz de las estrellas, veo sus fotos mientras escucho su música.

Los perros del desierto duermen; uno se siente pleno al formar parte de esta jauría sin escrúpulos. Tipos que son de verdad. Auténticos. Nos vence el cansancio. En unas pocas horas nos aguarda otra dura jornada de polvareda y baches. Pues de puta madre. Planazo.

Un comentario sobre “Noches en el desierto”

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