Auxiliar de vuelo

Nada es lo que parece. Y menos en un vuelo transoceánico. Treinta mil pies por encima del mar. Treinta mil. Ponlos en fila. Con una cabina presurizada a ochocientos milibares, esto es, la presión equivalente a una altura de 2300 msnm.

Todo es irreal. El dispendio de vasitos de plástico, de cucharitas, toallitas, etceterita, que van a la basura casi sin utilizar. Los pasajeros parecen una especie de marqueses en cuidados intensivos. Te tragas todas las películas que no has visto en un año. Arramblas con chocolatinas y sobrecitos de sal y pimienta. Como si no existiese el mañana.

Los auxiliares de vuelo te traen café y té en bandejitas muy cucas que rebosan edulcorantes de varios tipos y tarrinitas de nata. Tienen una sonrisa tan amable que te pides cinco o seis. Y ya no pegas ojo. Aunque te hayas tomado una valeriana. Claro que siempre podrás recurrir al alcohol duro. Otro rasgo de este mundo de plástico es que hay barra libre. La palabra gratis es muy excitante.

Sin embargo, lo verdaderamente interesante es el personaje insospechado que muchas veces mora tras la engañosa fachada de los auxiliares de vuelo. Adiestrados por las compañías aéreas dan una imagen convincente de esclavos felices. Deslizan maletas por los encerados pasillos de las terminales aeroportuarias; caminando con paso firme y sincronizado hacia un futuro prometedor. Proyectan una sensación de solvencia sin parangón. Parece que viviesen en un anuncio permanente.

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Nos imaginamos ─no digáis que no─ a lascivas mujeres que, como muestran una disponibilidad exquisita para traerte una manta y una almohada, no dudarían en acostarse con nosotros a la mínima insinuación.

Ella me contó que hay mucho salido en business. Consideran que el precio que han pagado por su pasaje, cinco veces mayor al convencional, incluye pisotear las bellezas que se deslizan por el pasillo enmoquetado. Es muy fácil maltratar la belleza; es más difícil admirarla, mantenerla. Tipos gordos, sebosos, que beben cerveza y se comportan como verdaderos gorrinos. Son luego la cara más solvente y amable de las compañías que pagan esos pasajes.

Ella dice que son incluso peores los chavales, los junior. Pervertidos con ganas de reportar experiencias maquiavélicas. Follarse a una azafata en pleno vuelo. A medio desvestir. Si, continúa ella, te miran con lujuria. Son como imberbes jeques a los que hubiesen regalado pozos de petróleo.

Peores por inesperado. Dice ella. Desencantada. Encapsulada en una vida anónima y poco expuesta. Ha desarrollado un alto grado de androfobia. Te quieres convencer que los nuevos tiempos arrinconaron a esos machos alfa de pelo en pecho que te tocaban el culo como si te hiciesen un favor.

Muchos sesentones piensan que ella admitirá la flacidez, los abdómenes hinchados. La falta de flexibilidad. La hediondez de un aliento de nicotina y pacharanes. Lo piensa, deduce, porque ella está en la cara B de su vida. Es la madurita del grupo. A su cargo cinco chavalas que quitan el hipo.

Tiene pánico de estar encerrada en el avión. Rodeada de orcos. Obligada a pasear sus bonitas piernas. A inclinarse y mostrar la retaguardia. Su talle endiabladamente sutil. La blusa tenue por la que trascienden los encajes del sujetador. Se encierra en el baño. Llora recreándose en un pasado que la magulla y atrapa. Llora hasta que el rímel hace que le escuezan los ojos. Entonces para. Piensa en la cara de sapo que se le queda después de cada una de esas sesiones lacrimógenas. Respira. Se suena los mocos. Encuentra fuerzas para retomar su trabajo. Servir bebidas a los acosadores que la esperan llenos de fantasías sexuales. Solo quedan seis horas hasta Hong-Kong, se consuela.

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Por muy contradictorio que parezca, una mujer tan extremadamente bella y elegante sufre por ello. Hay que joderse.

Ella necesita el dinero para mantenerse a flote. Una hipoteca. Dos hijos. Divorciada. No es el caso de Elisa. Su situación es grotesca. Precisamente su trabajo de azafata la hizo multimillonaria. En una línea a Nueva York conoció a un hombre de negocios de cabellos plateados. Un flechazo de esos que te dejan tieso. Duraron poco después de casados. Lo suficiente para que Elisa se hiciese con un patrimonio notable: cinco pisitos repartidos por medio mundo: Dubai, Nueva York, Singapur. Sitios baratitos. Más una suculenta paga mensual para cubrir estrambóticos caprichos. Elisa está forrada, pero optó por mantener su puesto de trabajo.

Dedica el mínimo de horas que admite el convenio laboral. Y es ahí, en pleno vuelo, donde se produce el contraste. Una tipa multimillonaria sirviendo café a alguien que de milagro juntó el dinero para el pasaje. «Oiga señorita, que la llevo llamando un rato, que se m’acabao la mantequilla». Dice en tono déspota algún pasajero con aires de aristócrata.

A Elisa a veces le cuesta reprimir un bofetón. «Si tu supieses. Tengo un ático en Paris, y me gasto lo que tú ganas en un mes en una tarde de tiendas. Que eres un palurdo y un ordinario», piensa. «¿Más leche o azúcar señor?», inquiere, tras una sonrisa plástica, como los cubiertos y los vasos. Se distrae pensando en los zapatos y el bolso a juego que se va a comprar nada más aterrizar.

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Aunque parezca mentira a la situación de Elisa se le puede dar otra vuelta de tuerca. Yamir cubre siempre la misma línea. Lo que se conoce en el argot como national. Delhi-Londres. Londres-Delhi. Un chorro de libras esterlinas que le dan para mantener treinta y nueve criados. Treinta y nueve. Cifras que tampoco son muy llamativas en una sociedad organizada en un sistema de castas. Yamir explica a sus compañeros de vuelo que tiene cuatro hijos y necesita ayuda. «Claro, claro», responden en tono jocoso el resto de auxiliares de vuelo. Yamir les dice que no entienden. En Occidente las cosas son diferentes. Lo que él está haciendo es dar de comer a treinta y nueve personas, a treinta y nueve familias. Es un benefactor.

Yamir no entiende cómo es posible que sigan llegando oleadas de occidentales para visitar su cochambroso país. Con lo civilizado, limpio y ordenado que es Londres. Deambula por el infinito pasillo del avión, recogiendo bandejitas con restos de comida. Reflexiona sobre este y otros asuntos. «Gracias señor», responde a un anciano que le pasa la bandeja desde un asiento con ventanilla. El jubilado agradece la amable sonrisa y vuelve a su lectura.

Las libras esterlinas también se esponjan, como si echase levadura a los euros, cuando Alfonso llega a casa, en Tomelloso. Pese a ello no puede permitirse treinta y nueve criados. Una señora una tarde a la semana para realizar las tareas domésticas más básicas y plancharle camisas ya le cuesta un riñón.

Alfonso se organiza bien. Tiene hábitos de millonario con un sueldo discreto. Viaja por medio mundo, se aloja en los mejores hoteles, visita regularmente los clubs de jazz que están de moda en Nueva York. Es cliente habitual de restaurantes tailandeses en Tailandia. Conoce San Francisco como la palma de su mano. En el Taj Mahal Hotel es un personaje conocido por sus extravagancias. Allí le cuidan bien: mientras hace ejercicio en el gimnasio de lujo un tipo le sostiene una toalla y una botella de agua; luego otro le masajea los trapecios.

Por si fuera poco tiene litera en el avión. El único detallito que le delata es que antes de despegar participa en la coreografía colectiva que describe las salidas de emergencia y enseña cómo ponerse una mascarilla de oxígeno en caso de despresurización. Luego se pasa ocho horas dando bandazos por el avión, repartiendo chocolatinas y periódicos.

Ella habla con admiración de Alfonso. Dice que es un tipo positivo, siempre con ganas de aprender cosas nuevas. De explorar. Me cuenta que él no es de los que se quedan en el hotel esperando el servicio de vuelta. Varias veces ha estado a punto de perder el avión por sus ocurrencias. «La última vez llegó con la cara amoratada, lleno de heridas y cortes». Ella ríe ─es espléndida cuando se sacude la melancolía y sonríe─ y me da detalles sobre la última aventura de Alfonso. Un tipo verdaderamente peculiar.

«Ahora le ha dado por la bicicleta»; toma un sorbo de café y continua. «La alquila en el hotel. Al principio se alejaba unas manzanas. Después fue explorando la ciudad. Ha recorrido los barrios de Vancouver, Los Ángeles, San Francisco… Cada vez se aleja más y más. El otro día llegó a no sé qué montaña. Se hizo ochenta kilómetros. Como se le hacía tarde decidió atajar y se tiró por una pista. Se pegó un castañazo tremendo ─las carcajadas la traban─. Llegó renqueando a la puerta del hotel. Con la ropa hecha jirones. Raspado y hambriento. Toda la tripulación esperando con las maletas en el vestíbulo».

Llevo toda la tarde alucinando con las historias que me cuenta Ángela. Este es el remate. «Es que Alfonso es muy, ¿cómo te diría?, un tipo tierno. Tiene ese punto infantil que te hace empatizar. Aunque luego pueda parecer el más serio de todos. Es un gran bromista que se toma la vida como un juego».

Ella me ha citado en un café. Lleva el uniforme de la compañía. Sus piernas bien torneadas te dejan con la boca abierta. Los tobillos y las rodillas. Su clase. Se prepara para la batalla. Línea a Buenos Aires. Menos mal que Alfonso le sacará alguna sonrisa. Seguro que lleva un par de ases en la manga.

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