La vida flotante

Los libros van llenando cajas. El rótulo apresurado pretende guardar rastro de un orden que ya pertenece a otra vida. En la N-P estarán Naipaul, Pessoa, Nabokov, Orwell. Las cajas, apiladas unas sobre otras, ocultarán esas etiquetas.

Cuando los libros vuelvan a ver la luz será como Paul Auster en The red note book. Estará en una casa casi vacía. Sin muebles. Con un rúter y cables atravesando la estancia. Sacará libros que amontonará en pilas, revolviéndolos un poco más. Se juntarán los que estaban en las cajas A-B (el propio Auster, Asimov, Baroja, Bukowski) con los de la W-Z (Zweig, Yourcenar, Winslow).

Por el momento las cajas ─las que tiene libros pero también las que tienen ropa, enseres, cosas que estaban por los cajones que ni recordabas─ aguardan sepultadas en un trastero. Vuelve a comprobar que es sencillo vivir con pocas cosas. Solo las que tiene al uso. Al menor atisbo de plan se pone en marcha. Mientras su antiguo yo dormita en cajas de cartón.

Sin peso empiezas a flotar.

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Transitas zonas olvidadas. Pálidos reflejos de tu pasado reverberan con nueva luz. El maletero del coche va acumulando toda suerte de objetos. Raquetas de squash. Pelotas de tu época de pádel. Una camisa. Prismáticos. Llaves de tuercas. Una bolsa con sopas de sobre e infusiones. Un pimentero. ¿Qué hace aquí un pimentero?, intentas explicarte. Vestigios de un naufragio.

Si te lo proponen vas a un local de esos nocturnos lleno de ruido y mujeres desenfrenadas que beben y bailan. Al día siguiente puedes estar en una peña, contemplando el paisaje que queda a tus pies, tratando de explicarte cómo llegaste a casa.

Descubres que ya no están los raíles por los que ibas sin plantearte otra cosa. No los echas de menos. Acudes a la llamada de una chimenea encendida. Cruje la leña. El humo de la pipa se mezcla con las conversaciones amenas de sus amigos. Te prestan libros para apaciguar la necesidad de literatura. Te dan cariño. Te hacen la cena. Beben vino y también fuman para espaciar adecuadamente la conversación. Son amigos que en poco tiempo se hicieron viejos amigos.

Puede que en varios días no pases por casa. Dejaste la ropa tendida. Se decolora. El viento la va llenando de polvo. No riegas las plantas.

En Granada vas encontrando jergones desocupados. Habitantes del Limbo. Bodegas en las que las botellas tapizan las paredes; hasta el techo. La variopinta mezcla de amigos, conocidos, amigos de amigos, es la quintaesencia de la vida flotante. Aquí flotar es lo normal. Por momentos la noche se acelera. Llevas tres vinos. Apenas has comido nada. Llegan las amigas de tu colega. Amigas de amigas que tu tienen novio. Se vislumbran explosiones de nocturnidad.

A estas alturas de la película parece que puedes dormir en la habitación del colega que se ha ido a casa de su novia finlandesa. Aprovechando que sus compañeras de piso se fueron, parece ser, a las Alpujarras. Mientras todo se aclara te sumas a la siguiente ronda. Tu escueto equipaje ─una alegoría de esa vida de mínimos que llevas─ aguarda en una esquina del salón. Tú, previsoramente, te llevaste el cepillo de dientes. Lo llevas en el bolsillo interior del abrigo; junto a un condón.

Llegaste por la tarde en un blablacar. Te dejaron no sabes muy bien donde. Caminaste sin prisa con tu mochililla al hombro. El fin de semana pasado estuviste allí arriba, te dices al ver el perfil nevado de la sierra. Hizo frío. Sabes que utilizarás esa historia para embaucar  a la chica que te empezó a dar conversación.

El alcohol va soltando la lengua y las formas. Sobredimensiona lo que realmente ocurrió. El ruido del bar hace que para mantener la conversación tengas que acercarte a su oído. Te pegas a ella. Y entonces la hueles y ya no hay vuelta atrás. Te llevas la mano al bolsillo en un acto reflejo. Por ver si las armas siguen en su sitio.

Llega un wasap que confirma tu reserva. En efecto, las chicas holandesas y francesas se fueron a las Alpujarras (oh my god! The Alpuharhass). Joserra duerme con la finlandesa. El cuarto está libre y puedes meterte ahí a pasar la noche. Olvídate de sabanas limpias.

De una taberna saltas a otra. En cada transición se va descolgando gente. Algunos que no llegaste a conocer. No recuerdas un solo nombre de los que te han dicho. Llega el momento decisivo. Tu colega ya no puede más. Se retira. O te vas con él o te la juegas con la chica que huele tan bien. Cabe la posibilidad que acabes durmiendo en un cajero. La vida flotante es lo que tiene, a veces se confunde con la exclusión social.

Lo que tú no sabes es que ella está pendiente de otro wasap. El pisito que comparte en el Realejo también está libre. Todo el mundo está flotando esta noche. Estas de suerte.

Apenas duermes. No es tu cama. No tienes tu almohada. Ella madruga y te dice que tiene que trabajar. Tiene que avanzar en su tesis. Es muy común en esta vida flotante que la gente haga tesis doctorales eternas. Te pones tu camisa del día anterior. Huele a sudor. Y tú hueles a sexo. No te duchas. Te tiras a la calle temprano. Buscas un café y un cruasán. Y lavarte un poco en el aseo de la cafetería. Tienes el cepillo. Pero no pasta de dientes. Te medio peinas con las manos y con agua fría. Joder qué desagradable.

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Es una vida próxima al vagabundeo. Ahora tienes que esperar a que tu colega se despierte. Y recuperar tu mochila. Darte esa ducha que tanto necesitas. Cambiarte de camiseta. Mientras, paseas al azar. Te tomas un segundo café. Lees el periódico provincial. El deportivo. Observas la vida común de la gente común. De los que viven pisando el suelo. Tienen sus tareas y horarios definidos.

Desaprovechas el día. Por la tarde coges un tren que huele a orines. No había blablacar. En la estación se cruza con vagabundos auténticos y con drogadictos. La policía también le escruta a él. Con su mochililla. Un tipo tan talludito con mochila no encaja. Es sospechoso. Aciertan.

El paisaje le absorbe. Ve otra vez la sierra. Desde otro punto de vista. El siguiente viernes hará noche en el refugio al pie de esa cumbre que tanto le atrae. Utilizará el mismo saco de dormir que tiene como edredón. Es una vida de mínimos. De aprovechar cada cosa. Cada minuto. Es la vida flotante.

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