Hay algo, o mucho, de impostor en esto de escribir. Pretender que un puñado de palabras te suplanten funciona bien en la distancia, manteniendo un contacto esporádico, puede que regular, pero nunca rutinario. Mi coartada de admirador incondicional se desploma al atravesar el filtro del matrimonio, de la paternidad, cuando aflora el mal humor, la irracionalidad del enfado perpetuo. Ese rancio orgullo castellano que afronta los golpes de la vida a base de armaduras oxidadas en campos de batalla corrompidos por la humedad tropical y el abrasador sol de agosto.
Empeños condenados al fracaso que reverberan en ese personaje narcisista obstinado en abrazar la nostalgia del pasado. Ajeno, absurdamente ajeno, al maravilloso presente que le envuelve con un cariño y una paciencia propia de la acogedora costa que recibe a un náufrago desabrigado y hambriento.
Acostumbrada a los temporales, eres sabia en el manejo de los despropósitos y las injusticias que reparte la vida de la manera más azarosa que uno pueda imaginar. Sin un ápice de cordura al que aferrarse.
Como no quererte, como no volver a intentar epístolas aunque estén condenadas a arder de vergüenza en la llama de mis incoherencias, como no apostarlo todo, sin dudarlo, a la mujer más bondadosa que, en lugar de esgrimir palabras, pregonar principios, dedica todo su tiempo a consolidar mediante hechos, actos tangibles, una forma de ser. Amar y curar, esas son tus señas de identidad.
Como no quererte siempre.
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