La caja de mantecados y el turrón habían salido de la cesta de Navidad que Manolo le había regalado al Indio. Iba a ser un detalle para adornar la Nochevieja, que pasaríamos tirados en algún lugar del desierto.
Pero no iban a llegar a su destino. Apenas llevábamos cien kilómetros y todos devorábamos mantecados y dábamos mordiscos a las duras tabletas de guirlache. Era la hora de comer. El desayuno era un recuerdo lejano y por allí no había ningún lugar en el que echar un bocadillo. Además las provisiones las llevaba el otro coche, el Toyota Hilux, que ya venía a nuestro encuentro.
La aventura nos había sorprendido antes de tiempo. Una vez más nos era negado un cómodo tránsito hasta abandonar la zona de confort que era donde, oficialmente, deberían empezar las contingencias.
Estábamos en el peaje de Torremolinos. En la Autopista del Sol. Viendo como los coches se detenían, apoquinaban, y rehacían su marcha. Un coche. Otro coche. Otra barrera que sube y baja. Otros tres ochenta para la hucha. Uno y otro. Y una hora y otra. Y otro polvorón.
Se había roto el embrague. Justo antes de pagar. Fue al tratar de meter primera para acercarnos a la barrera cuando el coche no quiso responder. Pensábamos que era Javi, bromeando. ‘Qué no tío, que es en serio, que no puedo meter primera’. Apagó el coche. Volvió a encenderlo. Nada. Una y otra vez. ‘¡Me cago en la puta!’ exclamó el Indio. ‘Otra vez’ remaché yo. Mientras empujábamos el Land Rover hasta llevarlo a la cuneta.
Los coches habían salido inicialmente de Jaén. Uno fue hacia Granada, para recogernos al Indio y a mí. El otro pasaba por Córdoba, donde se subió Gerardo. Antes ya se habían colocado en su sitio los colegas que venían de Castilla-La Mancha, Ángel y Jesús, y el núcleo logístico de la expedición: Bego, Migue y Javi.
Cuando ocurrió la avería, el coche de Córdoba iba por delante, así que tuvo que darse la vuelta para llegar de nuevo al peaje. Javi andaba de gestiones por teléfono. El problema era que necesitábamos la carta verde para circular por Marruecos; no nos valía cualquier vehículo. Deberíamos esperar a ver qué podían hacer en la agencia de alquiler.
Por fin nos anunciaron que tendríamos un nuevo Pathfinder. Lo celebramos y aprovechamos, ya que estábamos todos juntos, para echar un vistazo a los mapas y el recorrido que el Indio proponía hacer.
Después de liquidar la caja de polvorones, un par de tabletas de turrón y de fumarme las primeras pipas llegó el ansiado coche. Si lo hacíamos bien aun quedaba la posibilidad de embarcar y cruzar el estrecho. Y hacer noche en el alcornocal de la Mamora, en Kenitra.
Todo es aventura. Todo es viaje. Incluyendo al disco del embrague. Incluyendo las cuatro horas de espera bajo el cartel de prohibido estacionar. Incluyendo la entrada al polígono de Palmones para comprar los billetes del ferry. Y el dedito de anís el mono con el que te obsequian. Y la entrada al puerto –un batiburrillo de luces, vapores y estructuras le dan aspecto de feria. Y hacer fila con el coche, metiendo el hocico para que no se te cuele el de al lado. Todo para tener un hueco en el ferry. El único que ha salido en todo el día. Hubo levante. ‘Tenemos que cruzar y llegar a la Mamora viejo’, sentenció el Indio.
La espera en Tánger es tremebunda. Menos mal que cenamos en el barco. Yo pollo empanado. Y una cerveza. Una mahou. La última.
En Algeciras se unió el último miembro de la expedición. Otro Javi. Para diferenciarlo lo llamo quillo. Javi quillo. Por eso de que vive en Cádiz. Parece un click de famobil con todos los complementos. Gorra. Mochila. Linternas. Brújula. Un cinturón lleno de bolsillos con de todo.
Javi llega con toda la ilusión. Se ha sobrepuesto a las amenazas de separación de la novia. Un clásico entre los expedicionarios. Amenazas que a veces se cumplen. Para qué amargarse.
En el barco nos entretenemos en ver guías y más mapas. Se relata lo que han ido encontrando en otros viajes al sur de Marruecos. La idea es ir prospectando toda la zona de transición hasta topar con el verdadero desierto. Hasta donde es imposible que haya nada vivo.
Pero los ‘oueds’ (ramblas) en los que prosperan las acacias son un lugar en el que aun pueden sobrevivir guepardos, el gato de las arenas o el caracal. Sí. Algo atrevida la hipótesis. Pero las cuadrículas de los atlas de herpetología, de aves y mamíferos están en blanco. Y no porque no haya bichos. Sino porque nadie ha ido allí para comprobarlo.
Este es el verdadero sello de distinción de nuestra expedición: además de recorrer pistas con los todoterrenos, nosotros caminamos por los barrancos, llanos, pedregales y arenales. Zoología de bota. De la clásica. Apoyada con algo de tecnología.
Vamos a buscar bichos siguiendo sus rastros. Metiéndonos en sus cubiles. Buscando ojos en la noche. Pretendemos estudiar el estado de las poblaciones de gacelas y carnívoros. Recoger datos de campo para centros de investigación. Buscar cosas raras en sitios remotos en fechas incómodas.
El día ha sido largo. De esperas. De paciencia. Pasamos la frontera de Tánger a las dos de la mañana. Llegamos a la Mamora a las cinco. Cada cual se apaña como puede. El Indio y Gerardo duermen dentro del coche, reclinando los asientos. Los Javi se suben a la baca del Land Rover. Los demás tienen el ánimo suficiente como para montar un par de tiendas.
Considerando que en hora y media vamos a continuar la marcha yo opto por tumbarme debajo de un alcornoque, metido en el saco, y cubrirme con el doble techo de la tienda. Cae una humedad considerable. Las hojas de los alcornoques gotean. Destilan la humedad que viene del mar. Que entra fácilmente en esta llanura Atlántica.
Estamos derrotados. Se hace el silencio.
Mas, coño!!!