Los pescadores van ocupando la línea de costa según declina el día. Allí plantan sus cañas y ven pasar el tiempo. Llevan cajas de herramientas que han adaptado a su afición favorita. Tan favorita que casi es más que una afición. Pero que no llega a ser una profesión porque entonces se corrompería.
Una afición debe llegar a ser el leitmotiv de la vida de uno, al menos durante un tiempo. Aunque, por su esencia, no puede llegar a convertirse en una ocupación laboral. En ese caso la afición se arruina y hay que buscar otra. Se deja de disfrutar para cumplir con los compromisos y acuerdos laborales. Con las vacaciones, los puentes. Se empieza a esquivar su realización. Pierde frescura y aparecen las preocupaciones. Esto lo cuenta muy bien G.K. Chesterton en su autobiografía, en uno de los primeros capítulos.
El caso es que las cajas de herramientas no tienen tornillos o llaves inglesas. Están cargadas de plomos, boyas, anzuelos, cebos artificiales y sedales de diverso calibre. También una navaja multiusos y utensilios para desenredar.
Después de cebar las cañas las lanzan una a una. No es raro que un pescador tenga a su carga cuatro o cinco cañas para aumentar las probabilidades y el entretenimiento. Cuando voy de camino al squash (una de mis aficiones) recorro la carretera de la costa y veo la orilla del mar jalonanda de estandartes. Son las cañas ancladas al mar, que tiemblan por el viento y la marea. El sol casi en poniente hace restañar los hilos de nailon.
Los pescadores esperan pacientemente su oportunidad. Echan un cigarrito. Meriendan. Soportan estoicos el frío que se mete en los huesos. Charlan entre ellos comentando el pronóstico del tiempo. Rumian sus pensamientos.
Buena parte de las razones de esta afición radica en los ratos de espera e intemperie. En aparcar el coche y seleccionar unas rocas. En comprobar que todo no es perfecto y seguir anhelando que se dé la situación utópica. Cuando eso ocurra todo habrá terminado.
Importan las capturas, pero no tanto. Si se tratase de capturas entonces se enrolarían en un buque de esos que devora el mar y congela a sus habitantes en un santiamén, e incluso los empana a bordo.
No. No se trata de capturas.
Yo voy plantando mis cañas aquí y allá. En un extraño océano. Utilizo como señuelo los libros y cuentos que voy pariendo. A veces con dolor. Amazon es el nombre de uno de esos mares de profundidades insondables.
Y están los concursos literarios. Mares revueltos donde, dicen, abunda la piratería. Parece como si todos los premios ya tuviesen de antemano nombre y apellidos. Me cuesta resignarme a esos juicios.
Así que sigo cebando pacientemente las cañas. Encargando mapas e ilustraciones. Traduciendo textos para probar en el mar de la China o tratar de pescar en aguas escandinavas.
Nunca se sabe. Y, al fin y al cabo, forma parte de la afición, de un entretenido camino que no sé adónde irá a parar.