A dentelladas

El resentimiento es mutuo. Y hace que se retroalimente. La situación se ha hecho insoportable. Ha descuidado sus relaciones. El coste de mantenimiento era muy alto. Toda su vida ha sido un buen invitado. Por el contrario ha sido un pésimo anfitrión.
Un día claudicó y dejó de hacer visitas. Las amistades revelaron ser edificios de hormigón armado con las vigas deshechas. Eran como bloques de la era soviética que parecían a prueba de bombas. Eran algo del pasado. A lo que se venía dando una mano de pintura superficial de año en año. Pero los daños estructurales estaban muy avanzados. Las cosas tienen su caducidad.
Llevaba dando capas de pintura demasiado tiempo. De vez en cuando apuntalaba uno de esos edificios en puntos críticos. La solución de compromiso –de compromiso- eran apresurados encuentros que no satisfacían a nadie. A él le llevaban a pasar el día dando bandazos, tomando cafés de mierda, esperando la siguiente cita entre sucias calles sin bancos en los que sentarse. Sus amigos no digerían bien este cambio de rumbo y actitud. Estaban deseando arrastrarlo al hogar familiar para que fuese testigo de cómo crecían sus hijos. Querían incorporarlo a esa aventura. Que formase parte de sus vidas. De la de ellos y de la de sus mujeres. Era un tipo que caía bien; así de entrada. ‘Anda vente a casa que allí estamos mejor. Te tomas una cerveza, o lo que quieras’. Le decían sus amigos con el fin de ahorrarse complicadas negociaciones conyugales que pasaban por enredar a alguno de los abuelos para que se hiciese cargo de los niños.
Cuanto mejor que pasase la tarde en familia. Con la tele puesta, los juguetes tirados por el suelo, los niños emocionados ante tan inesperada visita, un amigo de papá, un extraño amigo de papá. ‘Mirad quien está aquí. Ha venido Tío Mórtimer’. Los niños le miran retraídos. Al cabo de un rato le piden que les lea cuentos. Y mientras se hace la cena uno tiene que vitorear mucosidades y pedorretas. Retrotraerse a un lenguaje primario y mostrarse poco dañino. Sin un resquicio mínimo para hablar de algo que no sean guarderías, gripes o toses. Un insoportable olor a papilla y vómitos. Un calor atorrante.

*  *  *

Lejos, muy lejos, de la bóveda de estrellas y el infiernillo que, con el áspero silbido del propano, calienta la sopa de sobre. Además Liebich ha conseguido armar un buen fuego. Al final todo el mundo necesita una dosis de calidez. Ver el juego de llamas, azaroso y desordenado. Sentir la tibieza en los bajos del pantalón, húmedos de caminar entre la vegetación de ribera, en busca de pasos sencillos que permitiesen salvar los arroyos sin remontarlos hasta la cabecera.
Han pasado el día metiendo muestras en los sobrecitos debidamente etiquetados. Partiendo piedras con el martillo de geólogo. Midiendo y anotando. Levantando acta de los hechos naturales. Como para descubrir al causante de la disposición de los estratos. De las rocas. De la cubierta vegetal. Juntando pruebas y evidencias para después escribir una fórmula matemática que sea la esencia de la vida. Valiente y absurdo intento.
Antes de que se fuese la luz encontraron un buen sitio en el que extender las esterillas y los sacos. Dispusieron los apechusques necesarios y rellenaron las cantimploras y el cazo en el último arroyo que cruzaron, un regato a pocos metros del campamento.
Con la sopa en marcha Mórtimer aprovecha el rato de espera para liarse un cigarrito. Fue entonces cuando empezó a desarrollar el tema de los resentimientos, su idea del exilio. Piezas que intentaba encajar en la Teoría del Limbo.
Liebich había seguido la exposición de los acontecimientos. La distancia que, decía su amigo, iba tomando con las otrora férreas amistades. ‘Son fases. Estáis en situaciones muy distintas’. Mórtimer miraba sin pestañear el fuego. ‘El problema es que solo nos une el pasado. Y de eso se puede vivir un tiempo. Llevamos años reviviendo anécdotas que pasaron aún hace más años’.

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Mientras arden las ramas, en los hogares familiares la actividad es febril. Se preparan biberones. Se preparan baños. Cenas. Tortillas. Se prepara uno para otra noche de insomnio. De ir a urgencias. Es una vida sacrificada, tras la tregua de aquellos añitos de soltería. De fiestas, borracheras y utopías. Partidas de mus hasta las tantas. Habanos. Cuando éramos reyes.

De repente han aterrizado de emergencia en la vida conyugal. Sacan la cabeza del agua para tomar aire rápido y seguir bregando. Es una vida dura que los mantiene afilados. Aptos. Han franqueado obstáculos que a Mórtimer le parecen insalvables. Él, que iba en la punta de la carrera.

Se han visto contra las cuerdas. Han peleado por sus puestos de trabajo. Han sufrido el acoso de los bancos. Las esperas en los ambulatorios. Las hipotecas a cuarenta años. Han cedido terreno pero después lo han recuperado a base de dentelladas. Han mordido a quien hiciese falta. Han traicionado, se han colado, han velado por los intereses de sus hijos. Porque eso es lo que te dan los niños: una coartada, aceptada universalmente, para morder al que ose interponerse en tu camino. Sus amigos tienen una mirada fiera que desconocía.

Han sido, y seguirán siendo durante unos años, duras batallas. Tienen canas, varices, callos. El rostro cansado. Se les han aflojado las carnes. Tras pasar doce horas en el trabajo, ir siempre con prisa de un lado a otro y dormir tres horas a ver quien coño va al gimnasio a hacer abdominales. Total no sirven para nada en esa clase de peleas callejeras. En la guerra de guerrillas.

Ese tipo de cuestiones, el deporte, la siesta, la tranquilidad, la lectura, les queda muy lejos. Es un paraíso perdido que esperan recuperar cuando los críos crezcan. Dentro de veinte años. Cuando ya solo queden diez de hipoteca.

Ahora hay que coger cualquier trabajo extra. Esa traducción, dos horas más en el supermercado, una cosita con el Departamento de Tártaro de la Universidad Bostoniana. Todo suma. Todo contribuye para poder dar una buena educación, que es siempre la mejor inversión. Pagar ortodoncias. Clases de inglés. Las zapatillas de Ronaldo. Es tiempo de dejar a un lado los ideales y mantener bien afiladas las armas, los dientes. Favores los justos. Solo los que sean rentables. Juntar las líneas. Hacer piña. La acorazada unidad familiar.

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Han terminado la sopa. Y luego han calentado una lata de albóndigas. Tienen un tenedor para los dos. Y también una botella de vino para los dos. ‘¿En qué momento se había jodido el Perú?’ Inquiere Mórtimer, parafraseando el principio de Conversación en La Catedral . A lo que sigue una nueva cuestión, una adaptación de la frase de marras. ‘¿En qué momento me fui a la mierda?’

Liebich empieza a acostumbrarse a los mortecinos monólogos. Decide intervenir. ‘Sigues enredado en el Limbo por lo que veo’. ‘¿No habías llegado a un manglar?’

‘Sí, pero me he enredado. Solo sé, creo, que la vida es dura’. Exhala un humo que huye rápido hacia la noche. No deja de mirar al embaucador fuego. ‘Y es mejor si estás acompañado’.

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