Papá, quiero ser biólogo marino

Segunda entrega de la serie “Respirando salitre. Historias de un buzo’. >>Lee aquí el primero

Por J.M. Valderrama & David Acuña

Elegir una carrera universitaria era la tesitura que se nos presentaba con el paso a la mayoría de edad. Probablemente le dábamos más trascendencia de la que tenía, aunque eso siempre es sencillo afirmarlo cuando se está contemplando cómodamente el vórtice de la tormenta y creemos que lo realmente difícil es lo que nos sucede ahora.

Sí, había llegado el momento de dar una respuesta seria a eso de ¿qué quieres ser de mayor?, aunque muchas veces la pregunta se la formulaba uno interiormente con un sesgo que denotaba cierto afán por agradar o, al menos, corresponder con las expectativas irremediablemente creadas en torno a él: ¿qué debo ser de mayor? Imperceptiblemente ya se habían tomado algunas decisiones al respecto, inclinando la formación secundaria hacia las letras o las ciencias, decantándonos por unas aficiones u otras, respirando un determinado ambiente familiar. La pregunta podía ser otra muy distinta ¿Seguir estudiando?

Igual que les pasaba a muchos de mis amigos, o a mí, David afrontaba ese punto crítico con dos alternativas contrapuestas. La primera, más pura e instintiva, era dar continuidad y profundidad a la vocación natural que uno había ido desarrollando y alimentando a lo largo de los años. Así, optar por la biología marina sería confirmar sus anhelos más profundos. Vivir en el mar, conocerlo a fondo, estudiarlo, sería claramente la opción elegida.

La segunda alternativa, de carácter más reflexivo, y que supuestamente sería todo un acto de madurez, consistía en elegir una carrera “con salidas”, tal y como sus padres, y la mayoría de adultos a su alrededor, le aconsejaban.

Hay argumentos para justificar una cosa y la contraria. Si el trabajo dignifica al hombre, como aseguraba Marx (Karl, no Groucho, este gastaba otro tipo de humor), lo sería porque uno debe sentirse realizado con lo que hace, y para ello nada mejor que dedicarte a aquello que te gusta y estimula. Aparcar el instinto, no creer en uno mismo, actuar por miedo y no por convicción o ilusión, son errores de calado que tarde o temprano pasan factura.

Por otra parte, cuando se elige profesionalizar la afición que uno ama, se corre el serio peligro, como afirma rotundamente G.K. Chesterton en sus memorias, en pervertirlo hasta el punto de odiarlo. A veces es mejor vallar esos remansos de paz en los que uno se siente pleno y no dejar que entre nada que lo regule y mediatice. Y buscar un trabajo digno con el que pagarse las facturas y los caprichos.

Pasados los años pude corroborar que, efectivamente, la decisión de hacer una carrera u otra, repetir curso o no, palmar en selectividad o hacer cursos puente, tiene menos influencia en el destino de una persona de lo que parece. La gente se rehace, sobrevive, y prospera. Conozco unos cuantos casos de alumnos brillantes vitalmente insatisfechos y otros casos de repetidores que supieron encontrar su camino y se puede decir que son felices. El destino no está escrito, y menos en una aula de instituto.

En todo caso este tipo de argumentos y reflexiones no salían a flote en aquellos decisivos días en los que parecía que suspender COU o no sacar una nota mínima en la selectividad te condenaba a un mundo marginal en el que vagarías eternamente. David tenía muy claro lo que quería ser, biólogo marino, pero finalmente, como muchos de nosotros, hizo caso a las recomendaciones que emanaban del mundo adulto y dejó de lado aquel universo líquido con el que tanto había soñado.

Las ingenierías, por aquella época, eran garantes de una buena salida laboral, e incluso de un puesto de trabajo vitalicio (¡qué ingenuos!). David se decantó por una de ellas. Y puesto a cagarla que fuese a lo grande, ¿por qué no Ingeniería Aeronaútica? Tenía fama de dura y, si superaba todos los obstáculos que presentaba el hecho de saber cómo diseñar y fabricar aviones, David sería un hombre de provecho. El mar siempre iba a estar allí y podría disfrutar de él en su tiempo libre, una vez que tuviese su vida “resuelta”.

series míticasPara ser sinceros, durante el año siguiente David se sintió como un pez al que sacan del agua y se cimbrea en busca del líquido elemento porque se asfixia. Había dejado atrás su tierra natal, cambiando el azul marino en el que creció por una megápolis ruidosa y polvorienta, lejos del mar, donde las fosas nasales se resecan con el frío insurrecto de la meseta castellana.

En Madrid vivía en casa de unos tíos y apenas tenía amigos, porque dedicaba todo su tiempo a ir a clase y estudiar. Las montañas de apuntes se reproducían a una velocidad asombrosa. Se acumulaban tareas, temas incomprensibles y frustración. Su tesón solo se apoyaba en un argumento: la vida adulta consiste en hacer cosas que no te gustan; así que me tengo que estar haciendo muy, muy adulto, porque esto es un coñazo insufrible.

David añoraba todo aquel universo enel que se habíanfraguado sus sueños. Desde pequeño, como muchos de nuestra generación, se había embebido de documentales de naturaleza que nos marcaron para siempre. Series como El hombre y la Tierra, del mítico Félix Rodríguez de la Fuente, El mundo submarino, de aquel tipo con el gorrillo rojo, Jacques Cousteau o la inolvidable Cosmos, de Carl Sagan, tenían un enorme poder de influencia en las mentes efervescentes de los chavales que éramos.

Con dos canales de televisión, sin internet, ni móviles, era más complicado dispersarse. Aguardábamos con pasión las entregas semanales de las andanzas de estos hombres de acción, a los que queríamos imitar. Nos hacían soñar con aventura y naturaleza, un poderoso cóctel que nos marcaría a muchos para siempre. Así lo iba atestiguando mi pequeña biblioteca, en la que se podían encontrar guías de aves y mamíferos, la Guía del Naturalista, de Gerald Durrell o la colección de la revista Quercus, un tesoro que crecía despacio pero a paso firme.

Para David, uno de los imprescindibles era Bajo siete mares, de Vázquez Figueroa, donde se reunían todos esos elementos que tanto nos seducían: Una naturaleza espléndida, casi virgen ─que ya prácticamente no existe─, la exploración de lo desconocido y viajar, sobre todo viajar.

literatura

Mientras a mí, lo que me ponía eran los ecosistemas terrestres en todas sus variantes, y estaba frito por meterme en barrizales, oír crujir la nieve y hacer viajes en bici que me llevasen lo más lejos posible, a David le fascinaba la exploración marina. ¿Qué se sentiría nadando entre tiburones, los grandes depredadores del mar? Cuando veía los documentales de Cousteau o las fotografías de Hans Hass, soñaba con que algún día él sería el que estuviese detrás de la cámara, quizás filmando y estudiando tiburones en algún archipiélago perdido del Pacífico.

Las cosas estaban a punto de cambiar. Si uno es valiente y se atreve a creer en sus propios sueños, hay una serie de casualidades que de repente confluyen y obran el milagro. Para entonces más vale estar preparado, porque lograr un sueño tiene importantes efectos colaterales que nos harán dudar de nuestros propósitos. Como le decía su madre a mi buen amigo Gerardo cuando anhelaba ver felinos por el mundo: “Ten cuidado con lo que te propones, porque a lo mejor lo consigues”.

 

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