Hacía tiempo que quería escribir sobre la zona de confort. Tenía dudas razonables para distinguir la zona de confort de las zonas qué no lo son. Documentándome mínimamente sobre el tema (con rápidas consultas al móvil mientras paseo al bebé, juego con Julia o en el trayecto hacia la panadería o a tirar la basura) averiguo que es un concepto de hace más de cien años. En realidad se enmarca en un desarrollo experimental más amplio que dio lugar a la denominada ley Yerkes-Dodson. Como no pocas leyes, su comportamiento responde a una campana de Gauss. En este caso los ejes son la estimulación (eje x) y el rendimiento (eje y). En la fase ascendente de la curva, según aumenta el nivel de estímulos, de novedades, el rendimiento del individuo es mayor. Sin embargo, hay un efecto de saturación y, cuando los estímulos son excesivos, el rendimiento cae en picado, cerrando la forma de campana de la curva.
En realidad esto explica parte de mis hipótesis. En mi planteamiento más instintivo entendía que salir de la zona de confort significaba abandonar la rutina para adentrarme en territorios inexplorados. Se supone, y así lo dice la teoría alrededor de esta idea de la zona de confort, que “enfrentarse” a nuevas realidades, obstáculos, personas, ideas, etc., le hace a uno despertar el ingenio y ser más creativo. En definitiva, expandir sus capacidades. Que mejor remedio para la rutina que viajar. La segunda parte de la curva aborta la idea de linealidad que uno pueda estar albergando. ¿A más viajes más crecimiento personal? No siempre. El exceso de estímulo no es bueno, llega un momento en que en lugar de crecer, estar tan alejado de la zona de confort (y recordemos que no es simplemente un espacio físico, sino un ideal más amplio que abarca todos los hábitos de vida) conlleva estrés y cansancio (incluso pánico, como veremos en algún ejemplo).
Se me ocurren unas cuantas zonas opuestas a la idea de confort, sugiero algunas: 1) nubes de mosquitos que se abalanzan al atardecer y retozan en la crema antimosquitos que uno trae inocentemente de la vieja Europa; en la farmacia le aseguraron que la eficacia del producto estaba testada y que era 100% efectivo (aquí en el Chaco no lo han testado, confirmas; se trata de un conocimiento nuevo que has generado fuera de la zona de confort ¡ya has aprendido algo!). Estamos en una aldea sin luz, al borde del gran río Paraguay, cuyas orillas albergan caimanes, anacondas y alguna que otra sorpresa. En Bahía Negra estos insectos son poca cosa y acaban siendo los menos incómodos y dañinos. En jerarquía les superan, de largo, las garrapatas, las pulgas y, como no, la temida vinchuca, cuya picadura transmite el mal de Chagas, enfermedad mortal. Ah, olvidaba a las hormiguitas que se alojan en el interior de los tallos de una planta denominada palo del diablo. El nombre no es gratuito. La mordedura de una de estas hormiguitas es atroz. Bastante peor que la de una avispa o una abeja, a la altura de la de un escorpión. Como seas alérgico el shock anafiláctico está asegurado. Aquí no hay farmacia y el único médico, del destacamento militar que guarda la frontera, está borracho; además, no creo que haya urbasón; 2) Un refugio de montaña sin leña y con el techo agujereado. Las manos en los bolsillos permanentemente. El saco de dormir húmedo. Las botas húmedas. Los guantes húmedos. Por la mañana te levantas porque te va a reventar la vejiga, es el único incentivo que tienes para salir del agujero (te preguntas cómo hacen los osos para no mear en todo el invierno, son esas cuestiones filosóficas que uno se plantea al salir de la zona de confort). Seguirías invernando otros dos meses pero hay que conseguir agua (para volver a mear, ¡qué absurdo!). El camping-gas no tiene gas. Has olvidado el de repuesto (está en casa, en la despensa, en la zona de confort, donde nunca lo utilizas porque hay vitrocerámica). Así que ahora has de salir a buscar agua debajo de la nieve. Escuchas el torrente. Haces un agujero con el piolet. Te mojas el jersey. Otra prenda húmeda. Agrandas el agujero y por fin llenas la botella haciendo equilibrios y rezando para que no se venza la placa de nieve sobre la que estás. Por fin vuelves al refugio. Bebes agua fría y comes un par de galletas. En un rato saldrás a dar un paseo por la ladera helada. El paisaje te ensancha el alma. Añoras una ducha de agua caliente; 3) Llegas de hacer 140 km en bicicleta y caes en la ciudad de Karlovy-Vary. No encuentras alojamiento y nadie te entiende. Va oscureciendo. Cada vez te reciben con más desconfianza. Estás a punto de que te dejen pasar la noche en un jardín a cambio de unos slotzs, pero en el último momento la mujer se echa atrás y cierra la puerta. Quieres insistir y entonces la mujer dice una palabra que reconoces. Politza, politza. O algo así. Quieres pensar, dentro de ese espíritu noble y bienpensante que conlleva adentrarse en otros mundos, que te quiere invitar a pizza. Pero su cara no sugiere eso. Más bien que va a llamar a la policía. Vuelves al hotel en el que te dijeron que no había sitio, por si ha quedado algo libre. Esta vez no te dejan ni cruzar la cerca que da acceso al hotelito. Lo de menos es que no te hayas duchado en los últimos tres días. Llevas pedaleando como una bestia una semana. Toda tu ropa está sucia. El equipaje pesa bastante. Además llevas regalos para la familia. Has conseguido encajar un ajedrez de madera en las alforjas. Irás con él hasta Madrid. Lo de menos es que no hayas comido y que no te vayan a dar un masaje en las piernas. Es prioritario pasar la noche en un lugar plano. Tumbarse. Te cuelas en el hotel y te metes debajo de un recodo que hace el edificio. Echas el saco. El lugar es plano. Pero está inclinado. Todo no podía ser. La pendiente termina en un desagüe que recoge el agua de las lluvias. Luchas toda la noche por no acabar allí. Te comes una lata de sardinas dentro del saco. Te sientes vivo. Y un poco como un gilipollas también. Desde luego no hay mucho confort por ahí. Has de madrugar para que el del hotel no te eche los perros; y 4) Creías que ir a un país en estado de sitio es una buena idea. Menos turismo, menos competencia. Claro que también hay menos comida. Pasas cuarenta días hambriento. Andando por los parques nacionales en busca de tigres y montañas. A la vuelta de la jornada, tras diez horas de pateo, te encuentras con el lujo supremo. Una botellita de spray con una pajita. Bebes lo más despacio que puedes. Obviamente está caliente, tampoco hay luz. Es lo que tiene estar al borde de la guerra. No te duchas. Las ratas se comen el jabón que tienes en la mesilla. Es decir, que por las noches, cuando el sueño te ha vencido, las ratas merodean por tu cama y roen en tu cabecera. Eso te preocupa menos que la araña de un palmo que se pasea por el techo. Estaría bien que los murciélagos que anidan por ahí se la comiesen. Vas perdiendo peso. El arroz pegajoso y picante que te dan está semipodrido. Prefieres no comer. Pero imaginas cada noche una guía de alimentos editada en plan guía de aves. Una sección para los encurtidos en lugar de las anátidas. Por fin ves el tigre desde un árbol. Cruzando un río, con un cachorro. Creces fuera de la zona de confort. Pero estás deseando comer filetes de pollo empanados.
Desde luego estos escenarios son incómodos pero te hacen ver la vida desde otro punto de vista y valorar lo que significa vivir en un país desarrollado. Sin embargo, la vuelta reiterada a este tipo de lugares y situaciones me hace pensar si no serán estas las zonas de confort, ya que es ahí donde más se disfruta y más a gusto estás. Sin embargo, no deja de ser algo excepcional y nada rutinario. Por otra parte, conozco unas cuantas opiniones que no ven estas experiencias como de crecimiento personal, sino como lugares a evitar. Son zonas incómodas, de guerra (alguna literalmente). Sería como el extremo decadente de la ley mencionada.
Lo que para unos es disfrute para otros es el infierno. Me replanteo si salir de la zona de confort, en mi caso, es ir a este tipo de sitios (desiertos minados, cumbres heladas, caminatas con ampollas, manos con sabañones) o a este otro tipo de situaciones, que son las que verdaderamente me hacen sentir que estoy a la intemperie y desamparado: 1) Ir a ver las luces de Navidad. Hay que meter el coche en un parking que está a reventar pero que anuncia plazas libres. Las hay. Tras dar cinco o seis vueltas, esquivando coches aparcados de cualquier manera, ves un hueco mínimo. Te has saltado varios así, suponiendo, de acuerdo a las más elementales leyes de volumen y espacio, que el coche de ninguna manera entra ahí. Con cada uno de esos descartes has recibido una reprimenda. Los niños lloran o gritan o ríen, no distingues muy bien. Pero tienen prisa por ver las ansiadas luces. A ti no te parecieron gran cosa esos artilugios con luces de colores atestados de gente. Tras aparcar, si es que lo consigues, tendrás que competir por hueco en esa masa informe. Rozas el coche con una columna. Doblas el espejo. Entre exabruptos logras salir de allí y sacar a los niños. Uno se ha cagado. Otro quiere un yogur. Estas hasta los cojones y esto no ha hecho más que empezar. Sales a la calle, lo cual es un triunfo. Al menos puedes respirar un aire menos viciado que el del parking. Cuando por fin te sitúas bajo las admiradas luces de Navidad no das crédito a su fama. Es una pérgola con bombillas. Toda la ciudad está aquí. Se hacen selfies. Ahora el plan es volver al coche y salir del parking. La operación ha durado tres horas. No veo ningún atisbo de crecimiento personal. Solo de una mala leche que no sé cómo erradicar; 2) Hay que ir a otro cumpleaños. Lo de celebrarlo en casa con medias noches y una piñata no es solo viejuno, sino completamente inasumible. Por lo visto, con esto de que nadie se sienta mal, hay que invitar a todo el mundo. Incluidos los padres y claro, en casa no caben. Cada cumpleaños de estos es una especie de miniboda donde hay que cuidar múltiples detalles. Siguiendo la inercia, y para no inventar la rueda, contratamos o alquilamos, no sé cuál es el verbo, un parque de bolas. El pack incluye comida basura para todos los niños y algo de picar para los mayores. Mientras los niños retozan entre las bolas llenas de bacterias fecales tienes que mostrarte amable (eres el padre de la criatura que ha cumplido años) con otros padres, aunque te parezcan (como tú a ellos) seres con los que jamás te hubieses relacionado de no ser por esta ‘feliz’ casualidad. La situación pone a prueba tu paciencia y educación. Por la ventana, con la mirada perdida, ves pasar de vez en cuando a alguna pareja joven acaramelada (no tengáis hijos musitas) y a algún espíritu libre corriendo. Está claro que has perdido la partida. No notas que tu creatividad haya aumentado lo más mínimo; 3) Lo veías venir pero no hiciste nada para remediarlo. Tenías que haber dicho que no ibas a la boda. Tú mujer abrió esa puerta pero decidiste hacerte el caballero. Aunque también es verdad que parece que el destino se haya ensañado contigo. Te tocan en la mesa los más recalcitrantes. La ceremonia estuvo más o menos bien y el cóctel prodigioso, hay que reconocer que el jamón era de primera. Pero ahora vas a disfrutar tres horitas rodeado de los más fachas, que están crecidos por el auge de Vox. Ahora sí que reconocen, y presumen, de haberlos votado. Se conocen entre ellos. Tú eres, como no, el nuevo. Intuyen, por tu vestimenta, por la forma de hablar, que eres un progre de esos que está a favor del matrimonio gay, en contra de las fiestas taurinas y puede, incluso, que seas ecologista. Así que vas tragándote las andanadas a favor de la caza, de que hay que echar a los negros, decapitar al presidente del gobierno y a todos los catalanes (incluso a los que votaron a Vox quieres preguntar, pero no te atreves) y cosas de ese estilo. Tragas quina y bebes vino. Ríes como un pelele. Desde luego has salido de la zona de confort. Lo que no sabes muy bien es el estado en el que regresarás a ese paraíso de progre en el que abundan los libros, tu salón. No tienes trofeos de caza en las paredes ni te has ido de putas y además pones lavadoras y haces la compra. Es mejor seguir callado. Desde luego dormir con una rata que se come el jabón o bajo un nido de vinchucas consideras que es una experiencia mucho más agradable.
Como casi siempre todo es relativo, y es difícil encontrar verdades a las que amarrarse. Lo que para alguien en su zona de confort (tomar copas en un cumple en un parque de bolas) para otro es la zona de pánico. Lo que para mí es confort (fumarme una pipa en un refugio aislado, sudado de haber caminado por la nieve, con frío y poco que comer), para otro es algo parecido al infierno. Así que cada uno evalúe lo que le hace apoltronarse y procure salir un ratito a coger aire fresco.
Muy buen resumen de todas las penalidades que has tenido: urbanas, periurbanas y silvestres
Como siempre, me encanta y me identifico…no entiendo bien por qué niños de menos de 6 años han de ofrecer cumple-boda en piscina de bolas…nos estamos volviendo locos.
Este año, el 5 cumple lo hemos celebrado paseando por Guadarrama, solos, P y yo, con los rios en su torrentoso máximo nival. Para mis 40 (me quedan 2), estoy preparando un viaje a Costa Rica. Me doy cuenta de que en algunas cosas, lamentablemente, tendré que pasar por el aro…entonar un mantra zen mental mientras que por enésima vez se instaura la conversación sobre como fue tu parto…