Estando de acuerdo con Mario Levrero en lo fundamental, no puedo negar que el paso del tiempo también genera una acumulación de experiencias cuyo recuerdo ayuda a sobreponerse a los malos días y dar alas a planes que se fraguan en esos esquivos días de ilusión y horizontes despejados. Tampoco se puede uno oponer al hecho de que, al fin y al cabo, la literatura vive de mascar el pasado y aunque ese mantra que nos conmina al aquí y ahora puede calmar la ansiedad que nos devora, con frecuencia me veo repasando episodios esplendorosos que articularon una manera de ser.
Lo que dice Levrero es esto, y está muy bien dicho:
«Cuando se llega a cierta edad, uno deja de ser el protagonista de sus acciones: todo se ha transformado en puras consecuencias de acciones anteriores. Lo que uno ha sembrado fue creciendo subrepticiamente y de pronto estalla en una especie de selva que lo rodea por todas partes, y los días se van en nada más que en abrirse paso a golpes de machete, y nada más que para no ser asfixiado por la selva; pronto se descubre que la idea de practicar una salida es totalmente ilusoria, porque la selva se extiende con mayor rapidez que nuestro trabajo de desbrozamiento y sobre todo porque la idea misma de «salida» es incorrecta: no podemos salir porque no queremos salir, y no queremos salir porque sabemos que no hay hacia dónde salir, porque la selva es uno mismo, y una salida implicaría alguna clase de muerte o simplemente la muerte. Y si bien hubo un tiempo en que se podía morir cierta clase de muerte de apariencia inofensiva, hoy sabemos que aquellas muertes eran las semillas que sembramos de esta muerte que hoy somos.»
Doy vueltas a las palabras de este escritor uruguayo, que para mí era un auténtico desconocido hasta que me lo topé en una de las críticas del blog Un libro al día. Lo consulto con frecuencia, en busca de lecturas y autores. Mientras pienso en lo acertado de la idea y, sobre todo, en lo adecuado de su exposición (eso de que estalla una especie de selva que le rodea a uno por todas partes), la mirada se embosca en los leños ardiendo mansamente en la chimenea.
Me ha llevado un tiempo encenderla, a pesar de las pastillas blancas que se supone facilitan que la llama se apropie de la leña. Tras tres intentos lo he logrado. Tuve que salir en busca de ramaje, hojarasca, un par de piñas, cosas que fui buscando a tientas por el jardín, ya era de noche. Me paseé un buen rato enredando, soplando la brasa, metiendo un palito por aquí, un tronco menor por allá. Una vez en marcha, solo hay que preocuparse de avivar las llamas cuando decaen, y meter leña de vez en cuando.
En ese rato de silencio, solo cercenado por los crujidos de las pavesas que retiene el chisquero, me invade el recuerdo de otra chimenea. Hace años de aquellas tardes de navidad que pasábamos en Molino. La lumbre ya estaba en marcha desde hacía semanas. La leñera cargada para pasar el invierno. Solo quedaba sentarse a pasar un rato agradable en el que la charla fluía de un tema a otro. Había bandejas con dulces que siempre escudriñaba con expectación. Allí me sentía arropado. La traicionera adolescencia se había trasmutado en una indolente juventud universitaria que a uno le hacía proclamar ciertos convencimientos que los adultos tomaban con una sonrisa condescendiente.
Argeo desaparecía discretamente y al poco volvía cargado de leña, envuelto en el frío de la noche, que tardaba poco en disiparse en la cálida atmósfera hogareña. Se quitaba los guantes de cuero, los mismos que utilizaba para las faenas de jardinería, y metía un par de troncos dónde más falta hacían. Sutilmente removía las brasas con el atizador y el fuego protestaba enroscándose alrededor de los nuevos inquilinos. Al poco se calmaría, y la leña volvería a arder mansamente. Mientras ocurría toda la operación, la charla, animada, iba de un rincón a otro. Comentarios al partido de fútbol, alabanzas a la buena mano de Carol en la cocina, debates alrededor de cuestiones deportivas o políticas. Algunos eran más incisivos, apoyados en una red de valores y compromisos que se había alimentado del fair play británico, otros éramos más cínicos, por más que la prudencia –o la cobardía- no nos llevase a pronunciarnos con contundencia.
Soy yo ahora el que ha de decidir si es necesario añadir más combustible a la chimenea y prolongar la vigilia un rato más, o es mejor dejar que la lumbre se estanque y dejar que reverberen las brasas. Soy yo el que ha de colocar los troncos, en el caso de decantarme por la primera opción, que es la que prevalecerá, y salir a la noche fría de la Alpujarra. Solo así se da uno cuenta de lo que ofrece la cara B de la vida adulta, una noche estrellada, el rumor de una familia en construcción percibido desde el jardín, la satisfacción soterrada de darles a tus hijos un beso mientras los acuestas a regañadientes, la certeza de que es.
Ese es el recuerdo que me dejó Argeo, y que despierta cada vez que tengo la oportunidad de encender una chimenea. Me reconozco en la satisfacción que iluminaba su rostro cada vez que volvía cargado de leña, se despojaba de los guantes de cuero y era sabedor de que aquel frío impertinente no duraría ni un suspiro. Aunque tengo la certeza de que no es necesario ser consecuente para sufrir las consecuencias de las decisiones –o la falta de ellas– que se han ido tomando, la mirada al pasado permite reconciliarse con el presente. Lo único que puedo hacer aquí y ahora es seguir enredando en la chimenea. No puedo evitarlo.
No hay escapatoria!