En aquellos tiempos me rodeé de objetos fetiche que creía me servirían para hacer una obra maestra. En aquellos tiempos pensaba que bastaba con colocar una máquina de escribir en una habitación en penumbra ahogada en humo para comenzar a escribir. El vaso de whisky, sin hielo, como recomiendan los puristas, era el elixir necesario para que fluyesen las palabras.
Metía una hoja en el rodillo, ajustaba los márgenes. Me aseguraba de la horizontalidad de los renglones. Daba el primer sorbo al whisky, que me calentaba el esófago. Ya está, ya está, creía yo. Ahora –pensaba yo, apoyado en los argumentos e ilustraciones que estudiaba en biología- el alcohol percola al torrente sanguíneo que lo lleva al cerebro y entonces las neuronas se conectan más fácilmente. Las dendritas, alteradas por la droga, se retorcerán, se excitarán y buscarán ‘nuevas’ conexiones.