Encontrar un buen peluquero no es fácil. No me refiero a estilismos. Alguien que sea fiable. Que no pregunte. Que te corte el pelo siempre de la misma manera. Y no te deje hecho un cristo.
A mí me llevó más de un año dar con uno en condiciones.
Me había trasladado de ciudad y estaba desorientado. Fui localizando los mercadonas, dónde jugar al squash y la única librería del lugar. Solo me quedaba el asunto de la peluquería para cerrar todos los asuntos esenciales.
Al principio retrasaba todo lo posible el corte y cuando volvía de visita a la gran ciudad iba a mi peluquero de cabecera. Pero esa estrategia no podía durar mucho. Mis visitas se espaciaban más y más y el pelo crecía al mismo ritmo. Con el calor me picaba la cabeza y no podía estar todo el día rascándome. Parecía un perro con pulgas.
Me decidí a probar uno cerca del trabajo. No estaba mal, pero era caro. Además el tío se empeñaba en lavarme la cabeza. Había que llamarle al móvil para concertar cita. Muy complicado.
Para la siguiente ocasión decidí buscar cerca de casa. Me metí en un salón de belleza. ¡Con un par! Era unisex. Me refiero a la peluquería. Nunca he entendido qué es eso de unisex. Si es que solo atienden a los de un determinado sexo (o género) o a los dos. Parece que “uni” se refiere a uno pero mucha gente me decía que unisex era para todo el mundo.
La peluquera me miró extrañada. Una gordita apretada en una licra negra. Me ofreció asiento. ¿Cómo lo quieres? Ufff, yo que sé, corto. Pensaba. Pero luego decía la retahíla de siempre: corta todo lo que puedas pero sin que quede de punta, y que no se note mucho la cabeza apepinada que dios me ha dado.
La chica se puso a trajinar. Me rodeaba. Me apoyaba las tetas por la cabeza. Por los hombros. Nos mirábamos a través del espejo. Sabía manejar…sus encantos…digo las tijeras.
¿Así está bien? Vamos pero que muy bien, pensaba yo recordando el masaje que me había dado. Si, muy bien, dije poniendo pies en polvorosa. Unisex ¿no? La chica hizo un buen estropicio.
La mata de pelo seguía creciendo. El sol no daba tregua. Me empapaba el melenón de agua por las mañanas. El agua escurría por el cuello. Me tengo que cortar el pelo, me repetía cada día. Me resistía a volver al salón de belleza.
Un sábado desocupado, de meteorología incierta, me lancé de nuevo a la aventura. La peluquera de grandes senos estaba ocupada poniendo un papel de plata en la cabeza de alguien. No había sitio. Probé varios lugares más hasta que encontré plaza en la peluquería de un macarra. Me tuvo esperando un rato y cuando acabo con su colega me ofreció el sillón giratorio.
Era difícil hacerse entender a través del machacón sonido de la “música” que tenía puesta. El tío no paraba de seguir el ritmo, de forma contenida, moviendo el peine, las tijeras. ¿Cómo lo quieres? Me dijo mostrando la tachuela de su lengua bovina, que hacía juego con los pendientes incrustados en las orejas. Pues algo sencillito, no te creas. Tú corta todo lo que puedas pero sin que quede de punta. Vale.
Debí haber reaccionado cuando encendió la maquinilla. Fffrrr. Me puso una especie de escurridor de espaguetis en la cabeza y se puso a cortar todo lo que sobresalía. Parecía un champiñón. Media cabeza al uno y la parte superior con un pelo polvoriento y enredado. ¿Pero qué has hecho? Todo controlado. Ahora te lo igualo. Pero que vas a igualar pedazo de memo. Esta vez casi dije lo que pensaba. Pero estaba en sus manos. Estaba en las manos de un alucinado que sólo tenía en la cabeza tatuajes y coches. Si forzaba la situación me podía quedar con la facha de gilipollas que me había dejado. Anda corta, corta.
Salí en un estado lamentable. Pensando que unas rastas no eran mala solución. Pensando en no cortarme el pelo en la vida.
Pero pudo más la caspa. En invierno mojarse el pelo era, además de incómodo, una fuente de constipados que había que evitar. No podía seguir apareciendo en las reuniones con aquellos pelos. Parecía que me venía de pelearme con unos gatos.
Había pasado varias veces por delante de una peluquería de caballeros que no me daba buena espina. Tenía un aspecto demasiado destartalado que no invitaba a la confianza. Pero, ¡qué diablos! Ya tenía poco que perder.
El lugar era austero como pocos. Un sillón giratorio frente a un espejo enorme era el principal mobiliario del establecimiento. En una repisa, bajo el espejo, estaba el material: unas tijeras algo desencajadas, un peine, un cepillo de esos para quitar los pelos, un secador y una cuchilla.
El lavacabezas servía de macetero y no había ni champús, ni suavizantes, ni lacas ni vaporizadores. Los ‘Marca’ se acumulaban en el alfeizar de la ventaba. Esperaba mi turno en una de las dos sillas que tenía reservadas para los clientes.
Samuel era un tipo regordete, con una camisa llena de lamparones. Hacía bien su trabajo, aunque era preferible cortarse el pelo por la mañana. Después de tapear, en la plaza, las manos le olían a pescado. Mejor el olor a nicotina.
Samuel se ha convertido en mi peluquero de confianza. Después de un par de años me considera un cliente habitual y aunque no gasta conmigo la proximidad de los parroquianos de toda la vida ya no me corta el pelo en silencio. Charlamos. Que si Mourinho tal. Que si el Gobierno lo otro. Que si las franquicias de peluquería lo de más allá.
Poco a poco le voy arrancando jugosas historias. Me confiesa sus aficiones: ir evaluando las peluquerías cuando va de turista por el mundo, el pulpo en aceite.
No es un sitio cualquiera esta peluquería. Aquí viene gente de Madrid ex profeso a cortarse el pelo. Yo no hago nada –dice con una mueca de orgullo- lo voy viendo, miro la caída, corto aquí y allá. Pero si yo hice un curso normalito, de lo más básico, me aclara. Hasta el alcalde de Guadix viene aquí a cortarse el pelo. Que le dice su mujer, Emilio, no vengas por casa hasta que no hayas pasado por donde Samuel.
Y así, con la confianza que da tener un buen peluquero, es más fácil afrontar otros retos.