Otoño

Días que se acortan miserablemente.

Tardes de domingo empañadas por las perspectiva de una semana de cole. De oficina. De madrugar y toparse con el suelo frío y el cielo ceniciento.

Y las paradas de autobús atestadas. Y el tráfico. Y el infinito ciclo de días que conducen hacia la lúgubre noche. Hacia el invierno.

Aletargadas tardes de domingo después de comer cocido en familia y prolongarla con tertulia y cafeses. Y las hojas que empiezan a abandonar las ramas de los árboles para formar una alfombra a veces crujiente en la orilla de las carreteras.

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La particular visión de Alfonso Girón del otoño

Y la piscina cerrada. Las aguas cloradas y artificialmente azules empiezan a verdear.

Y está prohibido saltar la valla para palpar esas aguas enigmáticas en las que proliferan bichos desconocidos. Y está prohibido jugar al balón en los soportales porque molesta a los vecinos. A esos señores mayores con cara de acelga que leen el periódico. Señores que apenas corretean cuando intentan ir tras el autobús que van a perder. Y hacen cosas raras como tomar el aperitivo o prestar atención a la tele cuando otros señores de aspecto grave dicen cosas ‘muy importantes’.

Seres anquilosados. Adultos. Otoñales.

Y está prohibido jugar hasta hartarse. Porque otoño es la estación de las obligaciones y los buenos propósitos. Hay que empezar con buen pie el curso. Y hay que hacer los deberes. Ir a las clases de inglés. Hay que estar a las siete en la estación de tren para subirse a y media en el metro y llegar a menos cinco a clase. Y así tener opciones de tener un buen sitio. Toda una serie de concatenaciones que uno quiere creer llevan algo. Conducen a la felicidad.

Pero la felicidad, como espacio vitalicio, no existe.

Eso lo descubrirás más tarde. Pero es en otoño, entre esas luces vetustas que encienden la hojarasca, cuando lo vislumbras por primera vez. Y es en otro otoño cuando deja de darte miedo que no sea posible la felicidad eterna.

De momento se trata de sobrevivir hasta el viernes. Los viernes hay siempre una promesa de algo. Es el día de la paga. Es el día de comprar chucherías. De ir al cine. De alimentar amores platónicos. De salir por ahí. De tomar una copa.

 Las duras semanas de otoño no dan tregua. Y a veces ni siquiera esas promesas sirven para mantenerse a flote. Ni siquiera saber que tu equipo tiene un partido cómodo.

Sí. Al final, aunque te hayas propuesto que este año oirías radio 3 y verías documentales de La 2, que serías un tipo culto, interesante, vuelves a escuchar la mierda del fútbol, que lo ponen a todas horas en todos los sitios.

Los domingos por la tarde, con una mezcla de congoja y satisfacción vuelves a los lugares comunes. Vuelves a hacerte una taza de té mientras fuera el viento y la tentativa lluvia devoran lo que quedaba del verano.

Escrutas la quiniela. Por ver si la aciertas y te largas al trópico.

De repente quieres un verano infinito. Pero hace tan solo un mes y medio, cuando el calor te envolvía y no te dejaba dormir, ni soñar, ansiabas las melancólicas tardes septembrinas. Descubres que la luz dorada entre las hojas viene acompañada de miasmas y atascos. De cabreos.

En agosto, en la torridez, hubieses jurado que podías sentirte dichoso solo con poder atisbar, desde la ventana, cómo se bajan los niños del autobús, de la ruta, con sus uniformes descolocados tras el fragor del día de clase. Y su gesto de fastidio. Y su explosividad innata, inocente, por encima de protocolos y urbanidades. Por encima de las obligaciones que les tienen preparadas.

Niños que madrugan y que ya no llevan pantalones cortos. Y aspiran ese rato de libertad suprema entorno a la hora de la merienda.

Las temperaturas más civilizadas te crean esa sensación de poder estar en paz. Así surgen los planes y las promesas. Este año sí. Te dices. Este año voy a ir al gimnasio. Voy a correr una maratón. Voy a aprender italiano. Este año voy a ser mejor. Te dices.

Hasta que noviembre te ponga a prueba. Hasta que los días sean tan cortos, te opriman tanto, que claudiques.

Entonces empezarás a pensar que queda poco para Navidad. Para juntarse en familia. Para negociar si tocaba Nochebuena  en casa de tus padres o de los suyos. Para discutir cómo se plantea el tema de los regalos este año. Y dónde vamos a comer. Y dónde vamos a cenar.

Y te deprimirás definitivamente.

Es normal. Es otoño.

(Excepto en el Corte Inglés, que ya es primavera del año que viene)

NOTA: Echa un vistazo al Verano

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