Biratnagar es la segunda mayor ciudad de Nepal. No pongo en duda que aquí viva mucha gente, pero sí que se le llame ciudad. Porque una ciudad conlleva una estructura y una serie de elementos representativos (escuela, templos, teatro, parques) fácilmente identificables. Biratnagar se ha gestado como muchas ‘ciudades’ del tercer mundo: un arremolinamiento de gente que se ha ido estableciendo provisionalmente en torno a las vías de comunicación. Ese rasgo provisional, con todo a medio hacer, se convierte en característica. La provisionalidad es permanente. Hay algún motivo difícil de entender que hace de atractor y provoca que la gente tome la decisión de dejar su pueblo e instalar una chabola junto a un amontonamiento de escombros y basura a medio quemar que se extiende por el tórrido llano, el terai.
En Biratnagar hay un aeropuerto. Y mucho tráfico. Que provoca un perpetuo estado chirriante y colorido. Hay comercios que abren sus persianas de metal con un sonido estruendoso. La gente camina entre los coches y las motos. No hay aceras. Las botellas de plástico se acumulan. No hay alcantarillas. Se vende fruta. Se vende cacharrería. Hay un trasiego constante. No hay alumbrado público. Ni semáforos. No hay mobiliario urbano. No hay nada que se pueda identificar con un servicio público, excepto dos guardias que tocan el pito para supuestamente dirigir el tráfico. Nadie repara en ellos.
En estos núcleos urbanos amanece de manera súbita y la gente se pone manos a la obra. No hay una vida estructurada. No hay un lugar en el que desayunar con un periódico para después ir al trabajo. Tampoco hay un espacio para pasear. No hay un lugar en el que estar tranquilo. No existe el ocio. La gente vende sus mercancías. Transporta a gente a otro sitio. Atiende su pequeño negocio donde siempre se come lo mismo. Los clientes no se pueden permitir imaginar una comida distinta al dahl bhat. Y el dueño no va a enredar con una carta que ofrezca más de dos opciones.
Eso es: no hay tiempo para el esparcimiento, para la reflexión.
Es un lugar que crece de manera desordenada. Es un tumor. Es una mierda. Como la leña escasea se cocina quemando plástico. El humo se hace insoportable. Hace tiempo que cayeron los mejores árboles de la jungla. El tarai se ha convertido en una sucesión de campos de cultivo. La jungla sobrevive en los antiguos cazaderos reales, hoy convertidos en parque nacionales, como Chitwan y Bardia.
Campos de cultivo en el terai vistos desde el avión
Y de igual manera a cómo empezó el día, termina. Repentinamente. La gente desaparece de las calles. Nadie va a ir a un restaurante a cenar con un vino. No hay tertulias.
Son días todos iguales. Es un sitio áspero. El terai es un lugar aburrido. Sin entretenimiento. Con su calor aplastante. No hay cines. No hay avenidas por las que pasear. Obviamente no hay librerías, aunque sí periódicos.
El único lugar al que se puede ir es el aeropuerto. Para largarse de allí.
Nosotros nos metemos en un jeep nada más llegar. El conductor va esquivando el tráfico. A su vez le esquivan. La carretera es la vida en este país. Bicicletas que adelantan peatones. Motos que adelantan bicicletas. Camiones que adelantan motos. Minibuses que adelantan camiones. Todo se superpone y el claxon no para de sonar. El de nuestro jeep funciona mediante un interruptor, como el de la luz, que va encendido casi todo el tiempo.
Hay perros y cabras. Y gallinas que son pulcramente evitadas. No hay malos gestos en el conductor. No hay cabreo. La algarabía es tremenda pero todo el mundo actúa con normalidad. Menos los perros. Los perros duermen plácidamente. Los neumáticos les pasan a milímetros de la cabeza. No me lo puedo creer. Al principio pienso que están muertos. Que les han dado un golpe en la cabeza y se han quedado en el sitio. Hasta que en medio de una escena dantesca, de gente colgando de los coches adelantando a autobuses a rebosar de gente, en los que los viajeros suben y bajan en marcha, un perro da un bostezo tremendo, se recoloca y sigue durmiendo. Que no le molesten, que él estaba allí antes del asfalto.
En Ilam encontramos las primeras imágenes conmovedoras del viaje. En realidad es otro desfalco a la naturaleza pero el monocultivo de té, recorrido por los paisanos que van echando en su capazo hojas que van seleccionando, resulta muy fotogénico. Esta zona es la prolongación de Darjeeling, la región productora de té más apreciada de la India y una de las más famosas del mundo.
En Kheklebung las hojas de las plataneras están rasgadas. Formando flecos. Hojas recubiertas de suciedad. La polvareda del camino. No son las plantas ornamentales de un jardín. Son los restos de la selva devorados por el progreso.
Las casas se han hecho rápidamente juntando placas de cinc ondulado. Chamizos en los que hace un calor endiablado. Y por donde se cuela el agua en los monzones. Se utilizan troncos sin siquiera descortezar. Son las vigas maestras. Lo importante es establecerse el primero. Tener la exclusiva del transporte, o del reparto del agua. Después podrán disfrutarse las ganancias. Después: un horizonte incierto y muy improbable. Nadie va a reinvertir parte de las ganancias en camuflar el aspecto cochambroso de las casas.
Las aguas fecales se remansan en el suelo desbrozado y apelmazado que espera una nueva casa. Encharcan el terreno hasta que se desbordan barranco abajo y se pierden entre la espesa vegetación. El sol les saca un reflejo plateado. Aguas que han perdido el rango que le otorgaron los glaciares.
Vista de Kheklebung, donde recientemente ha llegado una pista, es decir, un surco de barro de 20 km que se tarda más de dos horas en recorrer. (en 4×4, en autobús ni te cuento)
Las gallinas picotean desperdicios variados. Nutritivos y asquerosos. Los niños juegan entre la basura, beben aguas grises. Mientras, las caballerías, cargadas con sacos de sal y arroz, aguardan a que sus dueños terminen de cerrar negocios, fumar cigarrillos y vaciar botellitas de whiskey formato ‘petaca’. Prolongan así su sueño de prosperidad.
El olor fresco de las bostas de yak y búfalo es sustituido por la hediondez de las heces humanas escurriendo entre los huertos. La gente se hacina entorno a los enmarañados cables de la luz. Chucherías y manufacturas características de la sociedad global. Hay envoltorios tirados por todas partes. Latas aplastadas que la vegetación esconde. Un flujo de desechos cada vez más patente, a medida que la población desborda la capacidad de digestión del medio.
En estos caóticos y a la par pintorescos pueblos, como Taplejung, la gente está atareada levantando un nuevo modo de vida sobre las ruinas del bosque. Tan solo diez años atrás los espléndidos árboles cubrían las descarnadas laderas.
Venta de cacharros en Taplejung
Estas aldeas recrecidas son la puerta de entrada a los valles himaláyicos. Se ensanchan las veredas para que lleguen camiones y mercancías. Herramientas, más alambre, motosierras. Sacos de cemento, clavos. Se utilizan cobertizos para ir serrando los árboles. Se desgajan planchas de madera para hacer nuevos cobertizos. Y más casas. Precarias.
Se clarea el terreno. Se desestabiliza. Cada monzón se lleva la basura y deshace parte del trabajo. Se caen laderas enteras. A veces entierran por completo alguna de estas aldeas.
Es un proceso febril, que se realimenta. A medida que el bosque se convierte en tablones de madera colocados de cierta manera, dando cobijo, viene más gente. Lo llaman, genéricamente, progreso.
Chungo y honesto, como la poesía de José Hierro (no creas que no me gustó leerlo) 😉