Conviene especificar, en primer lugar, el ámbito en el que sucede la desertificación. Se trata de regiones áridas, semiáridas y sub-húmedas secas, es decir, aquellas en las que el índice de aridez de la FAO está entre 0.05 y 0.65. Aclaremos que: (i) Este índice da una idea del balance hídrico de la zona; (ii) Hay muchos índices de aridez, además del de la FAO; el aquí utilizado es el cociente entre lo que llueve y lo que potencialmente se podría evaporar; (iii) Las zonas hiperáridas, cuyo índice es menor de 0.05, no se incluyen. Se trata de desiertos climáticos en los que ya no puede haber desertificación; y (iv) Un valor de, por ejemplo, 0.05 significa que la precipitación supone el 5% de lo que potencialmente se podría evaporar. Dicho de otro modo, si lloviese 20 veces más, de manera uniforme, todo se evaporaría.
El ser humano ha desarrollado estrategias para adaptarse a estas regiones, en las que llueve poco y de manera poco predecible. En efecto, el aumento de la aridez viene acompañado de una mayor irregularidad en la distribución de las precipitaciones. El truco para mantenerse en estos territorios es estar atento a las señales de escasez y adaptar las tasas de extracción de recursos (el pasto consumido, el agua de los acuíferos) a las de regeneración. Hay años de bonanza y otros de escasez. El estereotipo que mejor refleja esta situación son los nómadas –o más bien seminómadas- que siguen las erráticas lluvias y el pasto que brota tras su paso. Cuando la hierba se acaba deshacen su campamento y buscan nuevos pastizales. La zona pastoreada volverá a ser productiva tras un período de regeneración.
En un sistema autorregulado como el descrito no pueden darse episodios de desertificación. Pero más que vivir, se sobrevive. Así que cuando ocurre alguna perturbación que le es favorable, el hombre la aprovecha. Puede ser un período de lluvias extraordinario. O una novedad tecnológica combinada con un pequeño milagro económico (nuevos mercados, subvenciones) que permita, súbitamente, alcanzar aguas profundas y regar el desierto. O una subida del precio del trigo que convierta en un negocio redondo los rácanos campos de secano.
De repente el sistema aparenta ser más productivo. En consecuencia aumentan las tasas de extracción y se genera un sistema económico de mayor envergadura. Este nuevo equilibrio es muy precario. Tanto, que una vez que aparezcan las primeras señales de escasez (bien porque vuelvan las sequías o porque el ecosistema muestre los primeros síntomas de agotamiento) será necesario retraer el sistema económico a sus dimensiones originales. Sin embargo puede suceder que la nueva situación desmantele los procedimientos históricos de regulación. Una actividad puede seguir siendo rentable pese a que los recursos sobre los que se sostiene se vean socavados. La información económica y financiera, el monto de los subsidios, la actividad de remotos mercados, proyectan una información confusa. Las decisiones de los productores pueden estar más influidas por los tipos de interés que por la lluvia que cae o el estado del suelo.
En caso de mantener la sobreexplotación –porque deliberadamente se ignoran los síntomas de deterioro o porque no se perciben correctamente- el sistema se dirige hacia unos umbrales que, a escala humana, son irreversibles (por ejemplo pérdida de suelo fértil o salinización de los acuíferos). Este proceso de esquilmación en el que se sobrepasan puntos de no retorno se denomina, en el ámbito señalado, desertificación.
Olivares afectados por erosión. Foto: Jose Alfonso Gómez Calero, IAS (CSIC)
El caso por antonomasia, que refleja fielmente al esquema descrito, es el que tuvo lugar en el Sahel entre los años cincuenta y setenta del pasado siglo. Un período de lluvias extraordinario atrajo a una gran población y sus rebaños hasta el borde del desierto. Los asentamientos comenzaron a surgir en lugares que históricamente tan solo eran zonas de pastoreo temporales. Al regresar la sequía la gente quedó atrapada entre el Sáhara, al norte, y los campos de cultivo al sur. Agotaron los recursos hasta que los animales murieron de hambre.
Secuencias de hechos similares ocurren en sitios y tiempos más próximos. La rápida expansión del olivar como consecuencia de suculentos incentivos en forma de subsidios ha transformado el monte mediterráneo andaluz de forma dramática. Los cultivos se han instalado en pendientes inverosímiles, y la obsesión productivista lleva a limpiar de matas y la más mínima brizna de hierba el suelo que separa los árboles. El resultado es que las trombas de agua –algo común en el clima mediterráneo- forman arroyadas que horadan y acarcavan el terreno, dando lugar a unas tasas de erosión nunca vistas. Aunque las señales son más que evidentes, los vientos económicos siguen siendo tan favorables que no levantamos el pie del acelerador. Estamos muy cerca de destrozar para siempre amplios territorios.
Olivares en pendientes muy elevadas, un lugar poco apropiado para la agricultura intensiva. Foto: Jose Alfonso Gómez Calero, IAS (CSIC)