Dos viejos amigos

Mete la salsa de menta en el microondas. Ya no sabe igual. Un verde apagado. El microondas que no calienta bien. Se quema los dedos para sacar el cuenco y luego está medio frío. Calienta también unos pedazos de cordero y se echa vino del que ha sobrado.

No es lo mismo, no.

Sería injusto achacar a las circunstancias ─aprovechar los restos de comida del fin de semana para parchear el almuerzo del lunes─ que no esté tan rico. La diferencia es que falta compañía.

La tarde noche del sábado la cocina vibraba con una actividad febril. Pelando patatas. Cortando cebolla. Picando hojas de menta fresca. Descorchando botellas de vino. Primero uno blanco, fresco, de aperitivo. Luego un Ribera del Duero, que estuvo respirando un tiempo.

Y la música de fondo. Tras un día de playa, de sal formando costra en la piel. Se vigilaba el horno y se pensaba un aliño explosivo para la ensalada. Mostaza, quizás.

Y se preparaban más cosas de las necesarias. Se metían demasiadas cervezas en la nevera. Se abría otra bolsa de patatas fritas.

Pero la estrella gastronómica era la pierna de cordero.

Fue un capricho. «Llevo seis años sin comer cordero». Le insinuó de camino al mercado. «Eso lo vamos a solucionar hoy», le aseguró su amigo.

Al que no veía desde hacía años. Habían planificado el reencuentro con mimo. No obstante se dedicaban a improvisar.

La noche anterior les sirvió para ponerse al día. El día siguiente lo pasaron en la playa. La costa, libre de edificios, les recordaba a la de su niñez. Veían con envidia y con ternura a los niños jugando al futbol en el arenal. Los años no pasaban en balde. A estas alturas de la película deberían ser los abnegados padres que se ponen de portero. O hacen de árbitro.

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Mezclado con el vino, con la salsa que se iba cociendo, y con el jazz, bullía la conversación.

Empezaron por desbrozar temas laborales y familiares. Los padres iban cumpliendo años. Sus trabajos ya hacía tiempo que les habían desencantado.

Y entonces llegaron a lo importante.

Salieron a colación las cicatrices. Las emocionales. Cada una tenía su propia historia; se podría montar una cena monotemática con cada una de ellas.

Así, a primera vista, no había ninguna herida abierta.

Disparó primero el invitado.

Fue una relación larga. Eso ya lo sabía. Y otros detalles. Antes de que la guarnición estuviese lista conoció la historia al completo. El final fue desagradable. De esos que no te dejan el cuerpo para más amores. De esos que te convierten en misógino. Pero hemos dicho que no había heridas abiertas. Volvía a estar en el mercado. Con cuidado, con prevenciones. Con tacto. Menos apasionado. La elasticidad de los tejidos no es la misma tras la cicatrización.

Sin duda con la segunda botella se llegaron a asuntos más jugosos. A los que ahora se cocían. Como las cabezas de gamba arrocera y rape que iban a amparar al arroz del día siguiente. Tenían unos planes muy ambiciosos.

Le tocaba al anfitrión.

Después de unos comienzos titubeantes parecía que la chica era menos arisca. Su relación había dado un paso de gigante con el viaje que hicieron juntos. Italia siempre ayuda, eso es cierto. El siguiente paso era vivir bajo el mismo techo. Definitivamente estaba enamorado. La quería.

Hubo un silencio incómodo.

«No va a venir a cenar, está con unas amigas».

«Qué pena. Me hubiese gustado conocerla. Aunque más a sus amigas».

Una risa, un brindis. Media botella de vino menos.

El cordero delicioso. Las patatas en su punto. La salsa de menta exquisita.

Y los restos del banquete devorados a toda prisa el lunes para salir del paso. Echaba de menos las conversaciones con su amigo. La pausa. La complicidad. La amistad a prueba de bombas. Inoxidable. Se habían quedado en el preludio. Tenía la certeza de que esta vez pasaría menos tiempo antes del reencuentro.

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