El paralítico

Creo que no te conté la historia del paralítico, que es memorable. Me acordé hoy al entrar al Ministerio, ese ente al que cada mañana acudimos miles de trabajadores esperando la hora de tomar un café que sabe a rayos.

Vi las plazas reservadas para los discapacitados, racionalmente situadas junto a la puerta de entrada, para que el manco y el cojo, el que tiene un zapatón de esos que provoca andar como medio descoyuntado, lo tenga más fácil y así no tenga que recorrer grandes distancias. Así fue como me acordé de esa historia de pundonor. O locura.

Había oído hablar de él a un amigo que me encuentro de vez en cuando en el tren. Es aquí donde reverdecemos los laureles de nuestra vieja amistad y nos ponemos al corriente de nuestras anodinas vidas urbanas. Una mañana me contó que había tenido que ayudar a bajar del tren a un tipo que iba en silla de ruedas. Llovía a cántaros. Era uno de esos días en que el cielo de Madrid se empeña en demostrar que este no es un país seco. Cuando se disponían a salir del vagón reparó en el protagonista de nuestra historia. Hacía aspavientos y berreaba para que alguien le ayudase a salvar los sesenta centímetros de escalones entre el vagón y el andén.

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El tipo se chocaba contra las puertas, era su manera de pulsar el botoncito de apertura. A lo bestia. Manejaba la silla con un joystick hacia adelante y atrás con una facilidad asombrosa. Los pasajeros que quedaban en el vagón, incluido mi amigo, se percataron de la manifiesta dificultad y haciendo señas para que el tren esperase, se acercaron hasta donde estaba el paralítico. Llovía con ganas, como te digo, y mientras forcejeaban con el tipo y la silla la cortina de agua los fue empapando. Como pudieron, dejando los paraguas y las carteras a un lado, agarraron la silla y trataron de bajarla.

Mi amigo esta fuerte, no es que sea un prodigio del gimnasio, pero se le ve fuerte, corpulento. Me contaba que aquello pesaba la hostia y que mantener en vilo a la silla y al paralítico le costó media hernia. Cuando descargaron el paquete en el andén la silla se venció y se desarmó. Por un lado estaba la silla en sí, por otro la batería ─que era lo que realmente pesaba─ y finalmente, hecho un guiñapo, el paralítico. Parecía que trataba de nadar en un charco mientras hacía aspavientos para que le ayudasen. Tenía dificultad al hablar, la boca torcida, probablemente otra secuela del accidente que le postró en la silla.

La lluvia había traspasado todas las capas de ropa. El tren se fue y uno de los del trío que finalmente había participado en la misión de rescate, alegó que tenía mucha prisa y salió zumbando. Mi amigo y el otro voluntario se vieron algo solitarios en aquel andén, a las ocho y media de la noche, rodeados de las piezas de la tragedia. No sé como carajo consiguieron, a través de los balbuceos y gritos del paralítico, montar de nuevo la sillita de la reina. El caso es que al final no sobraba ningún tornillo.

Menos mal que no se quedó sin batería. Imagínate: «no es que me he quedado sin batería y voy a pasar la noche aquí en el andén». Porque claro a ver donde enchufas el cargador, que debe pesar dos toneladas.

El tipo dio las gracias o les echó la bronca. Cualquier cosa se podía interpretar a partir de aquel gesto contracturado y movimiento de manos con dedos agarrotados, acompañado de un grito de bestia salvaje. Se fue hacia el final de la estación, empapado, con un chaleco reflectante que colgaba malamente del respaldo de la silla, y cruzó al otro lado de la vía, sin mirar, superando unas tablas.

Mi amigo llevaba unos días preguntándose cómo coño haría para bajar si no había nadie más en el vagón, o que pasaría si la acompañante fuese una viejecita, por poner un caso extremo. ¿Qué haría el paralítico? ¿Seguir golpeando contra la puerta sus insensibles piernas, dando para adelante y para atrás con la palanquita? A lo mejor ─a lo peor─ eso es lo que le había sucedido y se bajó en la primera estación en la que pudieron ayudarle. ¿De dónde coño había salido el tipo?

La historia quedó pendiente de ser escrita y reflexionada y como en aquellos días trabajaba en un interesante proyecto que trataba de recuperar la memoria sobre la importancia de las vías pecuarias en el siglo XVIII en los términos municipales de Valdecastillo y Bomarzo, olvidé el tema. Sin embargo, semanas más tarde, yo mismo me topé con el personaje.

Blog_281Tuve la suerte de verlo fuera de la estación, en el puente que cruza la autovía. Así que era la continuación de la historia de mi amigo. De primeras descarté que se hubiese pasado de estación aquel día lluvioso. La intriga me hizo seguirlo desde la acera de enfrente. Me costaba seguirlo, el cacharro ese daba de sí y debía de tener la batería a tope. Parecía Estifen Jokins en una carrera de cuadrigas. Hacía aspavientos, medio gritaba.

Llegó al centro del pueblo, sorteando todo tipo de obstáculos. Al llegar a la Cuesta de San Francisco, ya sabes, esa que solo es de subida, se lanzó hacia abajo. Con un par, en dirección contraria. Yo pensaba que iba a volcar y que algún autobús lo terminaría por aplastar. Pero se manejaba bien, se ceñía al borde de la carretera y se parapetaba tras los contenedores de basura y papel. Un problema añadido, sin contar la paraplejia, es que iba sin luces. Eso sí, llevaba colgado atrás el chalequito salvavidas, pero como por detrás no le venían coches pues tampoco importaba mucho que estuviese descolgado y lleno de barro.

El caso es que el tipo pasó la prueba y llegó a un terreno un poco más seguro. A mí me tenía alucinado. Yo creo que el tipo debió perder las conexiones del estrés porque iba como sin nada. Es decir, abría la boca en muecas imposibles y se revolvía en espasmos en la silla. Pero se le veía que controlaba la situación.

De nuevo se volvió a complicar la vida y se volvió a meter por dirección prohibida. Esta vez la callecita era y  el nuevo desafío era esquivar los retrovisores de los coches, que le pasaban a centímetros de la sien. O se quería suicidar o buscaba un golpe que le restaurase el sistema nervioso. Cuando ya parecía que la rueda del bus El Pardillo-Madrid lo iba a descoyuntar, con un movimiento de mano fabuloso giró las ruedas del invento, y derrapando se cobijó entre dos coches. Sonriente y con la baba resbalándole por la incipiente barba, miraba al chófer del autobús, poseído por un ataque de nervios.

Lo seguí a paso acelerado durante algunos cientos de metros más y finalmente se me perdió en un cambio de rasante. Lo último que vi fue un brazo en alto que parecía la señal de victoria. No sé hasta dónde llegaría. Se rumorea que el tipo este hace puenting los domingos y que en invierno frecuenta las pistas negras de las estaciones de esquí.

Menudo tío.

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