Nordeste

En Nordeste se terminaron de rasgar asuntos que llevaban demasiado tiempo inconclusos. Heridas abiertas. Hábitos dañinos.

Nordeste es un sitio apartado y probablemente sus habitantes no tengan mucha imaginación. El nombre del lugar refleja su posición en la isla. No es un destino muy turístico. Pero cuenta con atractivos suficientes. Acantilados tapizados de vegetación que se sumergen en el Atlántico. Densas masas boscosas que absorben la lluvia horizontal y la vomitan en forma de cascadas por esos mismos acantilados. Recoletos puertos pesqueros que afrontan con temeridad el horizonte de agua que se les viene encima. Jardines meticulosamente podados desde los que otear el océano en busca de cetáceos.

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En otras partes del mundo serían reclamos más que suficientes para atraer hordas de visitantes.

En Azores no basta.

Esos mismos bosques de laurisilva los hay en otras partes de la isla. Combinados con fumarolas y cráteres que han dado lugar a lagos de inquietantes aguas color esmeralda. Hay otras zonas más accesibles, con cómodas infraestructuras desde la que admirar un dulce paisaje antropizado. Carreteras flanqueadas por racimos de hortensias. Un azul cian que embriaga. Restaurantes con buenas vistas en los que te sirven pescado recién sacado del mar, en doradas rodajas condimentadas de forma sencilla.

Tocar el mar implica tomar desvíos que bajan vertiginosamente. Carreteras que se enroscan sobre sí mismas. Muchas veces hay que prescindir del coche y hacerlo a pie. Te golpea el aire fresco del océano. En cada paseo se ahonda en la melancolía que produce ver el final.

La espuma del mar resalta el contorno del archipiélago. Hay marineros silenciosos, con ropa raída. Te miran de soslayo desde sus casitas. Una olla puesta a la lumbre con un guiso de pescado magnífico.

Me gustan los faros y voy en busca de ellos. Extrañamente hay pocos. No encuentro ninguno que me parezca lo suficientemente vetusto.

En cambio las piscinas que el mar rellena de algas con sus embates me resultan un lugar acogedor. Paso ratos de una extraña calma. Vencido, rendido. Una vez que desaparece la incertidumbre puedo pasar horas tumbado, tratando de sacar un patrón a la cadencia de las olas que estallan contra las escolleras. Una mente analítica, entrenada para resolver logaritmos y descifrar el sentido de un sistema de ecuaciones diferenciales no puede relajarse fácilmente.

Blog_294En Nordeste hay una pensión desangelada que la dueña mantiene con una aparente limpieza. Los muebles oscuros me espantan a la cocina. Allí desayuno unas tajas de queso y bebo café. Miro como la lluvia cala los bañadores tendidos en el jardín, sobre un huerto de lechugas. Azores es una mezcla de Cantábrico y Canarias.

Hay un bar que promete. Luego es un espanto. Una pantalla plana ofrece fútbol sin tregua. Hay café y cerveza. Trato de escribir pero no me da el ingenio. Planificamos con desgana alguna excursión. Volvemos a topar con desacuerdos sobre horarios y preferencias. Hay silencios incómodos. Hay un espacio infinito.

No nos atrae la idea de seguir en la pensión. Volvemos a las piscinas. A los paseos solitarios. A las reflexiones silenciosas.

En un merendero comemos los restos que van quedando. Es un almuerzo ecléctico, poco apto para estómagos sensibles. Nocilla con chorizo, por ejemplo. Uno se alimenta por instinto de supervivencia. La lluvia va y viene. El mar sigue a lo suyo, golpeando las rocas sin tregua. Puede que allí al fondo sople un cachalote. Vaya usted a saber.

Punta Delgada en realidad no queda tan lejos. En una hora se llega. La isla es fácilmente abarcable. Y sin embargo tengo la sensación de estar anclado. No tengo fuerza. Me quedaría en el faro, ese que no me gustó mucho. Me gustaría ver el invierno desde el faro. Ser testigo de la cara menos amable de Azores.

En el verano uno se lleva impresiones imprecisas. Sesgadas. Es en el otoño donde se verá el peso de las decisiones.

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